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Amélie Nothomb. Metafísica de los tubos. 2001.

En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios nada miraba. Se sentía repleto y compacto como un huevo duro, cuya redondez e inmovilidad también poseía.
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal punto que ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.
Para él, su existencia no había tenido un principio perceptible. Algunos grandes libros comienzan con unas primeras frases tan poco llamativas que uno las olvida inmediatamente y tiene la impresión de vivir instalado en esa lectura desde el principio de los tiempos. De igual modo, resultaba imposible señalar el momento en el que Dios había empezado a existir. Era como si siempre hubiese existido.
Dios carecía de lenguaje y, por consiguiente, también de pensamiento. Era todo saciedad y eternidad. Y ese todo demostraba hasta qué punto Dios era Dios. Y esa evidencia carecía de importancia, ya que a Dios le traía sin cuidado ser Dios.
Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las virtudes: la mirada. No existe nada tan singular. De las orejas de las criaturas no decimos que poseen una «escuchada», ni de sus narices que poseen una «olida» o una «aspirada».
¿Qué es la mirada? Ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia. Y, sin embargo, la mirada existe. Incluso podría decirse que pocas realidades existen hasta tal punto.
¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada.
Dios carecía de mirada.
Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Esas actividades vegetativas pasaban por el cuerpo de Dios sin que él se diera cuenta. Los alimentos, siempre los mismos, no resultaban lo suficientemente estimulantes para que él los percibiera. Algo parecido ocurría con la bebida. Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran.
Ésta es la razón por la cual, llegados a este punto de su desarrollo, llamaremos a Dios el tubo.
Existe una metafísica de los tubos. Sobre los tubos, Slawomir Mrozek ha escrito palabras que uno no sabe si son abrumadoras en su profundidad o extraordinariamente desternillantes. Quizás sean ambas cosas a la vez: los tubos son una singular mezcla de plenitud y vacío, de materia hueca, una membrana de existencia que protege un haz de inexistencia. La manguera es la versión flexible del tubo: su blandura no la convierte por ello en algo menos enigmático.
Dios poseía la flexibilidad de la manguera, pero seguía siendo rígido e inerte, confirmando así su naturaleza de tubo. Conocía la serenidad absoluta del cilindro. Filtraba el universo y nada retenía.
 
Los padres del tubo estaban preocupados. Consultaron a los médicos para que analizaran el caso de aquel segmento de materia que parecía carecer de vida.
Los médicos lo manipularon, dieron unos golpecitos sobre algunas de sus articulaciones para comprobar si poseía mecanismos reflejos y constataron que carecía de ellos. Los ojos del tubo no pestañearon cuando los practicantes los examinaron con una lámpara:
—Esta criatura no llora nunca, no se mueve jamás. No emite sonido alguno —dijeron sus padres.
Los médicos diagnosticaron una «apatía patológica», sin reparar en que se trataba de una contradicción en los términos.
—Su bebé es un vegetal. Es muy preocupante.
Los padres se sintieron aliviados por lo que consideraron una buena noticia. Un vegetal era vida.
—Hay que hospitalizarlo —decretaron los doctores.
Los padres ignoraron aquella orden tajante. Tenían ya dos hijos que pertenecían a la especie humana: no les parecía inaceptable tener, además, progenitura vegetal. Incluso les producía cierta ternura.
Le llamaron cariñosamente «La Planta».
Pero todos se equivocaban. Ya que las plantas, incluso las verduras, no por el hecho de tener una vida imperceptible al ojo humano dejan de tener vida. Se estremecen ante la proximidad de la tempestad, lloran de felicidad con el amanecer, se blindan de desprecio cuando alguien las agrede o se entregan a la danza de los siete velos con la llegada de la estación del polen. Poseen una mirada, eso está fuera de toda duda, aunque nadie sepa en qué lugar tienen las pupilas.
El tubo, en cambio, era pura y simple pasividad. Nada le afectaba, ni los cambios de clima, ni el anochecer, ni los cien pequeños tumultos cotidianos, ni los grandes e insondables misterios del silencio.
Los terremotos semanales del Kansai, que hacían llorar de angustia a sus dos hermanos mayores, no le producían ningún efecto. La escala de Richter no iba con él. Una noche, un seísmo de 5,6 derrumbó la montaña que dominaba la casa; unas placas del techo se hundieron sobre la cuna del tubo. Cuando retiraron los escombros, era la viva expresión de la indiferencia: sus ojos miraban fijamente, aunque sin verlos, a aquellos patanes llegados para perturbarle, con lo calentito que estaba debajo de las ruinas.
A los padres les divertía la flema de su Planta y decidieron ponerla a prueba. Dejarían de darle bebida y comida hasta que la reclamase: de este modo se vería obligada, tarde o temprano, a reaccionar.
Pero quien ríe el último ríe mejor: el tubo aceptó la inanición como lo aceptaba todo, sin el menor asomo de desaprobación o de asentimiento. Comer o no comer, beber o no beber, le daba lo mismo: ser o no ser, aquélla no era la cuestión.
Al término del tercer día, los estupefactos padres del tubo lo examinaron: había adelgazado un poco y sus labios entreabiertos estaban resecos, pero, por lo demás, no parecía encontrarse mal. Le administraron un biberón de agua azucarada que se tomó sin pasión alguna.
—Esta criatura se habría dejado morir sin quejarse —dijo la madre horrorizada.
—No le comentemos nada a los médicos —dijo el padre—. Nos tomarían por sádicos.
En realidad, los padres no eran sádicos: estaban simplemente horrorizados al comprobar que su retoño carecía de instinto de supervivencia. Les pasó fugazmente por la cabeza que su bebé no era una planta, sino un tubo: rechazaron de inmediato aquella idea insostenible.
Los padres eran de naturaleza despreocupada y pronto olvidaron el episodio del ayuno. Tenían tres hijos: un niño, una niña y un vegetal. Aquella diversidad les gustaba, más aún teniendo en cuenta que los dos mayores no dejaban de correr, saltar, chillar, pelearse e inventar nuevas estupideces: siempre había que ir detrás de ellos para vigilarles.
Con el menor, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. Podían dejarlo días enteros sin canguro: por la noche, lo encontraban en la misma posición que por la mañana. Le cambiaban los pañales, lo alimentaban, y ya era suficiente. Un pez rojo en un acuario les habría ocasionado más molestias.
Además, a excepción de su ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal: era un hermoso y tranquilo bebé que uno podía mostrar a las visitas sin avergonzarse. Los otros padres incluso sentían envidia.
En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica de las fuerzas: ¿existe acaso algo más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia representa el poder de lo larval. Cuando un pueblo rechaza un adelanto fácil de llevar a cabo, cuando un vehículo empujado por diez personas continúa sin moverse, cuando un niño se apoltrona durante horas delante del televisor, cuando una idea cuya inanidad ya ha sido demostrada sigue causando estragos, uno descubre, con estupefacción, la tremenda influencia de lo inmóvil.
Tal era el poder del tubo.
No lloraba nunca. Ni siquiera en el momento de nacer había emitido quejas ni sonido alguno. Sin duda, el mundo no debió de parecerle ni conmovedor ni apasionante.
Al principio, la madre intentó darle el pecho. Ante la visión del seno alimenticio, ningún fulgor iluminó los ojos del bebé: permaneció quieto, sin hacer nada, con las narices a un centímetro del seno. Molesta, la madre le metió el pezón en la boca. Dios apenas chupó. Entonces la madre decidió no darle el pecho.
Acertó: el biberón se correspondía mejor con la naturaleza del tubo, que se identificaba con aquel recipiente cilindrico, mientras que la rotundidad mamaria no le inspiraba ningún vínculo de familiaridad.
Así pues, la madre le daba el biberón varias veces al día, sin percatarse de que, actuando de aquel modo, estaba garantizando la conexión entre dos tubos. La alimentación divina era una forma de fontanería.
«Todo fluye», «Todo es movimiento», «Nunca nos bañamos en el mismo río», etc. El pobre Heráclito se habría suicidado de haber conocido a Dios, que era la negación de su visión fluida del universo. Si el tubo hubiera poseído alguna forma de lenguaje, le habría respondido al pensador de Éfeso: «Todo se coagula», «Todo es inercia», «Siempre nos bañamos en la misma ciénaga», etc.
Afortunadamente, ninguna forma de lenguaje resulta posible sin la idea de movimiento, que constituye uno de sus motores iniciales. Y ningún tipo de pensamiento resulta posible sin lenguaje. Los conceptos filosóficos de Dios no eran, pues, ni pensables ni comunicables: por consiguiente, no podían perjudicar a nadie y eso era bueno, ya que semejantes principios habrían socavado la moral de la humanidad durante mucho tiempo.
Los padres del tubo eran de nacionalidad belga. Por consiguiente, Dios era belga, lo cual explicaba bastantes de los desastres acaecidos desde el principio de los tiempos. Nada hay de extraño en ello: Adán y Eva hablaban flamenco, como ya demostró científicamente un sacerdote de los Países Bajos hace ya algunos siglos.
El tubo había hallado una ingeniosa solución para resolver los conflictos lingüísticos nacionales: no hablaba, nunca había dicho nada, ni siquiera había emitido el más mínimo sonido.
Pero su mutismo no preocupaba tanto a sus padres como su inmovilidad. Cumplió un año sin haber esbozado su primer movimiento. Los otros bebés daban ya sus primeros pasos, mostraban sus primeras sonrisas, sus primeros algo. Dios, en cambio, no dejaba de hacer su primer nada de nada.
Y todavía resultaba más extraño teniendo en cuenta que crecía. Su crecimiento era absolutamente normal. Era el cerebro el que no respondía. Sus padres lo afrontaban con perplejidad: en su casa existía una nada que ocupaba cada vez más espacio.
Pronto la cuna se le hizo pequeña. Hubo que trasladar al tubo a una cama-jaula que ya habían utilizado su hermano y su hermana.
—Quizás este cambio le haga despertar —deseó la madre.
Aquel cambio nada cambió.
Desde el principio del universo, Dios dormía en la habitación de sus padres. Lo menos que pudiera decirse es que no les molestaba. Una planta verde habría sido más ruidosa. Ni siquiera los miraba.
El tiempo es una invención del movimiento. Aquel que no se mueve no ve pasar el tiempo.
El tubo no tenía conciencia alguna del transcurrir del tiempo. Alcanzó la edad de dos años como habría alcanzado la de dos días o dos siglos. Continuaba sin cambiar de posición, ni siquiera sentía la tentación de intentarlo: permanecía tumbado de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, como una estatua minúscula.
Entonces la madre lo levantó por las axilas para ponerlo en pie: el padre le ayudó a que, con sus pequeñas manos, se sujetara a los barrotes de la cama-jaula para que tuviera una idea de cómo mantenerse por sí mismo. Luego, dejaron que aquel edificio se desmoronase: Dios cayó de espaldas y, en absoluto afectado, prosiguió su meditación.
—Necesita música —dijo la madre—. A los niños les gusta la música.
Mozart, Chopin, los discos de los 101 dálmatas, los Beatles y el shaku hachi produjeron en la sensibilidad de la criatura la misma ausencia de reacción.
Los padres renunciaron a convertirlo en músico. De hecho, renunciaron a convertirlo en un ser humano.
La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Ésa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo.
Vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo. Para vivir, es necesario ser capaz de no situar al mismo nivel, por encima de uno, a mamá y el techo. Hay que renunciar a uno de los dos y elegir interesarse o bien por mamá o bien por el techo. La única mala elección es la ausencia de elección.
Dios no había rechazado nada porque no había elegido nada. Por eso no vivía.
En el momento de su nacimiento, los bebés gritan. Ese grito de dolor ya es en sí mismo una rebelión y esa rebelión ya constituye un rechazo. Ésa es la razón por la cual la vida empieza el día del nacimiento y no antes, pese a lo que puedan decir algunos.
El tubo no había emitido ni el más leve decibelio el día del parto.
Sin embargo, los médicos habían determinado que no era ni sordo, ni mudo, ni ciego. Era simplemente un lavabo al que le faltaba el tapón. Si hubiera podido hablar, habría repetido sin cesar esta única palabra: «sí».
La gente rinde culto a la regularidad. Les gusta creer que la evolución es el resultado de un proceso normal y natural; la especie humana estaría regida por una especie de fatalidad biológica interna que la ha llevado a dejar de andar a cuatro patas hacia la edad de un año o a dar sus primeros pasos tras varios milenios.
Nadie desea creer en los accidentes. Éstos, ya sean la expresión de una fatalidad exterior —lo cual ya de por sí resulta cargante— o del azar —lo que todavía es peor—, son rechazados por el imaginario humano. Si alguien se atreviera a decir: «A la edad de un año di mis primeros pasos accidentalmente» o «Un día el hombre jugó a ser bípedo accidentalmente», le tomarían inmediatamente por chiflado.
La teoría de los accidentes resulta inaceptable, ya que permite suponer que las cosas habrían podido suceder de un modo distinto. La gente no admite que un niño de un año no tenga el pensamiento de andar; eso equivaldría a admitir que podría ser que el hombre nunca hubiera tenido intención de andar sobre dos patas. ¿Y quién podría creer que a una especie tan brillante no habría podido ocurrírsele algo así?
A los dos años, el tubo ni siquiera había intentado el cuadrupedismo, ni el movimiento, por otra parte. Tampoco había probado el sonido. Los adultos dedujeron que existía un bloqueo en su evolución. Nunca se les habría ocurrido deducir que el bebé no había conocido accidente alguno, ya que ¿quién iba a pensar que, sin accidente, el hombre permanecería perfectamente inerte?
Existen los accidentes físicos y los accidentes mentales. La gente niega con rotundidad la existencia de estos últimos: nunca nos referimos a ellos como motor de la evolución.
Sin embargo, nada resulta más fundamental para el devenir humano que los accidentes mentales. El accidente mental es una mota de polvo que, por casualidad, penetra en la ostra del cerebro, pese a la protección de las conchas cerradas que representa la caja del cráneo. De repente, la tierna materia que habita en el corazón del cráneo se ve perturbada, se siente asustada, amenazada por ese cuerpo extraño que acaba de colarse en su interior; la ostra, que vegetaba pacíficamente, activa la alarma e intenta defenderse. Inventa una sustancia maravillosa, el nácar, envuelve la partícula intrusa para incorporarla y así crear la perla.
Puede ocurrir que el accidente mental sea secretado por el propio cerebro: ésos son los accidentes más misteriosos y graves. Sin motivo, una circunvalación de materia gris da a luz una idea terrible, un pensamiento espeluznante, y, en un segundo, se acabó para siempre la tranquilidad de espíritu. El virus actúa. Imposible detenerlo.
Entonces, obligado y a la fuerza, el ser abandona su entorpecimiento. A la pregunta terrible e informulable que le ha asaltado, le busca y encuentra mil respuestas inadecuadas. Empieza a andar, a hablar, a adoptar cientos de actitudes inútiles mediante las cuales espera salir adelante.
Pero no sólo no sale adelante sino que empeora su situación. Cuanto más habla, menos comprende, y cuanto más camina, menos avanza. Muy rápidamente, echará de menos su vida larval, sin atreverse a confesárselo.
Sin embargo, existen seres que no se sienten afectados por la ley de la evolución, que no sufren ningún accidente fatal. Son los vegetales clínicos. Los médicos estudian sus casos. En realidad, son lo que desearíamos ser. Es la vida lo que debería ser considerado un fallo de funcionamiento.
 
