Amélie Nothomb. Higiene del asesino. 1996.

Cuando fue público y notorio que el grandísimo escritor Prétextat Tach moriría en los dos próximos meses, periodistas de todo el mundo solicitaron entrevistas privadas con el octogenario. El anciano gozaba, sin lugar a dudas, de un considerable prestigio; no por ello resultó menos sorprendente ver cómo acudían, hasta el pie de la cama del novelista francófono, emisarios de periódicos tan conocidos como Los Rumores de Nankin (que nos hemos tomado la libertad de traducir) y The Bangladesh Observer. De este modo, dos meses antes de su fallecimiento, el señor Tach tuvo la oportunidad de hacerse una idea de la amplitud de su fama.
Su secretario se encargó de realizar una drástica selección entre los solicitantes: descartó todos los periódicos en lengua extranjera, ya que el moribundo sólo hablaba francés y no se fiaba de ningún intérprete; rechazó a los reporteros de color debido a que, con la edad, el escritor había empezado a adoptar puntos de vista racistas que no se correspondían con sus opiniones profundas -avergonzados, los especialistas tachtianos lo interpretaban como la expresión de un deseo senil de escandalizar-; por último, el secretario disuadió educadamente a los solicitantes de las cadenas de televisión, revistas femeninas, periódicos considerados excesivamente políticos y, sobre todo, publicaciones médicas que hubieran querido saber de qué modo había contraído el gran hombre un cáncer tan raro.
No sin orgullo, el señor Tach recibió la noticia de que padecía el temible síndrome de Elzenveiverplatz, conocido vulgarmente como «cáncer de los cartílagos», que el sabio epónimo había diagnosticado en el siglo XIX, en Cayenne, en una decena de presidiarios encarcelados por violencia sexual seguida de homicidio y que, desde entonces, nunca más había sido detectado. Recibió aquel diagnóstico como un honor inesperado: con su físico de obeso imberbe que, salvo la voz, lo tenía todo de un eunuco, temía morir a causa de una estúpida enfermedad cardiovascular. Al redactar su epitafio, no olvidó mencionar el nombre sublime del médico teutón gracias al cual iba a fallecer elegantemente.
A decir verdad, que aquel sedentario adiposo hubiera sobrevivido hasta la edad de ochenta y tres años llenaba de perplejidad a la medicina moderna. El hombre estaba tan gordo que, desde hacía años, confesaba ser incapaz de andar; había mandado a freír espárragos los consejos de los dietistas y se alimentaba de un modo abominable. Por si eso fuera poco, no dejaba de fumarse sus veinte puros diarios. Pero bebía con gran moderación y practicaba la castidad desde tiempos inmemoriales: los médicos no encontraban otra explicación para justificar el buen funcionamiento de su corazón ahogado por la grasa. Su supervivencia resultaba tan misteriosa como el origen del síndrome que iba a ponerle fin.
No hubo ni un sólo órgano de prensa del mundo que no se escandalizara por la mediatización de aquella próxima muerte. Las secciones de cartas de los lectores se hicieron eco de estas autocríticas con amplitud. Los reportajes de los pocos periodistas seleccionados despertaron, precisamente por ello, más expectación todavía, conforme a las leyes de información moderna.
Los biógrafos se mantenían atentos. Los editores preparaban sus baterías. También hubo, claro está, algunos intelectuales que se preguntaron si aquel éxito prodigioso no era sobrevalorado: ¿había sido realmente Tach un innovador? ¿O tan sólo era el ingenioso heredero de creadores desconocidos? Y venga citar a algunos autores de nombre esotérico -cuyas obras ni siquiera habían leído-, lo que les permitía hablar con profundidad.
Todos estos factores concurrieron para asegurarle a aquella agonía un eco excepcional. Era un éxito, sin duda.
El autor, que contaba en su activo con veintidós novelas, vivía en los bajos de un edificio modesto: necesitaba una vivienda en la que todo estuviera en la planta baja, ya que se desplazaba en silla de ruedas. Vivía solo y sin ningún animal de compañía. Cada día, una valerosa enfermera pasaba hacia las cinco de la tarde para lavarle. No habría soportado que nadie hiciera la compra en su lugar: él mismo compraba sus provisiones en las tiendas del barrio. Su secretario, Ernest Gravelin, vivía cuatro pisos más arriba, pero evitaba verle en la medida de lo posible; le telefoneaba regularmente, y Tach nunca perdía la oportunidad de iniciar la conversación con un: «Lo siento, querido Ernest, aún no me he muerto.»

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