«Si se pregunta a un occidental culto sobre las cosas que
asocia con el Japón tradicional, con toda seguridad nos recitará la
lista siguiente: en el ámbito de la cultura, los dramas No y Kabuki,
los poemas conocidos como haiku, las xilografías «del mundo
flotante» (ukiyo-e), la música de samisen, la ceremonia del té, el
arte de disponer las flores (ikebana) y los paisajes en miniatura que
reflejan mejor que nada el espíritu Zen; en el terreno de la sociedad,
los samurais con sus dos espadas y las geishas; en el de las ideas, la
filosofía Zen, la ética samurai o bushido —que comporta una
auténtica obsesión por los problemas morales que se presentan
cuando deber y amor se contraponen—, una actitud muy tolerante
frente al suicidio en general y al pasional en particular; en
arquitectura, los suelos recubiertos de esteras de paja o tatami, los
grandes establecimientos destinados a baños públicos, las alcobas
tokonoma con las paredes adornadas con kakemonos; finalmente,
en gastronomía, el pescado crudo y la salsa de soja.
Nada hay que objetar a esta relación, que es absolutamente
correcta. Y sin embargo, ninguno de los elementos citados existía
en el mundo de Murasaki, puesto que su incorporación a la cultura
nipona se produce en tiempos bastante posteriores especialmente
en las épocas conocidas como Muromachi y Tokugawa». [18]
Ivan Morris, The world of the Shining Prince [19]
HISTORIA DE UNA MUJER FRÍVOLA.
UNA NO KAMI: Había otra mujer que yo visitaba por
aquella misma época. Era mucho más amable y el colmo del
refinamiento. Su caligrafía, sus poemas, su manera de tocar el
koto… [26] Todo lo que hacía era perfecto. Y, sin embargo, la casa
de la celosa se había convertido en mi hogar, y yo sólo acudía a
visitar a la otra de vez en cuando y en secreto. Al morir la celosa,
mis visitas se hicieron más frecuentes, porque no podemos
pasarnos la vida llorando. Al conocerla mejor empecé a pensar que
su sensualidad era un tanto agresiva. Finalmente descubrí que era
una mujer frívola, y que yo no era su único amante. Dejadme que
os cuente en qué circunstancias tuvo lugar esta revelación.
»Una noche de luna llena abandoné la corte en compañía de
un amigo. Me dijo que quería pasar por cierta casa donde alguien
lo esperaba, y que aquella casa se hallaba precisamente en nuestro
camino. A través de las grietas y agujeros del muro pude ver la
luna, que brillaba sobre el estanque. Parecía absurdo pasar de largo
ante un lugar tan hermoso, de modo que escalé el muro tras él.
Resultaba obvio que no era su primera visita a la casa. ¡Ni la mía
tampoco! Enseguida reconocí el hogar de mi amiguita de las mil
gracias…
»Mi amigo se acercó corriendo a la terraza, se sentó al lado
de la puerta y se puso a contemplar la luna. Los crisantemos, aún
intocados por la escarcha, estaban preciosos, y las hojas
encarnadas, que la brisa otoñal mecía suavemente, eran una
maravilla. Mi amigo desenfundó su flauta, y se puso a tocar y
después a cantar «El pozo de Asuka» y otras melodías. No hube
de esperar mucho: muy pronto nos llegó el son de un koto de seis
cuerdas que acompañaba a la flauta. Parecía recién afinado y a
punto para el dúo que estaba sonando. Mi amigo se lanzó a la
ventana. Cogió un crisantemo, y lo introdujo por debajo de la
persiana, recitando:
—Me sorprende
que la música del koto, las flores
y los rayos de la luna
no hayan atraído otros pies a esta casa.
»La dama le contestó en el mismo tono de buen humor:
—Si el viento invernal ahoga
el rumor de las hojas secas,
¿tendré que borrar el son de la flauta
que acompaña los vientos?
»Ignorando que yo estaba cerca, la dama cambió el koto
japonés de seis cuerdas por el chino de trece, y empezó a tocar
arpegios. Aunque reconocía el talento de la muchacha, me sentía
rabioso. Resulta divertido intercambiar chistes y frases ingeniosas
con una dama frívola de vez en cuando, y siempre que las cosas no
vayan demasiado lejos. Pero en aquel caso las cosas habían ido
demasiado lejos, de manera que nunca más volví a visitarla.
»Esas dos historias que acabo de relatar (las más significativas
que me han sucedido hasta hoy) me han enseñado a esperar poco
del sexo opuesto. Luego mi opinión sobre las mujeres no ha hecho
sino empeorar. A vuestra tierna edad por fuerza hallaréis deliciosas
esas gotitas de rocío que se desprenden de las hierbas cuando
las tocamos o esos brillantes copitos de nieve que se funden en
la palma de la mano que los sostiene. Y, sin embargo, tarde o
temprano me daréis la razón. Haced caso, pues, de mi consejo de
experto, y os ahorraréis muchas desilusiones. Por lo que más
queráis, no os fiéis de las zalameras, porque si cedéis ante sus
caricias y halagos, acabarán por poneros en ridículo a los ojos del
mundo, y lo lamentaréis el resto de vuestras vidas.