Era un día cualquiera. No había ocurrido nada especial. Los padres ejercían su oficio de padres, los niños ejercían su misión de hijos, el tubo se concentraba en su vocación cilindrica.
Fue, sin embargo, el día más importante de su historia. Como tal, no se conserva ningún rastro. De igual modo, tampoco se conservan documentos referidos al primer día en que el primer hombre se puso de pie por primera vez, ni del día en que el hombre comprendió por fin la muerte. Los acontecimientos más fundamentales de la humanidad han pasado casi desapercibidos.
De repente, la casa empezó a retumbar a causa de los gritos. La madre y el aya, primero petrificadas, enseguida intentaron localizar el origen de aquellos gritos. ¿Acaso un mono acababa de penetrar en su domicilio? ¿Un loco se había escapado del manicomio?
Como último recurso, la madre acudió a mirar a su habitación. Lo que vio la dejó estupefacta: Dios estaba sentado en su cama-jaula y gritaba tanto como puede llegar a hacerlo un bebé de dos años.
La madre se acercó al mitológico escenario: ya no reconocía lo que durante dos años había constituido un espectáculo tan relajante. Siempre había tenido aquellos ojos abiertos de par en par, de modo que resultaba fácil identificar su color gris verde; en aquel momento, las pupilas eran totalmente negras, de un negro de paisaje calcinado.
¿Qué cosa lo bastante fuerte había podido incendiar aquellos ojos pálidos y convertirlos en negros como el carbón? ¿Qué temible incidente había podido ocurrir para despertarlo de tan prolongado sueño y transformarlo en aquella máquina de gritar?
La única evidencia era que la criatura estaba furiosa. Una fabulosa cólera la había sacado de su entorpecimiento, y si nadie sabía cuál podía ser el origen, la razón debía de ser muy grave a la vista de la intensidad con que se manifestaba.
La madre, fascinada, acudió a coger en brazos a su retoño. Enseguida lo dejó en la cama-jaula, ya que gesticulaba con todos sus miembros y la golpeaba.
Corrió por la casa gritando: «¡La Planta ha dejado de ser una planta!» Llamó al padre para que acudiera al lugar del fenómeno. Su hermano y su hermana fueron invitados a extasiarse ante la santa cólera de Dios.
Transcurridas algunas horas, dejó de gritar, pero sus ojos seguían negros de rabia. Le dedicó una mirada de enorme enfado a la humanidad que la rodeaba. Y, agotado por tanto mal humor, se acostó y se durmió.
La familia aplaudió. Aquello fue considerado una excelente noticia. La criatura estaba finalmente viva.
¿Cómo explicar aquel nacimiento dos años después del parto?
Ningún médico halló la llave del misterio. Parecía como si hubiera necesitado dos años de embarazo extrauterino suplementario para convertirse en un ser operativo.
Sí, pero ¿por qué aquella cólera? La única causa que podía suponerse era el accidente mental. Algo había aparecido en su cerebro, algo que le había resultado insoportable. Y, en un segundo, la materia gris se había puesto a funcionar. Influjos nerviosos habían circulado por aquella carne inerte. Su cuerpo había empezado a moverse.
Así, los más grandes imperios pueden venirse abajo por razones perfectamente incognoscibles. Admirables criaturas inmóviles como estatuas pueden, en un periquete, transformarse en animales chillones. Y lo más sorprendente es que eso encanta a su familia.Sic transit tubi gloria.
El padre estaba tan excitado como si acabara de nacer su cuarto hijo.
Telefoneó a su madre, que residía en Bruselas.
—¡La Planta se ha despertado! ¡Coge un avión y ven a conocerla!
La abuela respondió que, antes de acudir, iba a encargar unos cuantos vestidos nuevos: era una mujer muy elegante. Eso pospuso su visita varios meses.
Mientras tanto, los padres empezaban a echar de menos al vegetal de antaño. Dios estaba permanentemente colérico. Casi era necesario lanzarle el biberón desde lejos, por miedo a que les golpeara. Podía calmarse durante algunas horas, pero nadie sabía lo que aquella calma presagiaba.
El nuevo guión era el siguiente: se aprovechaba un momento en el que estuviera tranquilo para coger al bebé y ponerlo en su parque. Allí permanecía primero con aire alelado contemplando los juguetes que le rodeaban.
Lentamente, un vivo disgusto se iba apoderando de él. Se daba cuenta de que aquellos objetos existían fuera de él, al margen de su reinado. Eso le desagradaba y le hacía gritar.
Por otro lado, había observado que, con la boca, los padres y sus satélites producían sonidos articulados muy concretos: aquel proceder parecía permitirles controlar las cosas, anexionárselas.
Le habría gustado hacer lo mismo. ¿Acaso dar nombre al universo no era una de las principales prerrogativas divinas? Entonces señalaba un juguete con el dedo y abría la boca para concederle el don de la existencia: pero los sonidos que emitía no tenían consecuencias coherentes. Él era el primer sorprendido, ya que se consideraba perfectamente capaz de hablar. Una vez superada la sorpresa, aquella situación le parecía humillante e intolerable. La cólera se apoderaba de él y se ponía, mediante chillidos, a manifestar su rabia.
El significado de sus gritos era el siguiente:
—¡Movéis los labios y de ello emana un lenguaje! ¡Yo muevo los míos y sólo sale ruido! ¡Esta injusticia resulta insoportable! ¡Gritaré hasta que mis gritos se conviertan en palabras!
Ésta era la interpretación de la madre:
—Comportarse como un bebé a los dos años no es normal. Se da cuenta de su atraso y eso le pone nervioso.
Falso: Dios no sufría ningún atraso. Y quien dice atraso dice complejo. Dios no se comparaba. Sentía en su interior un poder gigantesco y se ofuscaba al comprobar que era incapaz de ejercerlo. Su boca le traicionaba. Ni por un instante dudaba de su divinidad y se indignaba de que sus propios labios no le respondieran.
Su madre se acercaba a él y, vocalizando exageradamente, pronunciaba palabras simples:
—¡Papá! ¡Mamá!
A él le ponía furioso que ella le propusiera imitaciones tan burdas: ¿acaso no sabía con quién estaba hablando? El maestro del lenguaje era él. Nunca se rebajaría a repetir «Mamá» y «Papá». Como represalia, gritaba con mayor intensidad y de un modo más desagradable si cabe.
Paulatinamente, sus padres empezaron a recordar a su bebé de antaño. ¿Habían salido ganando con el cambio? Tenían un tranquilo y misterioso retoño y ahora se encontraban con un doberman.
—¿Recuerdas lo hermosa que era La Planta, con sus serenos ojazos?
—¡Y qué noches más tranquilas pasábamos!
Se acabó dormir tranquilos: Dios era el insomnio personificado. Apenas dormía dos horas por la noche. Y en cuanto se despertaba, manifestaba su cólera a gritos.
—¡Basta ya! —le decía su padre—. Ya sabemos que te has pasado dos años durmiendo. Pero ésa no es razón para impedir que los demás duerman.
Dios se comportaba como Luis XIV: no toleraba que alguien durmiera si él no dormía, que alguien comiera si él no comía, que alguien anduviera si él no andaba, que alguien hablara si él no hablaba. Este último punto, sobre todo, le sacaba de sus casillas.
Para los médicos, aquel nuevo estado resultaba tan incomprensible como el anterior: la «apatía patológica» pasó a ser «irritabilidad patológica», sin que ningún análisis explicase el diagnóstico. Prefirieron recurrir a una especie de sentido común popular:
—Es para compensar los dos años precedentes. Vuestro bebé acabará por calmarse.
«Si antes no lo he tirado por la ventana», pensaba la madre, exasperada.
Los vestidos de la abuela estaban listos. Los metió en una maleta, pasó por la peluquería y tomó el avión Bruselas-Osaka que, en 1970, efectuaba el trayecto en aproximadamente veinte horas.
Los padres la esperaban en el aeropuerto. No se habían visto desde 1967: el hijo fue abrazado, la nuera felicitada y Japón elogiado.
De camino hacia la montaña, hablaron de los niños: los dos mayores eran maravillosos, el tercero era un problema. «¡Ya no lo queremos!» La abuela aseguró que todo se arreglaría.
La belleza de la casa le encantó. «¡Qué japonés!», exclamó al ver la sala del tatami y el jardín que, en aquel mes de febrero, emblanquecía bajo los cerezos en flor.
Hacía tres años que no veía al hermano y a la hermana. Se extasió ante los siete años del niño y los cinco años de la niña. Pidió entonces que le presentaran al tercer niño, al que todavía no conocía.
No quisieron acompañarla hasta la guarida del monstruo: «La primera puerta a la izquierda, no tiene pérdida.» De lejos, se oían gritos roncos. La abuela puso algo dentro del bolso y caminó valientemente hacia la arena.
Dos años y medio. Gritos, rabia, odio. El mundo resulta inaccesible para las manos y la voz de Dios. A su alrededor, los barrotes de la cama-jaula. Dios permanece encerrado. Le gustaría hacer daño, pero no puede. Se ensaña con la sábana y la manta, que martillea a patadas.
Encima de él, el techo y sus grietas, que conoce como la palma de su mano. Son sus únicos interlocutores, así pues, es a ellos a quienes grita su desprecio. Aparentemente, el techo no se da por aludido. Dios se siente contrariado.
De repente, el campo visual es invadido por un rostro desconocido e inidentificable. ¿Qué es? Es un humano adulto, del mismo sexo que la madre, parece. Pasada la sorpresa inicial, Dios manifiesta su disgusto con una larga pataleta.
El rostro sonríe. Dios conoce el paño: intentan engatusarlo. No cuela. Enseña los dientes. El rostro deja caer las palabras con su boca. Dios boxea contra las palabras al vuelo. Sus puños cerrados vapulean los sonidos y los dejan KO.
Dios sabe que, a continuación, el rostro intentará tenderle la mano. Está acostumbrado: los adultos siempre acercan los dedos a su cara. Decide que morderá el índice de la desconocida. Se prepara.
En efecto, una mano aparece en su campo visual, pero —¡sorpresa!— sujeta entre los dedos un bastoncito blanquecino. Dios nunca ha visto nada parecido y se olvida de gritar.
—Es chocolate blanco de Bélgica —le dice la abuela a la criatura al tiempo que lo destapa.
De esas palabras, Dios sólo entiende «blanco»: le suena, la ha visto en los envases de leche y en las paredes. Los otros vocablos son oscuros: «chocolate» y sobre todo «Bélgica». A estas alturas, el bastoncito está cerca de su boca.
—Es para comer —dice la voz.
Comer: Dios sabe lo que eso significa. Ese bastoncito blanquecino desprende un olor que Dios desconoce. Huele mejor que el jabón y la pomada. Dios tiene miedo y deseo a la vez. Hace muecas de asco y saliva de apetito.
En un arranque de valor, atrapa la novedad con los dientes, la mastica aunque no es necesario, se derrite sobre la lengua, enmoqueta el paladar, le llena la boca, y se produce el milagro.
La voluptuosidad se le sube a la cabeza, le hace jirones el cerebro y hace resonar una voz que nunca había oído:
—¡Soy yo! ¡Yo soy la que vive! ¡Yo soy la que habla! No soy «él» ni «éste», ¡soy yo! Ya no tendrás que decir «él» para hablar de ti, tendrás que decir «yo». Y soy tu mejor amigo: el placer es mío.
Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco.
La voz, que desde entonces nunca he dejado de oír, seguía hablando dentro de mi cabeza:
—Es bueno, es dulce, es untuoso. ¡Quiero más!
Volví a morder el bastoncito con un rugido.
—El placer es una maravilla que me enseña a ser yo mismo. Yo sede del placer. El placer soy yo: cada vez que exista placer, existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!
El bastoncito desaparecía dentro de mí. La voz gritaba cada vez más alto dentro de mi cabeza:
—¡Viva yo! ¡Soy tan formidable como la voluptuosidad que experimento y yo mismo he creado! Sin mí, este chocolate es un pedazo de nada. Pero uno lo introduce en la boca y se transforma en el placer. Me necesita.
Aquellos pensamientos se traducían en sonoros eructos cada vez más entusiastas. Abría los ojos de par en par, pataleaba de alegría. Sentía que las cosas dejaban su huella en una parte blanda de mi cerebro que guardaba constancia de todo.
Pedazo a pedazo, el chocolate se había introducido dentro de mí. Descubrí entonces que, en el extremo de aquella difunta golosina, había una mano, y que al final de aquella mano había un cuerpo culminado por un rostro bondadoso. Y yo, la voz, dije:
—No sé quién eres, pero, dado que me has proporcionado comida, eres una buena persona.
Las dos manos levantaron mi cuerpo para sacarme de la cama-jaula y me encontré en unos brazos desconocidos.
Estupefactos, mis padres vieron llegar a la abuela sonriente llevando en brazos a una criatura tranquila y contenta:
—Os presento a una gran amiga —dijo triunfante.
Dócilmente, dejé que me fueran transportando de unos brazos a otros. Mi padre y mi madre no daban crédito a aquella metamorfosis: se sentían felices y molestos a la vez. Interrogaron a la abuela.
Ella se guardó muy mucho de revelar la naturaleza del arma secreta a la que había recurrido. Prefería dejar que el misterio planeara. Le atribuyeron dotes demoníacas. Nadie había previsto que la bestia recordara su exorcismo.
Las abejas saben que sólo la miel proporciona a las larvas el gusto por la vida. No traerían al mundo tan ardientes libadoras alimentándolas con puré con tropezones de carne. Mi madre tenía sus propias ideas respecto al azúcar, al que culpaba de todos los males de la humanidad. Sin embargo, era a aquel «veneno blanco» (así lo denominaba) al que le debía el tener un hijo con un humor aceptable.
Me comprendo. A los dos años, acababa de salir de mi entorpecimiento para descubrir que la vida era un valle de lágrimas en el que se comían zanahorias hervidas con jamón. Debería de haberme sentido estafada. ¿Para qué matarse a nacer si no es para experimentar el placer? Los adultos tienen acceso a todo tipo de voluptuosidades, pero para abrir las puertas al deleite de los niños sólo existen las golosinas.
Mi abuela me había llenado la boca de azúcar: de repente, el animal furioso había comprendido que existía una justificación a tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para gozar y que, por tanto, no había que tomarla ni con el universo ni con uno mismo por el hecho de estar aquí. El placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó Yo, y es un nombre que todavía conservo.
Desde hace mucho tiempo, existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.
El deleite, en cambio, nos hace humildes y admirativos con lo que lo produce, el placer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Se trata de una magia tan potente que, a falta de voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad resulta suficiente. Mientras existe esta noción, el ser está a salvo. Pero la frigidez triunfante está condenada a celebrar su propia insustancialidad.
Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.
 
Al otorgarme una identidad, el chocolate blanco también me había proporcionado una memoria: desde febrero de 1970 lo recuerdo todo. ¿Para qué recordar nada que no esté relacionado con el placer? El recuerdo es uno de los más indispensables aliados de la voluptuosidad.
Una afirmación tan contundente —«lo recuerdo todo»— no tiene ninguna posibilidad de ser creída por nadie. No importa. Tratándose de un enunciado de tan difícil comprobación, no tengo ningún interés en que nadie me crea.
Es cierto que no recuerdo la preocupación de mis padres, las conversaciones con sus amigos, etc. Pero no he olvidado nada de lo que realmente valía la pena: el verde del lago en el que aprendí a nadar, el olor del jardín, el sabor del aguardiente de ciruelas probado a escondidas y otros descubrimientos intelectuales.
Previo al chocolate blanco, no recuerdo nada: tengo que fiarme del testimonio de mis allegados, reinterpretado por mí. Luego mis informaciones son de primera mano: la misma mano que escribe.
Me convertí en el tipo de criatura con la que sueñan los padres: a la vez tranquila y despierta, silenciosa y presente, divertida y reflexiva, entusiasta y metafísica, obediente y autónoma.
Sin embargo, mi abuela y sus golosinas sólo permanecieron un mes en Japón, pero fue suficiente. La noción de placer me había convertido en un ser operativo. Mi padre y mi madre se sentían aliviados: después de haber tenido un vegetal durante dos años y luego una bestia rabiosa durante seis meses, por fin tenían algo más o menos normal. Empezaron a llamarme con un nombre.
Fue necesario, para recurrir a la expresión exacta, «recuperar el tiempo perdido» (yo no pensaba haberlo perdido): a los dos años y medio, un humano tiene la obligación de andar y hablar. Conforme a la tradición, empecé por andar. No era nada del otro mundo: ponerse de pie, dejarse caer hacia adelante, sostenerse con un pie, y luego repetir el paso de baile con el otro pie.
Andar resultaba de una innegable utilidad. Te permitía avanzar viendo el paisaje mejor que gateando. Y quien dice andar dice correr: correr constituía un invento fabuloso que permitía toda clase de evasiones. Uno podía arramblar con un objeto prohibido y huir llevándoselo sin ser visto por nadie. Correr aseguraba la impunidad de los actos más reprensibles. Era el verbo de los bandoleros y de los héroes en general.
Hablar planteaba un problema de protocolo: ¿por qué palabra empezar? Yo habría elegido gustosa un vocablo tan necesario como «marrón glacé» o «pipí», o bien uno tan hermoso como «neumático» o «esparadrapo», pero notaba que aquello habría herido susceptibilidades. Los padres son una especie susceptible: es necesario ofrecerles los grandes clásicos que les proporcionan el sentimiento de su importancia. No quería llamar la atención. Así pues, adopté una expresión beatífica y solemne y, por primera vez, vocalicé los sonidos que tenía en la cabeza:
—¡Mamá!
Extasis de mi madre.
Y como tampoco se trataba de humillar a nadie, me apresuré a añadir:
—¡Papá!
Enternecimiento de mi padre. Mis padres se abalanzaron sobre mí y me cubrieron de besos. Me pareció que se conformaban con poco. ¿Se habrían mostrado menos encantados y admirativos si hubiera empezado a hablar diciendo: «¿Para quién son esas serpientes que silban sobre vuestras cabezas?» o: «E = mc2»? Incluso era como para pensar que tenían dudas respecto a su propia identidad: ¿acaso no estaban seguros de llamarse respectivamente Papá y Mamá? Parecían muy necesitados de que se lo confirmase.
Me felicité por mi elección: ¿para qué complicarse la vida si ninguna otra primera palabra podría haber colmado tanto a mis progenitores? Una vez cumplido con mi deber de educación, podía dedicarme al arte y a la filosofía: la cuestión de la tercera palabra también resultaba excitante, ya que únicamente debía tener en cuenta criterios cualitativos. Aquella libertad resultaba tan embriagadora que me confundía: tardé una eternidad en pronunciar mi tercera palabra. Mis padres no hicieron sino sentirse más halagados todavía. «Sólo necesitaba llamarnos por nuestro nombre. Esa era su única urgencia.»
No sabían que, dentro de mi cabeza, yo hablaba desde hacía mucho tiempo. Pero es cierto que decir las cosas en voz alta es diferente: confiere a la palabra pronunciada un valor excepcional. Uno siente que la palabra se conmueve, que lo vive como un signo de reconocimiento, como el pago de una deuda o una celebración: vocalizar el vocablo «banana» representa homenajear a las bananas a través de los siglos.
Razón de más para pensárselo dos veces. Me sumergí en una fase de exploración intelectual que duró semanas. En las fotos de esa época aparezco con un rostro tan serio que resulta incluso cómico. Y es que mi discurso interior era existencial: «¿Zapato? No, no es lo más importante; uno puede andar sin ellos. ¿Papel? Sí, pero resulta tan necesario como lápiz. No hay modo de elegir entre papel y lápiz. ¿Chocolate? No, es mi secreto. ¿Otaria? Otaria resulta sublime, emite gritos admirables, pero ¿acaso es mucho mejor que peonza? Peonza es demasiado bonito. Aunque otaria es más viva. ¿Qué es mejor, una peonza que da vueltas o una otaria que vive? Ante la duda, me abstengo. ¿Armónica? Suena bien, ¿pero es realmente indispensable? ¿Gafas? No, es divertido, pero no sirve para nada. ¿Xilofón?…»
Un día mi madre entró en el salón con un animal de cuello largo cuya larga y delgada cola terminaba con una toma de corriente. Apretó un botón y el animal emitió un lamento regular y continuo. La cabeza empezó a moverse sobre el suelo con un movimiento de vaivén que arrastraba el brazo de Mamá detrás de él. A veces, el cuerpo se desplazaba sobre unas patas en forma de ruedas.
No era la primera vez que veía una aspiradora, pero todavía no había reflexionado sobre su condición. Me acerqué a ella a gatas, para estar a su altura; sabía que uno siempre tiene que ponerse al mismo nivel que lo que examina. Seguí su cabeza y puse la mejilla sobre la moqueta para observar qué ocurría. Era un milagro: el aparato engullía las realidades materiales que encontraba a su paso y las transformaba en inexistencia.
Sustituía el algo por la nada: aquella sustitución sólo podía ser una obra divina.
Recordaba vagamente haber sido Dios no hacía tanto tiempo. A veces, oía en mi cabeza una voz profunda que me hundía en insondables tinieblas y me decía: «¡Recuerda! ¡Yo soy quien vive en ti! ¡Recuerda!» No tenía una opinión clara al respecto, pero mi divinidad me parecía de las más aceptables y agradables.
De repente, me encontré con un hermano: la aspiradora. ¿Acaso podía existir algo más divino que aquella aniquilación pura y simple? Por más que considerase que un Dios nada tiene que demostrar, me habría gustado ser capaz de protagonizar un prodigio semejante, una tarea tan metafísica.«Anch’io sono pittore!», exclamó il Corriggio al contemplar los cuadros de Rafael por primera vez. Con idéntico entusiasmo, yo estaba a punto de gritar: «¡Yo también soy una aspiradora!»
En el último segundo recordé que tenía que emplear bien mis recursos: se suponía que poseía dos palabras en mi activo, no se trataba de perder credibilidad soltando frases enteras. Pero tenía mi tercera palabra.
Sin más demora, abrí la boca y acompasé las cinco sílabas: «¡Aspiradora!»
Tras un primer momento de desconcierto, mi madre soltó el cuello del tubo y corrió a telefonear a mi padre:
—¡Ha pronunciado su tercera palabra!
—¿Cuál?
—¡Aspiradora!
—Perfecto. La convertiremos en una perfecta ama de casa.
Debió de sentirse decepcionado.
Mi tercera palabra me había costado mucho; a partir de ahí, podía permitirme no ser tan existencial con la cuarta. Considerando que mi hermana, dos años mayor que yo, era una buena persona, elegí su nombre:
—Juliette! —exclamé mirándola a los ojos.
El lenguaje tiene poderes inmensos: inmediatamente después de pronunciar aquel nombre en voz alta, fuimos presa de una recíproca, repentina y loca pasión. Mi hermana me cogió en brazos y me dio un beso. Como el filtro mágico de Tristán e Isolda, la palabra nos había unido para siempre.
Ni se me pasaba por la cabeza elegir como quinto vocablo el nombre de mi hermano, cuatro años mayor que yo: aquel maldito sujeto se había pasado toda la tarde sentado sobre mi cabeza leyendo un Tintín. Le encantaba perseguirme. Para castigarlo, no lo llamaría por su nombre. De este modo, existiría, sí, pero menos.
Por aquel entonces vivía con nosotros Nishio-san, mi aya japonesa. Era la bondad personificada y me mimaba a todas horas. No hablaba más lengua que la suya. Yo comprendía todo lo que decía. Mi quinta palabra fue, pues, japonesa, ya que la nombré a ella.
Ya había bautizado a cuatro personas; y en cada ocasión les hice tan felices que ya no dudé nunca más de la importancia de la palabra: demostraba a los individuos que estaban allí. Llegué a la conclusión de que no estaban seguros de que eso fuera así. Me necesitaban para saberlo. ¿Significaba eso que hablar equivalía a conceder la vida? Quizás no. A mi alrededor, la gente hablaba de la mañana a la noche sin que eso tuviera consecuencias tan milagrosas. Para mis padres, por ejemplo, hablar equivalía a formular cosas como éstas:
—He invitado a los Tal a cenar el día veintiséis.
—¿Quiénes son los Tal?
—Venga, Danièle, sólo conocemos a los Tal. Ya hemos cenado más de veinte veces con ellos.
—No lo recuerdo. ¿Quiénes son los Tal?
—Ya lo verás.
No me parecía que los Tal existieran en mayor medida después de semejante diálogo. Al contrario.
Para mi hermano y mi hermana, hablar equivalía a:
—¿Dónde está mi caja de Lego?
—No tengo ni idea.
—¡Mentirosa! ¡La tienes tú!
—No es verdad.
—¿Vas a decirme dónde la has metido?
Y luego se peleaban. Hablar era el preludio del combate.
Cuando la dulce Nishio-san me hablaba era casi siempre para contarme, entre esas risas niponas reservadas al horror, cómo, siendo ella una niña, su hermana había sido atropellada por el tren Kobé-Nishinomiya. Cada vez que desgranaba aquel relato, impepinablemente las palabras de mi aya acababan con la vida de la pequeña. Hablar, pues, también podía servir para asesinar.
El examen del edificante lenguaje ajeno me llevó a la siguiente conclusión: hablar era un acto tan creativo como destructivo. Era mejor andarse con mucho cuidado con aquel invento.
Por otra parte, también había observado que existía una utilización inofensiva de la palabra. «Bonito día, ¿verdad?» o «¡Querida, estás en plena forma!» eran frases que no producían ningún efecto metafísico. Uno podía incluso no pronunciarlas. Sin duda, si uno las pronunciaba era para avisar a los demás de que no iba a matarlos. Era como la pistola de agua de mi hermano: cuando me disparaba anunciándome: «¡Pam! ¡Estás muerta!», yo no estaba muerta, sólo empapada. Se recurría a este tipo de frases para demostrar que el arma de uno estaba cargada con munición falsa. Por si fuera necesario confirmar lo dicho anteriormente, la sexta palabra fue «muerte».
 
En la casa reinaba un silencio anormal. Quise averiguar qué ocurría y bajé por la larga escalera. En el salón, mi padre lloraba: espectáculo inimaginable, que nunca más he vuelto a ver. Mi madre lo abrazaba como si de un gigantesco bebé se tratara.
Con gran delicadeza, me dijo:
—Tu padre ha perdido a su madre. Tu abuela ha muerto.
Adopté una expresión terrible.
—Por supuesto —prosiguió—, tú no sabes lo que significa la muerte. Sólo tienes dos años y medio.
—¡Muerte! —afirmé con el tono de una aserción sin réplica, antes de dar media vuelta.
¡Muerte! ¡Como si yo no supiera lo que eso significa! ¡Como si mis dos años y medio me alejaran de ella, cuando, en realidad, no hacían sino acercarme! ¡Muerte! ¿Quién mejor que yo para saber qué significaba? ¡Pero si apenas acababa de abandonar el sentido de aquella palabra! Lo conocía mucho mejor que los otros niños, yo, que la había prolongado más allá de los límites humanos. ¿Acaso no había vivido dos años en coma, si es que se puede vivir en coma? ¿Qué creían que hacía, pues, tanto tiempo dentro de mi cama-jaula, sino morir mi vida, morir el tiempo, morir el miedo, morir la nada, morir el letargo?
La muerte, había analizado aquella cuestión con detalle: la muerte era el techo. Cuando uno conoce el techo mejor que a sí mismo, a eso se le llama muerte. El techo es lo que impide que los ojos y el pensamiento se eleven. Y quien dice techo dice sepultura: el techo es la losa del cerebro. Cuando llega la muerte, una losa gigante cae sobre vuestra cazuela cranial. Me había ocurrido algo poco común: había vivido aquello en sentido inverso, a una edad en la que mi memoria quizás no podía recordarlo pero sí conservar una vaga impresión de lo vivido.
Cuando el metro sale a la luz del día, cuando las cortinas negras se abren, cuando termina la asfixia, cuando los únicos ojos necesarios vuelven a mirarnos, es la losa de la muerte la que se levanta, es nuestra sepultura cranial la que se convierte en un cerebro a cielo abierto.
Aquellos que, de un modo u otro, han conocido la muerte desde demasiado cerca y han regresado tienen dentro de sí su propia Eurídice: saben que en su interior existe algo que se acuerda perfectamente de la muerte y que más vale no mirarla de frente. Y es que la muerte, como una madriguera, como una habitación con las persianas bajadas, como la soledad, es a la vez terrible y tentadora: uno siente que podría sentirse bien con ella. Bastaría abandonarse para reunirse con esa hibernación interior. Eurídice es tan seductora que tendemos a olvidar por qué hay que resistirse a su influjo.
Y hay que hacerlo por la simple razón de que, en general, el trayecto es únicamente de ida. De no ser así, no sería necesario.
Me siento en la escalera pensando en la abuela del chocolate blanco. Ella contribuyó a liberarme de la muerte, y poco tiempo después le llegó su hora. Era como si se hubiera producido un intercambio. Había pagado con su vida a cambio de la mía. ¿Acaso fue consciente de ello?
Por lo menos mi recuerdo le conserva la existencia. Mi abuela había estrenado mi memoria. En justa compensación: sigue estando viva, precedida por su barrita de chocolate, como si de un cetro se tratara. Es mi manera de devolverle lo que ella me dio.
No lloré. Subí a mi habitación para jugar al más hermoso de los juegos: la peonza. Tenía una peonza de plástico que valía por todas las maravillas del universo. La hacía rodar y la observaba fijamente durante horas. Aquella rotación perpetua me hacía ponerme seria.
La muerte, ya sabía lo que era. Pero eso no significaba que la comprendiera. Me quedaban montones de preguntas por responder. El problema era que oficialmente sólo disponía de seis palabras, de las cuales ningún verbo, ninguna conjunción, ningún adverbio: así resultaba difícil formular preguntas. En realidad, es cierto que en mi cabeza disponía del vocabulario necesario, pero ¿cómo pasar de repente de seis a mil palabras sin desvelar mi impostura?
Afortunadamente, existía una solución: Nishio-san. Sólo hablaba japonés, lo cual limitaba sus conversaciones con mi madre. Podía hablar con ella a escondidas, camuflada detrás de su lengua.
—Nishio-san, ¿por qué nos morimos?
—¿Hablas?
—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto.
—Tus padres se alegrarían mucho si supieran que ya hablas.
—Quiero darles una sorpresa. ¿Por qué nos morimos?
—Porque Dios así lo quiere.
—¿De verdad lo crees?
—No lo sé. He visto morir a tanta gente: mi hermana, atropellada por el tren, mis padres, muertos a causa de los bombardeos durante la guerra. No sé si Dios quiso todo eso.
—Entonces, ¿por qué morimos?
—¿Te refieres a tu abuela? Es normal que uno muera cuando es viejo.
—¿Por qué?
—Cuando uno ha vivido mucho, está cansado. Morir, para un viejo, es como quedarse dormido. Está bien.
—¿Y morirse cuando uno no es viejo?
—Eso no sé por qué es posible. ¿Entiendes todo lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—¿Así que hablas japonés antes de hablar francés?
—No. Es lo mismo.
Para mí no existían idiomas, sino una única e inmensa lengua de la cual uno podía elegir las variantes japonesa o francesa, según. Nunca había oído una lengua que no entendiese.
—Si es lo mismo, ¿cómo te explicas que yo no hable francés?
—No lo sé. Cuéntame los bombardeos.
—¿Estás segura de que quieres oírlo?
—Sí.
Empezó un relato de pesadilla. En 1945, ella tenía cinco años. Una mañana, empezaron a llover bombas. En Kobe no era la primera vez que, aunque lejos, se oían. Pero aquella mañana Nishio-san sintió que esta vez iban a por ellos y no se equivocó. Se había quedado tumbada sobre el tatami, esperando que la muerte la sorprendiera dormida. De repente, justo a su lado, se produjo una explosión tan extraordinaria que, en un primer momento, la pequeña pensó que la habían despedazado. A continuación, sorprendida de haber sobrevivido, quiso cerciorarse de que sus miembros seguían unidos a su cuerpo, pero algo se lo impedía: había tardado un rato en comprender que estaba enterrada.
Así que entonces empezó a cavar con sus propias manos, esperando estar dirigiéndose hacia arriba, pero sin estar muy segura de que así fuera. En un momento dado, revolviendo la tierra, había tocado un brazo: ignoraba a quién pertenecía, ignoraba incluso si aquel brazo seguía unido a un cuerpo: la única certeza era que aquel brazo estaba muerto, separado de su propietario.
Se había equivocado de rumbo. Dejó de cavar para escuchar: «Tengo que dirigirme hacia el ruido: allí es donde está la vida.» Había oído gritos y había intentado cavar en aquella dirección. Reanudó su trabajo de topo.
—¿Y cómo respirabas? —pregunté.
—No lo sé. Existe un modo. Al fin y al cabo, hay animales que viven bajo tierra y que respiran. El aire llegaba con dificultad, pero llegaba. ¿Quieres saber qué ocurrió después?
Lo estaba reclamando con entusiasmo.
Finalmente, Nishio-san llegó a la superficie. «Allí es donde está la vida», le había dicho su instinto. Se equivocaba: allí estaba la muerte. Entre las casas destrozadas había pedazos de seres humanos. La pequeña tuvo tiempo para reconocer la cabeza de su padre antes de que una enésima bomba explotase y la hundiese muy profundamente bajo los escombros.
Protegida por su mortaja de tierra, se preguntó primero si no quedarse allí: «Aquí es donde estoy más segura y hay menos horrores que ver.» Poco a poco, empezó a ahogarse. Había cavado hacia el ruido, aterrorizada ante la idea de lo que iba a descubrir esta vez. Hacía mal en preocuparse: no pudo ver nada ya que, apenas había emergido a la superficie, volvía a encontrarse cuatro metros más abajo.
—No sé cuántas horas duró aquello. Yo cavaba y cavaba y cada vez que conseguía salir a la superficie volvía a quedar enterrada por una nueva explosión. Ya no sabía por qué, aun siendo así, volvía y volvía a subir, porque era más fuerte que yo. Ya sabía que mi padre había muerto y que me había quedado sin hogar: pero todavía ignoraba qué suerte habían corrido mi madre y mis hermanos. Cuando la lluvia de bombas cesó, no podía dar crédito al hecho de seguir con vida. Al retirar los escombros fueron encontrando, poco a poco, los cadáveres, enteros o no, de aquellos que me faltaban, entre ellos los de mi madre y mis hermanos. Envidiaba a mi hermana que, atropellada por el tren dos años antes, se había librado de aquel espectáculo.
La verdad es que Nishio-san tenía hermosas historias que contar: los cuerpos siempre terminaban destrozados.
Como acaparaba a mi aya cada vez más, mis padres decidieron contratar a una segunda japonesa para ayudarles. Pusieron un anuncio en el pueblo de Shukugawa.
No tuvieron problemas de elección: sólo se presentó una señora.
Kashima-san se convirtió, pues, en la segunda aya. Era totalmente opuesta a la primera. Nishio-san era joven, dulce y amable; no era guapa y procedía de un medio pobre y popular. Kashima-san tenía unos cincuenta años y una belleza tan aristocrática como sus orígenes: su espléndido rostro nos miraba con desprecio. Pertenecía a la antigua nobleza nipona abolida por los americanos en 1945. Durante cerca de treinta años había sido una princesa, y de la noche a la mañana se había encontrado sin título y sin dinero.
Desde entonces, vivía de trabajos domésticos como el que le habíamos ofrecido. Culpaba a todos los blancos de su decadencia y nos odiaba en bloque. Sus rasgos, de una finura perfecta, y su altiva delgadez inspiraban respeto. Mis padres se dirigían a ella con la consideración debida a una gran señora; ella no les hablaba y trabajaba lo menos posible. Cuando mi madre le pedía que la ayudase en una u otra faena, Kashima-san suspiraba y le dirigía una mirada que significaba: «¿Por quién me ha tomado?»
La segunda aya trataba a la primera como a un perro, no sólo a causa de su origen modesto, sino también porque la consideraba una traidora que contemporizaba con el enemigo. Dejaba que Nishio-san hiciera todo el trabajo, aprovechando que ésta tenía un desafortunado instinto de obediencia hacia su soberana. La reprendía a la menor ocasión:
—¿Has visto cómo les hablas?
—Ellos también me hablan.
—No tienes ningún sentido del honor. ¿No te basta con que nos humillaran en 1945?
—No fueron ellos.
—Eran los mismos. Esta gente eran los aliados de los americanos.
—Durante la guerra eran niños, como yo.
—¿Y qué? Sus padres eran nuestros enemigos. Los gatos no se entienden con los perros. Y los desprecio.
—No deberías decir eso delante de la niña —dijo Nishio-san señalándome con la barbilla.
—¿Este bebé?
—Entiende lo que dices.
—Mejor.
—Yo la quiero, a esta pequeña.
Decía la verdad: me quería tanto como a sus dos hijas, dos gemelas de diez años a las que nunca llamaba por su nombre ya que le resultaba imposible diferenciarlas. Siempre las llamaba futago y durante mucho tiempo creí que aquella palabra dual era el nombre de un único hijo, al ser las marcas del plural muy ambiguas en la lengua nipona. Un día, las niñas vinieron a casa y Nishio-san las llamó desde lejos: «¡Futago!» Acudieron como siamesas, revelándome con este hecho el sentido de aquella palabra. En Japón ser gemelo debe de ser más problemático que en otros lugares.
Rápidamente me di cuenta de que mi edad me confería un estatus especial. En el país del Sol Naciente, desde el nacimiento hasta el parvulario inclusive, uno es un dios. Nishio-san me trataba como a una divinidad. Mi hermano, mi hermana y las futago habían abandonado la edad sagrada: les hablaban de un modo ordinario. Yo era un okosama: una honorable excelencia infantil, un señor niño.
Cuando por la mañana entraba en la cocina, Nishio-san se prosternaba para ponerse a mi altura. Me lo consentía todo. Si yo expresaba el deseo de comer de su plato, algo que ocurría con frecuencia ya que prefería lo que comía ella a lo que me daban a mí, ella dejaba de tocar su pitanza: esperaba a que yo hubiese terminado antes de reanudar su alimentación, suponiendo que yo hubiera tenido la grandeza de espíritu de dejarle algo.
Un mediodía, mi madre se percató de mis maniobras y me riñó severamente. Luego le ordenó a Nishio-san que no aceptara más mi tiranía. En vano: en cuanto Mamá le dio la espalda, mis picoteos en su plato se reanudaron. Y tenía motivos para ello: el okonomiyaki (tortita de col, con gambas y al jengibre) y el arroz al tsukemono (rábano silvestre marinado en salmuera amarillo azafrán) eran mucho más apetitosos que los tacos de carne con zanahorias hervidas.
Había dos comidas: la del comedor y la de la cocina. Comiscaba en la primera y me reservaba para la segunda. Rápidamente, elegí mi bando: entre unos padres que me trataban igual que a los demás y un aya que me divinizaba, no había duda.
Sería japonesa.
 
Fui japonesa.
A los dos años y medio, en la provincia de Kansai, ser japonesa consistía en vivir en el corazón de la belleza y de la veneración. Ser japonesa consistía en empacharse de las flores exageradamente olorosas del jardín humedecido por la lluvia, sentarse junto al estanque de piedra y contemplar, a lo lejos, las montañas inmensas como el interior de mi propio pecho, hacer que perdurase en el corazón de una el canto místico del vendedor de patatas dulces que, al caer la noche, recorría el barrio.
A los dos años y medio, ser japonesa significaba ser la elegida de Nishio-san. Si yo se lo pedía, y en cualquier momento, ella abandonaba lo que estuviera haciendo para cogerme en brazos, mimarme, cantarme canciones que hablaban de gatitos o de cerezos en flor.
Siempre estaba dispuesta para contarme sus historias de cuerpos mutilados, que me fascinaban, o la leyenda de esta o de aquella bruja que cocía a la gente en un caldero para convertirlos en sopa: aquellos adorables cuentos me maravillaban hasta el embobamiento.
Se sentaba y me mecía como a una muñeca. Yo adoptaba una expresión de sufrimiento sólo justificada por mi deseo de ser consolada: durante horas, Nishio-san me consolaba de mis inexistentes penas, siguiéndome la corriente, se apiadaba de mí con consumado arte.
Y con un dedo delicado seguía el trazo de mis rasgos y alababa su belleza, que calificaba de extrema: ensalzaba las virtudes de mi boca, de mi frente, de mis mejillas, de mis ojos, y llegaba a la conclusión de que nunca había visto a una diosa de rostro tan admirable. Era una buena persona.
Y yo nunca me cansaba de estar en sus brazos, me habría quedado allí para siempre, embobada ante su idolatría. Y ella se pasmaba de idolatrarme de aquel modo, demostrando así lo afinado y excelso de mi divinidad.
A los dos años y medio, tendría que haber sido idiota para no ser japonesa.
No era casual que hubiera manifestado antes mi conocimiento de la lengua nipona que de la lengua materna: el culto a mi persona tenía sus exigencias lingüísticas. Necesitaba un idioma para comunicarme con mis fieles. No eran muy numerosos, pero me bastaban por la intensidad de su fe y la importancia del lugar que ocupaban en mi universo: eran Nishio-san, las futago y los transeúntes.
Cuando paseaba por la calle cogida de la mano de la principal sacerdotisa de mi adoración, esperaba con serenidad las aclamaciones de los curiosos: sabía que nunca dejarían de exclamarse ante mis encantos.
Pero donde más disfrutaba de aquella religión era entre las cuatro paredes del jardín: aquél era mi templo. Una porción de terreno plantada con flores y árboles y rodeada por una cerca: no se ha inventado nada mejor para reconciliarse con el universo.
El jardín de la casa era nipón, lo cual lo convertía en un jardín pleonástico. No era zen, pero su estanque de piedra, su sobriedad y la elección de su pelambre decían mucho sobre el país que, más religiosamente que los demás, ha definido el jardín.
El área geográfica de culto a mi persona alcanzaba su mayor grado de densidad en el jardín. Los muros elevados y culminados de tejas japonesas que los enclaustraban me protegían de las miradas de los laicos y confirmaban que nos hallábamos en un santuario.
Cuando Dios necesita un lugar para simbolizar la felicidad terrenal no opta ni por una isla desierta, ni por una playa de arena fina, ni por un campo de trigo maduro, ni por el pasto que verdece: elige el jardín.
Yo compartía su opinión: no existe mejor territorio para reinar. Dueño y señor del jardín, tenía por subditos a plantas que, si se lo ordenaba, se abrían a ojos vistas. Era la primera primavera de mi existencia y yo no imaginaba que aquella adolescencia vegetal conocería un apogeo seguido de un posterior declive.
Una noche, le había dicho a un tallo culminado por un capullo: «Florece.» A la mañana siguiente se había convertido en una blanca peonía en plena deflagración. No había duda, tenía poderes. Se lo comenté a Nishio-san, que no me desmintió.
Desde el nacimiento de mi memoria, en febrero, el mundo no había dejado de manifestarse a mi alrededor. La naturaleza se asociaba a mi advenimiento. Cada día, el jardín era más frondoso que la víspera. Una flor sólo se marchitaba para renacer más hermosa y un poco más lejos.
¡Cómo debería de agradecérmelo la gente! ¡Hasta qué punto su vida debía de ser triste antes de mí! Porque yo era la responsable de haberles traído todas aquellas innumerables maravillas. ¿Qué más comprensible que su adoración?
Sin embargo, seguía existiendo un problema lógico en aquella apologética: Kashima-san.
Ella no creía en mí. Era la única japonesa que no aceptaba la nueva religión. Me odiaba. Sólo los gramáticos son lo bastante ingenuos para creer que la excepción confirma la regla: yo no lo era y el caso de Kashima-san me perturbaba.
Así pues, cuando yo acudía a la cocina para comer por segunda vez, ella no me permitía coger nada de su plato. Estupefacta por su impertinencia, volví a acercar mi mano a sus alimentos: aquello me costó una bofetada.
Pasmada, fui a lamentarme entre lágrimas junto a Nishio-san, esperando que castigaría a la impía; pero no ocurrió nada parecido.
—¿Te parece normal? —le dije con indignación.
—Es Kashima-san. Ella es así.
Me pregunté si aquella respuesta resultaba admisible. ¿Acaso tenían derecho a golpearme por la única razón de ser así? Me parecía un poco fuerte. Eso le costaría a la irreductible quedar al margen de mi influencia.
Ordené que su jardín no floreciese. Aquello no pareció inmutarla. Concluí que era indiferente a los encantos de la botánica. De hecho, no tenía jardín.
Opté entonces por una actitud más caritativa y decidí seducirla. Con una sonrisa magnánima, me planté ante ella y le tendí la mano, como Dios a Adán en la cúpula de la Capilla Sixtina: ella se dio la vuelta.
Kashima-san me rechazaba. Negaba mi existencia. Al igual que existe el Anticristo, ella era el Antiyó.
Experimenté hacia ella una inmensa piedad. ¡Qué siniestro debía de resultar no adorarme! Saltaba a la vista: Nishio-san y mis otros fieles resplandecían de felicidad, ya que quererme resultaba beneficioso para ellos.
Kashima-san no se dejaba arrastrar por aquella dulce necesidad: podía leerse en los hermosos rasgos de su rostro, en su expresión toda dureza y rechazo. Yo daba vueltas a su alrededor sin dejar de observarla, buscando la razón de su nula inclinación hacia mí. Nunca imaginé que la causa pudiera estar dentro de mí, tan fuerte era mi convicción de ser, de pies a cabeza, la indiscutible gema del planeta. Si la aristocrática aya no me quería, significaba que tenía un problema.
Lo encontré: a base de escrutar a Kashima-san, observé que sufría la enfermedad de reprimirse. Cada vez que surgía una ocasión de alegrarse, de reírse, de extasiarse o de divertirse, la boca de la noble dama se crispaba, sus labios se volvían rígidos: se reprimía.
Era como si los placeres fueran indignos de una persona de su condición. Como si para ella la felicidad constituyera una abdicación.
Me entregué a algunos experimentos científicos. Le llevé a Kashima-san la camelia más hermosa del jardín subrayando que la había cogido para ella: boca fruncida, agradecimiento seco. Le pedí a Nishio-san que le preparase un sublime chawan mushi, que fue consumido con remilgos y comentado con silencio. Al percibir un arco iris, corrí a llamar a Kashima-san para que lo admirase: se encogió de hombros.
En mi generosidad, decidí entonces dejarla contemplar el espectáculo más hermoso que pueda concebirse. Me puse el vestido que Nishio-san me había regalado: un pequeño kimono de seda rosa, decorado con nenúfares, con su largo orbi rojo, las geta laqueadas y la sombrilla de papel púrpura decorada con una migración de grullas blancas. Me embadurné la boca con el carmín de mi madre y fui a contemplarme en el espejo: no había lugar a dudas, estaba espléndida. Nadie se resistiría a semejante aparición.
En primer lugar, fui a dejarme admirar por mis feligreses más leales, que profirieron los chillidos que yo ya esperaba. Dando vueltas como la más cortejada de las mariposas, ofrecí luego mi soberbia al jardín, en forma de danza frenética y brincadora. Aproveché la ocasión para adornar mi vestimenta con una peonía gigante con la que me cubrí la cabeza como si de un sombrero bermellón se tratase.
Engalanada de esta guisa, fui a mostrarme a Kashima-san. No tuvo ninguna reacción.
Aquello confirmó mi diagnóstico: se reprimía. De no ser así, ¿cómo había podido quedarse impertérrita ante mi vista? Y al igual que hizo Dios con el pecador, concebí para ella una absoluta conmiseración. ¡Pobre Kashima-san!
Si hubiera sabido que la oración existía, habría rezado por ella. Pero no veía modo alguno de integrar aquella aya aporética en mi visión del mundo y eso me contrariaba.
Me hacía descubrir las limitaciones de mi poder.
 
Entre los amigos de mi padre, había un hombre de negocios vietnamita que se había casado con una francesa. A consecuencia de los problemas políticos fácilmente imaginables en el Vietnam de 1970, aquel hombre había tenido que regresar con toda urgencia a su país, llevándose a su esposa pero sin atreverse a cargar con su hijo de seis años, que les fue confiado a mis padres por un tiempo indeterminado.
Hugo era un niño imperturbable y reservado. Me causó buena impresión hasta el momento en que se pasó al enemigo: mi hermano. Los dos muchachuelos se convirtieron en inseparables. Para castigarlo, decidí no pronunciar jamás el nombre de Hugo.
Continuaba diciendo muy pocas palabras en francés, con el objeto de administrar mis reservas. Aquella situación empezaba a resultar insostenible. Sentía la necesidad de proclamar cosas tan cruciales como «Hugo y André son unas cacas verdes». Lamentablemente, se suponía que yo era incapaz de pronunciar tan complicadas aserciones. Tascaba el freno pensando que a los chicos ya les llegaría su hora.
A veces me preguntaba por qué no les demostraba a mis padres la extensión de mi palabra: ¿por qué privarme de un poder semejante? Fiel, sin saberlo, a la etimología de la palabra «niño», intuía de un modo confuso que, al hablar, perdería algunas de las deferencias concedidas a los magos y a los retrasados mentales.
En el sur del Japón, el mes de abril es de una voluptuosa suavidad. Mis padres nos llevaron a la playa. Conocía muy bien el océano, gracias a la playa de Osaka, que, por aquel entonces, rebosaba de inmundicias: era igual que nadar en las cloacas. Así pues, nos trasladamos al otro extremo del país, a Tottori, donde descubrí el mar del Japón, cuya belleza me subyugó. Los nipones califican ese mar de macho, en oposición al océano, al que consideran hembra: esa distinción me dejó perpleja. Todavía hoy sigo sin comprenderla.
La playa de Tottori era grande como el desierto. Atravesé aquel Sahara y llegué hasta la orilla. El agua tenía tanto miedo como yo: a la manera de los niños tímidos, avanzaba y retrocedía sin cesar. Yo la imité.
Todos mis familiares se lanzaron al agua. Mi madre me llamó. No me atreví a seguirla, a pesar del flotador que llevaba a modo de cinturón. Miraba el mar con terror y deseo. Mamá vino a cogerme la mano y me llevó a rastras. De repente, escapé a la pesadez terrestre: el fluido se amparó de mí y me encaramó a su superficie. Emití un grito de placer y éxtasis. Majestuosa como Saturno, con mi flotador por anillo, permanecí en el agua durante horas. Tuvieron que sacarme a la fuerza.
—¡Mar!
Aquélla fue la séptima palabra.
Pronto aprendí a prescindir del flotador. Bastaba mover las piernas y los brazos y se obtenía algo parecido al modo de nadar de un cachorro de perro. Como resultaba cansado, me las apañaba para permanecer allí donde hacía pie.
Un día se produjo el prodigio: entré en el mar, me puse a caminar en línea recta hacia adelante, en dirección a Corea, y constaté que el fondo dejaba de hundirse bajo mis pies. Se había levantado para mí. Cristo caminaba sobre las aguas: yo conseguía que el fondo marino ascendiera. A cada uno sus milagros. Exaltada, decidí caminar con la cabeza erguida hasta el continente.
Avanzaba hacia lo desconocido, pisando el dulce tapiz de aquel fondo tan complaciente. Caminaba, caminaba, alejándome de Japón a pasos de titán, pensando en lo fabuloso que resultaba gozar de semejantes poderes.
Caminaba, caminaba, y de pronto me hundí. El banco de arena que me había llevado hasta allí se agrietó debajo de mí. Perdí pie. El agua me engulló. Intenté mover frenéticamente brazos y piernas para regresar a la superficie, pero cada vez que mi cabeza emergía, una nueva ola volvía a hundirme bajo las olas igual que un torturador que intentara sonsacarme una confesión.
Comprendí que me estaba ahogando. Cuando mis ojos conseguían salir del mar, veía una playa que me parecía lejana, mis padres durmiendo la siesta y varias personas mirándome sin moverse, fieles al viejo principio nipón de jamás salvarle la vida a nadie, ya que eso implicaría obligarle a una gratitud excesiva para él.
Aquel espectáculo de mi público asistiendo a mi propia muerte resultaba todavía más horroroso que mi óbito.
Grité:
—¡Tasukete!
En vano.
Me dije entonces que ya no era momento de andarme con pudores con la lengua francesa y traduje el anterior grito chillando:
—¡Socorro!
Es posible que aquélla fuera la confesión que el agua quería obtener de mí: que hablara la lengua de mis padres. Por desgracia, éstos no oyeron nada. Los espectadores nipones respetaron su regla de no intervención hasta el punto de ni siquiera avisar a los responsables de mis días. Y yo miraba cómo me miraban morir con atención.
Pronto ya no tuve fuerzas para mover mis extremidades y me dejé arrastrar hacia el fondo. Mi cuerpo se deslizó bajo las aguas. Sabía que aquellos momentos eran los últimos de mi vida y no quería perdérmelos: intenté abrir los ojos y lo que vi me fascinó. La luz del sol nunca había sido tan hermosa como a través de las profundidades del mar. El movimiento de las olas propagaba ondas centelleantes.
Aquello hizo que me olvidara del miedo a la muerte. Me parece que permanecí allí durante horas.
Unos brazos me arrancaron y sacaron a la superficie. Respiré de golpe, muy fuerte, y abrí los ojos para ver quién me había salvado: era mi madre que lloraba. Me llevó hasta la playa abrazándome con fuerza sobre su vientre.
Me envolvió en una toalla y frotó mi espalda y mi pecho vigorosamente: vomité mucha agua. Y luego me meció mientras, entre lágrimas, me contaba:
—Hugo te ha salvado la vida. Estaba jugando con André y Juliette cuando, por casualidad, ha visto tu cabeza en el momento en que desaparecía bajo el mar. Ha venido a avisarme enseñándome dónde estabas. ¡De no ser por él, estarías muerta!
Miré al pequeño euroasiático y dije solemnemente:
—Gracias, Hugo, eres muy bueno.
Silencio patidifuso.
—¡Habla! ¡Habla como una emperatriz! —exclamó con júbilo mi padre, que en un instante pasó de los escalofríos inmediatamente anteriores a la carcajada.
—Hace tiempo que hablo —dije, encogiéndome de hombros.
El agua había conseguido su objetivo: había confesado.
Tumbada en la arena cerca de mi hermana, me preguntaba si me sentía feliz de no estar muerta. Miraba a Hugo como si fuera una ecuación matemática: sin él, yo no existiría. ¿Me gustaría no existir? «No habría estado aquí para saber si me gustaba o no», me dije con lógica. Sí, me sentía feliz de no estar muerta, de saber que eso me gustaba.
Junto a mí, la hermosa Juliette. Sobre mí, las magníficas nubes. Delante de mí, el admirable mar. Detrás de mí, la infinita playa. El mundo era hermoso: merecía la pena vivir.
De regreso a Shukugawa, decidí aprender a nadar. No lejos de la casa, en la montaña, había un pequeño lago verde que bauticé como el Pequeño Lago Verde. Era el paraíso líquido. Sus aguas tibias eran de una belleza subyugadora, perdidas entre una profusión de azaleas.
Nishio-san tomó la costumbre de llevarme cada mañana al Pequeño Lago Verde. Sola, descubrí el arte de nadar como un pez, siempre con la cabeza debajo del agua, los ojos abiertos y fijos en los misterios ocultos, cuya existencia había descubierto gracias al ahogamiento.
Cuando mi cabeza emergía, veía cómo se levantaban a mi alrededor las montañas pobladas de árboles. Era el centro geométrico de un círculo de esplendor en constante expansión.
Haber rozado la muerte no quebrantaba mi convicción no formulada de ser una divinidad. ¿Por qué los dioses iban a ser inmortales? ¿En qué medida podía la inmortalidad convertir a alguien en divino? ¿Acaso es menos sublime la peonía por el hecho de marchitarse?
Le pregunté a Nishio-san quién era Jesús. Me contestó que no lo sabía exactamente.
—Sé que es un dios —se aventuró a decir—. Y que tenía el pelo largo.
—¿Crees en él?
—No.
—¿Crees en mí?
—Sí.
—Yo también tengo el pelo largo.
—Sí. Pero a ti, además, te conozco.
Nishio-san era una buena persona: tenía opiniones fundadas.
Mi hermano, mi hermana y Hugo iban a la escuela americana, cerca del monte Rokko. Entre sus libros escolares, André tenía uno titulado My friend Jesús. Todavía no era capaz de leerlo, pero contenía ilustraciones. Hacia el final, podía verse al héroe en una cruz con mucha gente a su alrededor, mirándolo. Aquel dibujo me fascinaba. Le pregunté a Hugo por qué Jesús estaba clavado en una cruz.
—Es para matarlo —contestó.
—¿Estar en una cruz mata a los hombres?
—Sí. Es porque está clavado sobre la madera. Son los clavos los que le matan.
Aquella explicación me pareció de recibo. La imagen resultaba todavía más formidable. Así pues, Jesús se estaba muriendo ante la multitud, ¡y nadie acudía para salvarlo! Me recordaba algo.
Yo también había pasado por aquella situación: estar diñándola mirando cómo la gente me miraba. Habría bastado que alguien acudiera a retirar los clavos del crucificado para salvarlo: habría bastado que alguien acudiera a sacarme del agua, o simplemente que alguien avisara a mis padres. En mi caso, como en el de Jesús, los espectadores habían preferido no intervenir.
Sin duda los habitantes del país del crucificado tenían los mismos principios que los japoneses: salvar la vida de un ser equivalía a convertirlo en un esclavo a causa de una exagerada gratitud. Valía más dejarlo morir que privarlo de su libertad.
No pretendía rebatir aquella teoría; sólo sabía que resultaba terrible sentirse morir ante un público pasivo. Y experimenté una profunda complicidad con Jesús, ya que estaba convencida de comprender el sentimiento de rebeldía que le invadía en aquel momento.
Quise saber más sobre aquella historia. Como la verdad parecía estar encerrada en las rectangulares hojas de los libros, decidí aprender a leer. Anuncié mi decisión; se rieron en mis narices.
Ya que no me tomaban en serio, lo haría yo sólita. No suponía ningún problema. Había aprendido por mí misma a hacer cosas igualmente dignas de admiración: hablar, andar, nadar, reinar y jugar a la peonza.
Me pareció racional empezar con un Tintín por las ilustraciones. Elegí uno al azar, me senté en el suelo y fui pasando las páginas. Me resultaría imposible explicar lo que ocurrió, pero en el momento en que la vaca salió de la fábrica a través de un grifo que fabricaba salchichas, sentí que ya sabía leer.
Me guardé de revelar a otros aquel prodigio, ya que mi deseo de leer les había parecido risible. Abril era el mes de los cerezos del Japón en flor. El barrio lo celebraba por la noche, con sake. Nishio-san me dio un vaso: aquello me hizo gritar de satisfacción.
 
Pasaba largas noches de pie, sobre mi almohada, agarrada a los barrotes de mi cama-jaula, mirando fijamente a mi padre y a mi madre, como si tuviera el proyecto de escribir un estudio zoológico sobre sus personas. Ambos experimentaban un creciente malestar. La seriedad con que los contemplaba los intimidaba hasta el punto de hacerles perder el sueño. Mis padres comprendieron que yo ya no podía dormir en su habitación.
Trasladaron mis pertenencias a una especie de granero. Aquello me encantó. Examinarlo me produjo un placer desconocido, especialmente sus grietas, más expresivas que aquellas cuyos meandros había estado observando durante dos años y medio. Había también un fárrago de objetos que interrogar con la mirada: cajas, ropa vieja, una piscina hinchable deshinchada, raquetas podridas y otras maravillas.
Pasaba fascinantes noches de insomnio preguntándome por el contenido de aquellas cajas de cartón: debía de tratarse de algo muy hermoso para permanecer tan bien escondido. Habría sido incapaz de bajar de la cama-jaula para ir a mirar: estaba demasiado alta.
A finales de abril, una maravillosa novedad conmovió mi existencia: abrieron la ventana de mi habitación durante la noche. No recordaba haber dormido con la ventana abierta. Resultaba prodigioso: podía escrutar los enigmáticos murmullos que se escapaban de un mundo soñoliento, interpretarlos, darles sentido. La cama-jaula estaba instalada junto a la pared, bajo la abuhardillada ventana: cuando el viento separaba las cortinas, podía ver el cielo color de sésamo. El descubrimiento de aquel color me dejó sin respiración: resultaba reconfortante descubrir que la noche no era negra.
Mi ruido preferido era el ladrido lancinante y lejano de un perro inidentificable que bauticé como Yorukoé, «la voz de la noche». Sus gimoteos molestaban al barrio. Me fascinaba como un canto melancólico. Me habría gustado conocer la razón de tanta desesperación.
La suavidad del aire nocturno fluía por la ventana y se asomaba directamente sobre mi cama. Me la bebía hasta sentirme ebria. Sólo por aquella prodigalidad de oxígeno habría podido adorar el universo.
Durante aquellos fastuosos insomnios, mi oído y mi olfato funcionaban a pleno rendimiento. La tentación de utilizar la vista no era menos intensa. Aquel ojo de buey, encima de mí, constituía una provocación.
Una noche, no pude resistirlo más. Escalé los barrotes de mi cama-jaula por la pared, levanté las manos lo más alto posible: logré agarrarme al borde inferior de la ventana. Embriagada por aquella hazaña, conseguí levantar mi débil cuerpo hasta aquel punto de apoyo. Encaramada sobre el vientre y los codos, descubrí finalmente el paisaje nocturno: exultaba de admiración frente a las grandes y oscuras montañas, los pesados y majestuosos tejados de las casas vecinas, la fosforescencia de las flores de los cerezos, el misterio de las calles oscuras. Quise asomarme para ver dónde tendía la ropa Nishio-san y lo que tenía que ocurrir ocurrió: me caí.
Se produjo un milagro: tuve el reflejo de separar las piernas y mis pies permanecieron agarrados a los dos ángulos inferiores de la ventana. Mis pantorrillas y mis muslos se extendían a lo largo del estrecho reborde del tejado, mis caderas descansaban sobre el canalón, mi tronco y mi cabeza permanecían suspendidos en el vacío.
Una vez superado el susto inicial, empecé a sentirme a gusto en mi nuevo puesto de observación. Contemplé la parte trasera de la casa con enorme interés. Jugué a balancearme de izquierda a derecha y me dediqué al estudio balístico de mis escupitajos.
Por la mañana, cuando mi madre entró en la habitación, emitió un grito de terror: justo encima de la cama vacía, la ventana abierta con las cortinas separadas y mis pies a uno y otro lado. Me sujetó por los tobillos, me hizo reingresar intra muros y me administró la azotaina del siglo.
—No podemos dejarla dormir sola. Es demasiado peligroso.
Quedó decretado que el desván se convertiría en la habitación de mi hermano y que, a partir de entonces, yo compartiría la de mi hermana ocupando el lugar de André. Aquella mudanza trastocó mi vida. Dormir con Juliette acentuó hasta la exaltación la pasión que sentía por ella: compartiría su habitación durante los quince años siguientes.
A partir de aquel momento, mis insomnios sirvieron para contemplar a mi hermana. Las hadas que se habían asomado sobre su cuna no sólo le habían concedido la gracia de dormir, sino también la gracia a secas: en absoluto molesta por mi permanente mirada, ella dormía con una calma que obligaba a la admiración. Me aprendí de memoria el ritmo de su respiración y la musicalidad de sus suspiros. Nadie conoce tan bien como yo el reposo ajeno.
Veinte años más tarde, leí, estremecida, el siguiente poema de Aragon:
Entré en la casa como un ladrón
Tú compartías ya el intenso reposo de las flores
Me asusta tu silencio y sin embargo respiras
Contra mí te mantengo aliento imaginario
Yo soy cerca de ti el turbado vigía
Que con cada paso multiplica su eco
En el fondo de la noche
Yo soy cerca de ti de los muros vigía
Que sufre por la hoja y muere por un susurro
En el fondo de la noche
Vivo por esa queja en la hora del reposo
Vivo por ese temor en mí por cualquier cosa
En el fondo de la noche
Ve y diles, gacela mía, a los días futuros
Que aquí el nombre de Elsa sólo es mi rúbrica
En el fondo de la noche.
Sólo había que sustituir Elsa por Juliette.
Ella dormía por las dos. Por la mañana, me levantaba, radiante y dispuesta, descansada por el sueño de mi hermana.
 
El mes de mayo empezó bien.
Alrededor del Pequeño Lago Verde las azaleas protagonizaban una explosión floral. Como si una chispa hubiera prendido la pólvora, toda la montaña se vio contaminada. En lo sucesivo, nadé entre el rosa más intenso.
La temperatura diurna no se movía de los veinte grados: el Edén. Estaba a punto de pensar que mayo era un mes excelente cuando estalló el escándalo: en el jardín, mis padres levantaron un mástil en cuyo extremo superior flameaba, ondeando al viento como una bandera, un enorme pez de papel rojo.
Pregunté de qué se trataba. Me explicaron que de una carpa, en honor a mayo, el mes de los chicos. Dije que no veía cuál era la relación. Me respondieron que la carpa era el símbolo de los chicos y que se enarbolaba ese tipo de esfígie piscícola en los hogares de aquellas familias que tuvieran un hijo de sexo masculino.
—¿Y cuándo cae el mes de las chicas? —pregunté.
—No existe.
Me quedé sin habla. ¿Qué clase de apabullante injusticia era aquélla?
Mi hermano y Hugo me miraron con expresión burlona.
—¿Por qué una carpa para un chico? —pregunté de nuevo.
—¿Por qué los bebés siempre dicen por qué? —me replicaron.
Me alejé dolida, convencida de la pertinencia de mi pregunta.
Es cierto que ya había observado la existencia de una diferencia sexual, pero eso nunca me había perturbado. Existían muchas diferencias sobre la tierra: los japoneses y los belgas (creía que todos los blancos eran belgas menos yo, que me consideraba japonesa), los pequeños y los mayores, los buenos y los malos, etc. Me parecía que la de mujer u hombre era una oposición como otra cualquiera. Por primera vez, sospeché que se trataba de algo mucho más importante.
En el jardín, me situé debajo del mástil y empecé a observar la carpa. ¿En qué evocaba más a mi hermano que a mí? ¿Y la masculinidad, en qué resultaba tan formidable como para dedicarle una bandera y un mes, más aún teniendo en cuenta que aquél era un mes de suavidad y de azaleas? Mientras que a la feminidad ¡ni siquiera le dedicaban un banderín, ni un solo día!
Le propiné una patada al mástil, que no manifestó ninguna reacción.
Ya no estaba tan convencida de que el mes de mayo fuera de mi agrado. Además, los cerezos del Japón habían perdido sus flores: se había producido una especie de otoño primaveral. La frescura se marchitaba antes de que yo la hubiera visto resucitar dos matorrales más allá.
Mayo merecía ser el mes de los chicos: era el mes del declive.
Solicité ver carpas de verdad, como un emperador exige ver un auténtico elefante.
En Japón, nada más sencillo que ver carpas, y en mayo más todavía. Se trata de un espectáculo difícil de evitar. En los parques públicos, siempre que hay un punto de agua, contiene carpas. La función de los koi no es la de ser comidos —en realidad, un sashimi de carpa sería una pesadilla—, sino observados y admirados. Ir al parque a contemplarlos constituye una actividad tan civilizada como asistir a un concierto.
Nishio-san me llevó al arboretum de Futatabi. Yo caminaba levantando la nariz, asustada ante el inmenso esplendor de las criptómeras, horrorizada por su edad: yo tenía dos años y medio, ellas doscientos cincuenta: eran, literalmente, cien veces más viejas que yo.
El Futatabi era un santuario vegetal. Ni siquiera viviendo en el corazón de la hermosura, como era mi caso, uno podía dejar de sentirse subyugado por lo soberbio de aquella cuidada naturaleza. Los árboles parecían ser conscientes de su prestigio.
Llegamos al estanque. Observé un hormigueo de colores. En la otra orilla, un bonzo se acercó a tirar unos gránulos: vi cómo las carpas saltaban para alcanzarlos. Algunas eran enormes. Era un brote refulgente que iba del azul metálico al naranja pasando por el blanco, el negro, la plata y el oro.
Entrecerrando los ojos, uno sólo podía contemplar su chispeante colorido a la luz y maravillarse. Pero, abriéndolos de par en par, uno no podía hacer abstracción de su espesa silueta de peces-diva, de sobrealimentadas sacerdotisas de la piscicultura.
En el fondo, parecían Castafiores mudas, obesas y engalanadas con vestidos tornasolados. Los vestidos multicolores resaltan el lado ridículo de las morcillonas, igual que los abigarrados tatuajes hacen destacar la grasa en los gordinflones. Nada resultaba tan poco agraciado como aquellas carpas. No me disgustó que fueran el símbolo de los chicos.
—Viven más de cien años —me dijo Nishio-san en un tono de absoluto respeto.
No estaba muy segura de que fuera algo de lo que presumir. La longevidad no era un fin en sí mismo. Para una criptómera, vivir largamente suponía tener tiempo de asentar un reino, de suscitar la admiración y el reverencial temor ante semejante monumento de fuerza y paciencia.
Para una carpa, ser centenaria significaba revolcarse en una adiposa duración, suponía criar moho con su fangosa carne de pez de aguas estancadas. Hay algo todavía más repugnante que la grasa joven: la grasa vieja.
Me abstuve de expresar mi opinión. Regresamos a casa. Nishio-san aseguró a los míos que las carpas me habían encantado. No la desmentí, cansada ante la idea de exponerles mis puntos de vista.
André, Hugo, Juliette y yo nos bañábamos juntos. Los dos enclenques granujas se parecían a todo menos a unas carpas. Eso no les impedía ser feos. Quizás ése era el punto en común originario de aquel símbolo: estar en posesión de algo feo. Las chicas nunca habrían podido ser representadas por un animal repugnante.
Le pedí a mi madre que me acompañase al «apuario» (curiosamente, era incapaz de pronunciar la palabra «acuario») de Kobe, uno de los más famosos del mundo. A mis padres les sorprendió aquella pasión ictiológica.
Sólo deseaba comprobar si todos los peces eran tan feos como las carpas. Permanecí durante largo rato observando la fauna de aquellos amplios y acristalados estanques: descubrí animales más encantadores y agraciados que otros. Algunos eran fantasmagóricos como el arte abstracto. Un creador habría gozado con tanta elegancia importable y, sin embargo, allí al alcance de la mano.
Mi conclusión fue inapelable: de todos los peces, el más inepto —el único que era inepto— era la carpa. Me reí para mis adentros. Mi madre vio cómo disfrutaba. «Esta pequeña estudiará biología submarina», decretó con sagacidad.
Los japoneses habían acertado al elegir a aquel animal como símbolo del sexo feo.
Quería a mi padre, toleraba a Hugo —al fin y al cabo me había salvado la vida—, pero consideraba a mi hermano la peor de las molestias. La única ambición de su existencia parecía ser perseguirme: lo hacía con tanto deleite que constituía un fin en sí mismo. Cuando me había hecho rabiar durante horas, ya daba por bien empleada su jornada. Al parecer, todos los hermanos mayores son así: quizás habría que exterminarlos.
 
Con junio llegó el calor. Me pasaba el día en el jardín y sólo lo abandonaba, a mi pesar, para dormir. El primer día del mes, el mástil y la bandera piscícola fueron retirados: los chicos ya no eran merecedores de honor alguno. Era como si hubieran echado abajo la estatua de alguien que no me gustara. Se acabaron las carpas en el cielo. Junio me resultaba todavía más simpático.
La temperatura permitía los espectáculos al aire libre. Me anunciaron que todos estábamos invitados a escuchar cantar a mi padre.
—¿Papá canta?
—Canta no.
—¿Y eso qué es?
—Ya lo verás.
Nunca había oído cantar a mi padre: se aislaba para sus ejercicios, o quizás los practicara en su escuela, junto a su maestro de no.
Veinte años más tarde, me enteré de cuál fue la singular casualidad que hizo que el responsable de mis días, al que nada predisponía para una carrera lírica, se convirtiera en cantante de no. Había desembarcado en Osaka en 1967, en calidad de cónsul de Bélgica. Era su primer destino asiático y aquel joven diplomático de treinta años había experimentado hacia aquel país un flechazo recíproco. Japón se convirtió —y siguió siéndolo— en el amor de su vida.
Con el entusiasmo del neófito, quería descubrir todas las maravillas del Imperio. Como todavía no hablaba la lengua local, una brillante intérprete nipona lo acompañaba a todas partes. También le hacía de guía y de iniciadora en las diferentes formas de artes nacionales. Al comprobar hasta qué punto era abierto de espíritu, se le ocurrió mostrarle una de las joyas menos accesibles de la cultura tradicional: el no. En aquella época, los occidentales se mostraban tan cerrados al no como abiertos al kabuki.
Así pues, le hizo visitar una venerable escuela de no del Kansai, cuyo maestro era un Tesoro viviente. Mi padre tuvo la sensación de haber retrocedido mil años en el tiempo. Aquel sentimiento se agravó cuando escuchó el no: de entrada, pensó que se trataba de borborigmos procedentes de la noche de los tiempos. Experimentó el tipo de malestar hilarante que inspiran las reconstrucciones de escenas prehistóricas en los museos.
Lentamente, fue comprendiendo que se trataba de lo contrario, que se hallaba ante la sofisticación misma y que no existía nada tan estilizado y civilizado. De ahí a que le gustase, todavía había un trecho que no podía recorrer.
A pesar de aquellos extraños decibelios que lo asustaban, mantuvo la expresión afable y encantada de un auténtico diplomático. Al final de la melopeya —que, por supuesto, se alargó durante horas—, no manifestó ni un ápice del aburrimiento que había experimentado.
Mientras tanto, su presencia había provocado la perplejidad de toda la escuela. El viejo maestro de no acabó plantándose ante él para decirle:
—Honorable huésped, es la primera vez que un extranjero penetra en estos lugares. ¿Puedo pedirle su opinión acerca de los cantos que acaba de escuchar?
La intérprete hizo su trabajo.
Confundido por la ignorancia, mi padre se aventuró a expresar amables tópicos sobre la importancia de la cultura ancestral, la riqueza del patrimonio artístico de aquel país y otras estupideces, a cual más conmovedora.
Consternada, la intérprete decidió no traducir una respuesta tan tonta. Así pues, aquella japonesa culta sustituyó la opinión del responsable de mis días por la suya propia y la expresó con las palabras justas.
A medida que iba «traduciendo», el viejo maestro abría cada vez más los ojos. ¡Cómo! ¡Aquel ingenuo blanco, que apenas acababa de desembarcar y escuchaba no por vez primera había comprendido la esencia y la sutileza de aquel arte supremo!
Con un gesto impensable en un nipón, y mucho menos en un Tesoro viviente, tomó la mano del extranjero con solemnidad y le dijo:
—Honorable huésped, ¡usted es un mago! ¡Un ser excepcional! ¡Tiene que convertirse en mi alumno!
Y como mi padre es un excelente diplomático, contestó en el acto por mediación de la dama:
—Era mi más preciado deseo.
De entrada, no calibró las consecuencias de su buena educación, al suponer que todo quedaría en papel mojado. Pero, sin más dilación, el viejo maestro le ordenó que acudiera a la escuela a recibir su primera lección al día siguiente, a las siete de la mañana.
Un hombre en su sano juicio lo habría anulado por la mañana con una llamada telefónica de su secretaria. El responsable de mis días, en cambio, se levantó al amanecer del día señalado y acudió a la hora indicada. El venerable profesor no pareció sorprenderse lo más mínimo y le prodigó su áspera lección sin asomo de indulgencia, considerando que un alma tan profunda merecía el honor de ser tratada con dureza.
Al final de la lección, mi pobre padre estaba reventado.
—Muy bien —comentó el viejo maestro—. Regrese mañana a la misma hora.
—Es que… yo empiezo a trabajar a las ocho y media en el consulado.
—Ningún problema. Venga a las cinco de la mañana.
Hundido, el alumno obedeció. Acudió a la escuela cada mañana a aquella hora inhumana para un hombre que ya tenía un oficio con muchas obligaciones, salvo los fines de semana, en los que podía permitirse empezar sus clases a las siete, lo que constituía un auténtico lujo de pereza.
El discípulo belga se sentía arrollado por aquel monumento de civilización nipona al cual intentaba incorporarse. Él, al que, antes de su llegada al Japón, le gustaba el fútbol y el ciclismo, se preguntaba por qué infausta metedura de pata del azar se encontraba sacrificando su existencia en aras de un arte tan oculto. Aquello le convenía tan poco como el jansenismo a un vividor o la ascesis a un tragón.
Se equivocaba. El viejo maestro había tenido más razón que un santo. No tardó en hacer salir a flote, desde el fondo del ancho pecho del extranjero, un órgano de primer orden.
—Es usted un cantante admirable —le dijo a mi padre, que, entretanto, había aprendido japonés—. Así pues, completaré su formación y le enseñaré a bailar.
—¿A bailar…? Pero, honorable maestro, ¡míreme! —balbuceó el belga mostrando su espesa y palurda silueta.
—No veo cuál es el problema. Empezaremos la lección de danza mañana por la mañana, a las cinco.
Al día siguiente, al final de la clase, le tocó al profesor sentirse consternado. En tres horas, a pesar de su paciencia, no consiguió arrancarle al responsable de mis días ni un solo movimiento que no fuera lamentable en su torpeza y simplicidad.
Educado y entristecido, el Tesoro viviente concluyó con las siguientes palabras:
—Haremos una excepción con usted. Será un cantante no que no bailará.
Más tarde, muerto de risa, el viejo maestro no perdería la oportunidad de contar a sus coristas a qué se parecía un belga aprendiendo el baile del abanico.
El pobre bailarín, sin embargo, se convirtió en un artista si no pasmoso, sí apreciable. Como se trataba del único extranjero del mundo en poseer ese talento, se hizo famoso en el Japón con el nombre que le quedó para siempre: «el cantante no de los ojos azules».
Todos los días, durante los cinco años que duró su consulado en Osaka, acudió, al amanecer, a perder sus tres horas de lección en la escuela del venerable profesor. Se estableció entre ambos una magnífica relación de amistad y admiración que unió, en el país del Sol Naciente, al discípulo con el sensei.
A los dos años y medio, yo no sabía nada de aquella historia. No tenía ni la más remota idea de cómo ocupaba mi padre sus jornadas. De noche, regresaba a casa. Ignoraba de dónde venía.
—¿A qué se dedica Papá? —le pregunté un día a mi madre.
—Es cónsul.
Otra vez una palabra desconocida cuyo significado acabaría averiguando.
Llegó la tarde del anunciado espectáculo. Mi madre llevó al templo a Hugo y a sus tres hijos. El escenario ritual del no había sido instalado al aire libre en el jardín del santuario.
Como el resto de los espectadores, recibimos cada uno un cojín duro para poder arrodillarnos. El lugar era muy hermoso y yo me pregunté qué iba a ocurrir.
La ópera empezó. Vi aparecer a mi padre en el escenario con la extremada lentitud requerida. Llevaba un vestido precioso. Sentí un inmenso orgullo de tener un progenitor tan bien vestido.
Luego se puso a cantar. Reprimí una expresión de terror. ¿Qué eran aquellos extraños y espantosos sonidos procedentes de su vientre? ¿Cuál era aquel idioma incomprensible? ¿Por qué la voz paterna se había transformado en un lamento irreconocible? ¿Qué le había ocurrido? Sentí deseos de llorar, como si acabara de presenciar un accidente.
—¿Qué le ocurre a Papá? —le murmuré a mi madre, que me ordenó callar.
¿Era aquello cantar? Cuando Nishio-san me cantaba canciones infantiles me gustaba. Ahora, los ruidos que salían de la boca de mi padre no sabía si me gustaban; sólo sabía que me horrorizaban, que me producían pánico, que me habría gustado estar en otro lugar.
Más tarde, mucho más tarde, aprendí a amar el no, a adorarlo, al igual que el responsable de mis días, que necesitó aprender a cantarlo para amarlo con locura. Pero un espectador inculto y sincero que escucha no por vez primera no puede sino sentir un profundo malestar, como el extranjero que prueba por primera vez la áspera ciruela marinada a la sal que se come en el desayuno tradicional japonés.
Viví una tarde temible. Al miedo inicial le sucedió el aburrimiento. La ópera duró cuatro horas, durante las cuales no ocurrió estrictamente nada. Me preguntaba qué hacíamos allí. No parecía ser la única en hacerse aquella pregunta. Hugo y André mostraban su mortal aburrimiento. En cuanto a Juliette, simplemente: se había quedado dormida sobre su cojín. Sentí envidia de aquella bienaventurada. Incluso a mi madre le resultaba difícil reprimir algunos bostezos.
Mi padre, arrodillado para no tener que bailar, salmodiaba su interminable melopeya. Me preguntaba qué debía de pasar por su cabeza. A mi alrededor, el público japonés lo escuchaba con impasibilidad, señal de que cantaba bien.
Al atardecer, el espectáculo terminó por fin. El artista belga se levantó y abandonó el escenario mucho más deprisa de lo autorizado por la tradición, y eso por una razón técnica: para un cuerpo nipón, permanecer de rodillas durante horas no plantea ningún problema, mientras que las piernas paternas se habían quedado profundamente dormidas. No quedaba otra opción que correr hacia los bastidores para desplomarse allí mismo, lejos de las miradas. De todos modos, en el no el cantante no regresa al escenario a recibir los aplausos, que, por otra parte, suelen ser muy poco generosos. Ovacionar a un artista habría parecido el colmo de la vulgaridad.
Por la noche, mi padre me preguntó qué me había parecido la representación. Respondí con otra pregunta:
—¿En eso consiste ser cónsul? ¿En cantar?
Se puso a reír.
—No, no es eso.
—¿Qué es, entonces, ser cónsul?
—Es más difícil de explicar. Te lo diré cuando seas mayor.
«Eso esconde algo», pensé. Debía de implicar actividades comprometedoras.

Amélie Nothomb. Cosmética del enemigo. 2008.

Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de
la mano. Tenía que estar presentable con el fin de
conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios
cuando la voz de la azafata anunció que, debido a
problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin
determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer
en aquella sala de espera durante un lapso que ni
siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en
su lectura.
—Buenos días —le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con
mecánica educación.
—El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
—Sí —masculló.
—Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que
esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
—¿Qué tal su libro? —preguntó el desconocido.
«Pero bueno —pensó Jérôme—, sólo me faltaba que un
pelmazo viniera a darme la tabarra.»
—Hm hm —respondió en un tono que parecía querer decir:
«Déjeme en paz.»
—Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio
público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí
pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
—Odio los aeropuertos —insistió el hombre. («Yo
también, cada vez más», pensó Jérôme)—. Los ingenuos
creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué
error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra
uno por aquí?
—¿Inoportunos? —rechinó éste, que fingía seguir
leyendo.
—No —dijo el otro sin darse por aludido—. Son
ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios
es la negación del viaje hasta tal extremo que no es
digno de llamarse así. Semejante actividad debería
denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece
que sería más correcto?
—Estoy en viaje de negocios —articuló Angust, creyendo
que el desconocido se excusaría por su metedura de
pata.
—No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo
con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió
que él también podía saltarse sus normas.
—Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no
deseo hablar con usted.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido con descaro.
—Estoy leyendo.
—No, señor.
—¿Cómo dice?
—No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero
leer es otra cosa.
—Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en
escuchar sus profundas consideraciones sobre la
lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo
que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
—Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que
lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted,
caballero, estaba aquí.
—¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo
desde que ha llegado usted.
—Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores
que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los
problemas metafíisicos, son las ínfimas contrariedades
las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
—Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla…
—No sea usted grosero, se lo ruego.
—¡Usted sí lo es!
—Texel. Textor Texel.
—¿Y a qué viene ahora este estribillo?
—Admita que resulta más fácil conversar con alguien
sabiendo cómo se llama.
—¿No acabo de decirle que no quiero conversar con
usted?
—¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje.
También figura su direccción.
Angust suspiró:
—Bueno. ¿Qué quiere usted?
—Nada. Hablar.
—Odio a la gente que desea hablar.
—Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no
está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos
cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno
le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a
cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos
personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso
no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de
pie, delante de él y volvió al ataque.
—¿Tiene problemas profesionales?
—¿Me habla usted delante de otras personas?
—¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo
sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor
prescindir de espectadores.
—¿Tiene problemas profesionales? —repitió Texel.
—No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso
contestarle.
—¿Por qué?
—No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido.
Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es
obligatorio.
—Y, sin embargo, acaba de responderme.
—Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en
mejores condiciones.
—Bueno, entonces le hablaré de mí.
—Me lo temía.
—Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
—Lo siento.
—¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
—Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
—Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un
patronímico como cualquier otro, que proviene de mis
orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
—Nada.
—Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No
obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza.
¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de
Goethe?
—Pobrecito.
—No, tampoco está tan mal, Textor.
—Lo que resulta duro es tener algo en común con usted,
aunque sólo sea el nombre.
—Textor parece feo, pero si uno se detiene a
analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto»,
que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría
ser la etimología de Textor?
—¿Escarmiento? ¿Castigo?
—¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? —
preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
—Pues no. Está visto que la justicia no existe:
siempre pagan justos por pecadores.
—Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen
de Textor es «texto».
—Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
—La palabra «texto» procede del latín texere, que
significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es,
en primera instancia, un tejido de palabras.
Interesante, ¿verdad?
—En resumen, que su nombre significa «tejedor».
—Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada,
de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con
semejante nombre no sea escritor.
—Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de
papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su
chachara.
—Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo
que plantea un problema es la conjunción de mi
patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor
Texel no suena bien.
—Peor para usted.
—Textor Texel —repitió el hombre, insistiendo en la
dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y
de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres
cuando me llamaron así.
—Habérselo preguntado.
—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años,
dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como
un mensaje que tendría que dilucidar.
—Dilucídelo sin mí.
—Textor Texel… Con el tiempo, cuando uno se
acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan
de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso
existe cierta belleza fonética en este nombre singular:
Textor Texel, Textor Texel, Textor…
—¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
—De todos modos, como escribe el lingüista Gustave
Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la
mente.»
—¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted?
¿Encerrarse en los servicios?
—No le servirá de nada, querido. Estamos en un
aeropuerto: los servicios no están aislados
fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré
hablando desde el otro lado de la puerta.
—¿Por qué hace esto?
—Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
—A mí me apetecería romperle la cara.
—Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta
en la vida son las molestias autorizadas. Como las
víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan
todavía más divertidas.
—¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
—No.
—Pues yo sí.
—No es cierto.
—¿Y usted qué sabe?
—Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden
valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
—Por lo menos no molesto a nadie.
—Seguro que molesta a alguien.
—Suponiendo que sea cierto, ¿quién es usted para
reprochármelo ?
—Soy Texel. Textor Texel.
—Y dale.
—Soy holandés.
—El holandés de los aeropuertos. Uno no elije a sus
holandeses voladores.
—¿El Holandés Errante? Un principiante. Un romántico
necio que sólo la tomaba con las mujeres.
—Mientras que usted, en cambio, ¿la toma con los
hombres?
—La tomo con quien me inspira. Usted resulta muy
inspirador, señor Angust. No tiene aspecto de hombre de
negocios. Hay en usted, a su pesar, cierta
disponibilidad. Eso me conmueve.
—Desengáñese: no estoy disponible.

Amélie Nothomb. Higiene del asesino. 1996.

Cuando fue público y notorio que el grandísimo escritor Prétextat Tach moriría en los dos próximos meses, periodistas de todo el mundo solicitaron entrevistas privadas con el octogenario. El anciano gozaba, sin lugar a dudas, de un considerable prestigio; no por ello resultó menos sorprendente ver cómo acudían, hasta el pie de la cama del novelista francófono, emisarios de periódicos tan conocidos como Los Rumores de Nankin (que nos hemos tomado la libertad de traducir) y The Bangladesh Observer. De este modo, dos meses antes de su fallecimiento, el señor Tach tuvo la oportunidad de hacerse una idea de la amplitud de su fama.
Su secretario se encargó de realizar una drástica selección entre los solicitantes: descartó todos los periódicos en lengua extranjera, ya que el moribundo sólo hablaba francés y no se fiaba de ningún intérprete; rechazó a los reporteros de color debido a que, con la edad, el escritor había empezado a adoptar puntos de vista racistas que no se correspondían con sus opiniones profundas -avergonzados, los especialistas tachtianos lo interpretaban como la expresión de un deseo senil de escandalizar-; por último, el secretario disuadió educadamente a los solicitantes de las cadenas de televisión, revistas femeninas, periódicos considerados excesivamente políticos y, sobre todo, publicaciones médicas que hubieran querido saber de qué modo había contraído el gran hombre un cáncer tan raro.
No sin orgullo, el señor Tach recibió la noticia de que padecía el temible síndrome de Elzenveiverplatz, conocido vulgarmente como «cáncer de los cartílagos», que el sabio epónimo había diagnosticado en el siglo XIX, en Cayenne, en una decena de presidiarios encarcelados por violencia sexual seguida de homicidio y que, desde entonces, nunca más había sido detectado. Recibió aquel diagnóstico como un honor inesperado: con su físico de obeso imberbe que, salvo la voz, lo tenía todo de un eunuco, temía morir a causa de una estúpida enfermedad cardiovascular. Al redactar su epitafio, no olvidó mencionar el nombre sublime del médico teutón gracias al cual iba a fallecer elegantemente.
A decir verdad, que aquel sedentario adiposo hubiera sobrevivido hasta la edad de ochenta y tres años llenaba de perplejidad a la medicina moderna. El hombre estaba tan gordo que, desde hacía años, confesaba ser incapaz de andar; había mandado a freír espárragos los consejos de los dietistas y se alimentaba de un modo abominable. Por si eso fuera poco, no dejaba de fumarse sus veinte puros diarios. Pero bebía con gran moderación y practicaba la castidad desde tiempos inmemoriales: los médicos no encontraban otra explicación para justificar el buen funcionamiento de su corazón ahogado por la grasa. Su supervivencia resultaba tan misteriosa como el origen del síndrome que iba a ponerle fin.
No hubo ni un sólo órgano de prensa del mundo que no se escandalizara por la mediatización de aquella próxima muerte. Las secciones de cartas de los lectores se hicieron eco de estas autocríticas con amplitud. Los reportajes de los pocos periodistas seleccionados despertaron, precisamente por ello, más expectación todavía, conforme a las leyes de información moderna.
Los biógrafos se mantenían atentos. Los editores preparaban sus baterías. También hubo, claro está, algunos intelectuales que se preguntaron si aquel éxito prodigioso no era sobrevalorado: ¿había sido realmente Tach un innovador? ¿O tan sólo era el ingenioso heredero de creadores desconocidos? Y venga citar a algunos autores de nombre esotérico -cuyas obras ni siquiera habían leído-, lo que les permitía hablar con profundidad.
Todos estos factores concurrieron para asegurarle a aquella agonía un eco excepcional. Era un éxito, sin duda.
El autor, que contaba en su activo con veintidós novelas, vivía en los bajos de un edificio modesto: necesitaba una vivienda en la que todo estuviera en la planta baja, ya que se desplazaba en silla de ruedas. Vivía solo y sin ningún animal de compañía. Cada día, una valerosa enfermera pasaba hacia las cinco de la tarde para lavarle. No habría soportado que nadie hiciera la compra en su lugar: él mismo compraba sus provisiones en las tiendas del barrio. Su secretario, Ernest Gravelin, vivía cuatro pisos más arriba, pero evitaba verle en la medida de lo posible; le telefoneaba regularmente, y Tach nunca perdía la oportunidad de iniciar la conversación con un: «Lo siento, querido Ernest, aún no me he muerto.»

Amélie Nothomb. Ácido sulfúrico. 2007.

Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya no les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo. No era necesaria ninguna cualificación para ser detenido. Las redadas se producían en
cualquier lugar: se llevaban a todo el mundo, sin derogación posible. El único criterio era ser humano.
Aquella mañana, Pannonique había salido a pasear por el Jardín Botánico. Los organizadores llegaron y peinaron minuciosamente el parque. De pronto, la joven se encontró dentro de un camión. Eso ocurrió antes del primer programa: la gente todavía
no sabía qué les iba a ocurrir. Se indignaban. En la estación, les amontonaron en vagones de ganado. Pannonique vio que les estaban filmando: varias cámaras los escoltaban, sin perder ni el más mínimo detalle de su angustia.
Entonces comprendió que rebelarse no sólo no serviría de nada sino que resultaría telegénico. Así pues, durante todo el viaje se mantuvo fría e inmóvil como el mármol. A su alrededor, lloraban niños, gruñían adultos y se sofocaban ancianos.
Les desembarcaron en un campo parecido a los no tan lejanos campos de deportación nazis, con una diferencia nada baladí: habían instalado cámaras por todas partes.
Para ser organizador tampoco era necesaria ninguna cualificación. Los jefes hacían desfilar a los candidatos y seleccionaban a aquellos que tenían «un rostro más significativo». Luego había que responder a cuestionarios de actitud.
Zdena, que en su vida había aprobado un examen, fue admitida. Experimentó un inmenso orgullo. En adelante, podría decir que trabajaba en televisión. Con veinte años, sin estudios, un primer empleo: inalmente su círculo íntimo iba a dejar de burlarse de ella.
Le explicaron los principios del programa. Los responsables le preguntaron si le resultaban chocantes. Page 1

– No. Es fuerte -respondió ella.
Pensativo, el cazatalentos le dijo que se trataba exactamente de eso.
– Es lo que la gente quiere -añadió-. El cuento y el tongo se han acabado.
Superó otros tests en los que demostró que era capaz de golpear a desconocidos, de vociferar insultos gratuitos, de imponer su autoridad, de no dejarse conmover por las lamentaciones.
– Lo que cuenta es el respeto del público -dijo uno de los responsables-. Ningún espectador se merece nuestro desprecio.
Zdena asintió.
Le atribuyeron el grado de kapo.
– Te llamaremos kapo Zdena -le dijeron.
El término militar le gustó.
– Menuda pinta, kapo Zdena -le lanzó a su propio reflejo en el espejo.
Ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba siendo filmada.
Los periódicos no hablaban de otra cosa. Los editoriales estaban al rojo vivo, las
grandes conciencias pusieron el grito en el cielo.
El público, en cambio, pidió más desde la primera entrega. El programa, que llevaba la sobria denominación de Concentración, obtuvo un récord de audiencia. Nunca el horror había causado una impresión tan directa.
«Algo está ocurriendo», comentaba la gente.
A la cámara no le faltaban cosas que filmar. Paseaba sus múltiples ojos por los barracones en los que los prisioneros estaban encerrados: letrinas, amuebladas con jergones superpuestos. El comentarista destacaba el olor a orina y el húmedo frío que, por desgracia, la televisión no podía transmitir.
Cada kapo tuvo derecho a algunos minutos de presentación. Page 2

Zdena no daba crédito. Durante más de quinientos segundos, la cámara sólo tendría
ojos para ella. Y aquel ojo sintético presagiaba millones de ojos de verdad.
– No desaprovechéis esta oportunidad de mostraros simpáticos -les dijo un organizador
a los kapos-. El público os ve como unas bestias primarias: demostradles que sois
humanos.
– Tampoco olvidéis que la televisión puede ser una tribuna para aquellos de vosotros
que tengáis ideas, ideales -apuntó otro con una sonrisa perversa que era la viva
expresión de todas las atrocidades que esperaba oírles proferir.
Zdena se preguntó si tenía ideas. La confusión que bullía dentro de su cabeza y que
ella denominaba pomposamente su pensamiento no la aturdió hasta el punto de concluir
con una afirmación. Pero pensó que no tendría ninguna dificultad para inspirar
simpatía.
Es una ingenuidad corriente: la gente ignora hasta qué punto la televisión les afea.
Zdena preparó su discurso delante del espejo sin darse cuenta de que la cámara no
tendría con ella la indulgencia de su propio reflejo.
Los espectadores esperaban con impaciencia la secuencia de los kapos: sabían que
podrían odiarlos y que se lo habrían buscado, que incluso iban a proporcionarles un
excedente de argumentos para su execración.
No les decepcionaron. En su más abyecta mediocridad, las declaraciones de los kapos
superaron sus expectativas.
Sintieron una especial repulsión por una joven de rostro irregularmente anguloso
llamada Zdena.
– Tengo veinte años, intento acumular experiencias -dijo-. No hay que tener prejuicios
respecto a Concentración. De hecho, creo que nunca hay que juzgar, porque ¿quiénes
somos nosotros para juzgar a nadie? Cuando termine este programa, dentro de un año,
tendrá sentido sacar conclusiones. Ahora no. Sé que habrá quien opine que lo que aquí
se le hace a la gente no es normal. Pero yo les hago la siguiente pregunta: ¿qué es la
normalidad? ¿Qué es el bien y el mal? Algo cultural.
– Pero kapo Zdena -intervino el organizador-, ¿le gustaría sufrir lo que sufren los
prisioneros?
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– Es una pregunta deshonesta. En primer lugar, no sabemos lo que piensan los
detenidos, ya que los organizadores no se lo preguntan. Incluso puede que no piensen
nada.
– Cuando cortas un pez vivo tampoco grita. ¿Eso le lleva a concluir que no sufre, kapo
Zdena?
– Ésa sí que es buena, me la apunto -dijo con una carcajada que intentaba provocar
adhesiones-. ¿Sabe?, creo que si están en la cárcel es por algo. Digan lo que digan,
creo que no es una casualidad si uno acaba aterrizando con los débiles. Lo que
constato es que yo, que no soy ninguna blandengue, estoy del lado de los fuertes. En la
escuela ya era así. En el patio, había el lado de las niñitas y de los moninos, yo nunca
estuve con ellos, estaba con los duros. Nunca he buscado que nadie se apiade de mí.
– ¿Cree que los prisioneros intentan despertar la compasión de los demás?
– Está claro. Les ha tocado el papel de buenos.
– Muy bien, kapo Zdena. Gracias por su sinceridad.
La joven salió del campo de la cámara, encantada con lo que acababa de decir. Ni ella
misma sabía que tuviera tantos pensamientos. Disfrutó de la excelente impresión que
iba a producir.
Los periódicos no ahorraron invectivas contra el cinismo nihilista de los kapos y en
particular de la kapo Zdena, cuyas opiniones en tono de superioridad produjeron
consternación. Los editorialistas coincidieron varias veces sobre esa perla que atribuía
el papel de bueno a los prisioneros: las cartas al director hablaron de estupidez
autocomplaciente y de indulgencia humana.
Zdena no comprendió para nada el desprecio de que era objeto. En ningún momento
pensó haberse expresado mal. Llegó a la conclusión de que simplemente los
espectadores y los periodistas eran unos burgueses que le reprochaban sus pocos
estudios; atribuyó su reacción al odio hacia el proletariado lumpen. «¡Y pensar que yo
los respeto!», se dijo.
De hecho, dejó de respetarlos muy deprisa. Su estima se dirigió hacia los
organizadores, con exclusión del resto del mundo. «Ellos por lo menos no me juzgan.
La prueba es que me pagan. Y que me pagan bien.» Un error en cada frase: los jefes
despreciaban a Zdena. Le tomaban el pelo, y a base de bien.
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Al contrario, si hubiera existido la más remota posibilidad de que uno u otro detenido
saliera del campo con vida, lo cual no era el caso, habría sido recibido con honores de
héroe. El público admiraba a las víctimas. La habilidad del programa consistía en
mostrar su imagen más digna.
Los prisioneros ignoraban quiénes eran filmados y lo que veían los espectadores.
Aquello formaba parte de su suplicio. Los que se venían abajo tenían un miedo terrible
a resultar telegénicos: al dolor de la crisis nerviosa se añadía la vergüenza de ser una
atracción. Y, en efecto, la cámara no despreciaba los momentos de histeria.
Tampoco los estimulaba. Sabia que el interés de Concentración radicaba en mostrar,
cuanto más mejor, la belleza de aquella humanidad torturada. Así fue como muy
rápidamente eligió a Pannonique.
Pannonique lo ignoraba. Eso la salvó. Si hubiera sospechado que era el blanco
preferido de la cámara, no habría aguantado. Pero estaba convencida de que un
programa tan sádico sólo se interesaba por el sufrimiento.
Así pues, se dedicó a no expresar ningún dolor. Cada mañana, cuando los
seleccionadores pasaban revista a los contingentes para decretar cuáles de ellos se
habían convertido en ineptos para el trabajo y serían condenados a muerte, Pannonique
disimulaba su angustia y su repugnancia tras una máscara de altanería. Luego, cuando
pasaba toda la jornada quitando escombros del túnel inútil que les obligaban a construir
bajo la baqueta de castigo de los kapos, su rostro carecía de expresión. Finalmente,
cuando les servían a esos hambrientos la inmunda sopa de la noche, se la tragaba sin
expresión.
Pannonique tenía veinte años y el rostro más sublime que uno pueda imaginar. Antes
de la redada, era estudiante de paleontología. La pasión por los diplodocus no le había
dejado demasiado tiempo para mirarse en los espejos ni para dedicar al amor una
juventud tan radiante. Su inteligencia hacía que su esplendor resultara todavía más
aterrador.
Los organizadores no tardaron en fijarse en ella y en considerarla, con razón, una de
las grandes bazas de Concentración. Que una chica tan guapa y tan encantadora
estuviera prometida a una muerte a la que se asistiría en directo creaba una tensión
insostenible e irresistible.
Mientras tanto, no había que privar al público de los deleites a los que invitaba su
magnificencia: los golpes se ensañaban con su espléndido cuerpo, no demasiado fPuaegrtee 5,
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con el objetivo de no estropearla en exceso, pero lo bastante para despertar el horror
puro y duro. Los kapos también tenían derecho a insultar y no se privaban de injuriar
con las mayores bajezas a Pannonique, para mayor emoción de los espectadores.
La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.
Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado
con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de
aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.
«Puede que las dos cosas», pensó con una mezcla de miedo y de repugnancia. Zdena
odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes
algo indigesto.
De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no
pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido
incapaz de responder.
Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de
Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella
apariencia la obsesionaba.

Genji monogatari. Murasaki Shibiku. s. XI.

«Si se pregunta a un occidental culto sobre las cosas que
asocia con el Japón tradicional, con toda seguridad nos recitará la
lista siguiente: en el ámbito de la cultura, los dramas No y Kabuki,
los poemas conocidos como haiku, las xilografías «del mundo
flotante» (ukiyo-e), la música de samisen, la ceremonia del té, el
arte de disponer las flores (ikebana) y los paisajes en miniatura que
reflejan mejor que nada el espíritu Zen; en el terreno de la sociedad,
los samurais con sus dos espadas y las geishas; en el de las ideas, la
filosofía Zen, la ética samurai o bushido —que comporta una
auténtica obsesión por los problemas morales que se presentan
cuando deber y amor se contraponen—, una actitud muy tolerante
frente al suicidio en general y al pasional en particular; en
arquitectura, los suelos recubiertos de esteras de paja o tatami, los
grandes establecimientos destinados a baños públicos, las alcobas
tokonoma con las paredes adornadas con kakemonos; finalmente,
en gastronomía, el pescado crudo y la salsa de soja.
Nada hay que objetar a esta relación, que es absolutamente
correcta. Y sin embargo, ninguno de los elementos citados existía
en el mundo de Murasaki, puesto que su incorporación a la cultura
nipona se produce en tiempos bastante posteriores especialmente
en las épocas conocidas como Muromachi y Tokugawa». [18]
Ivan Morris, The world of the Shining Prince [19]

HISTORIA DE UNA MUJER FRÍVOLA.
UNA NO KAMI: Había otra mujer que yo visitaba por
aquella misma época. Era mucho más amable y el colmo del
refinamiento. Su caligrafía, sus poemas, su manera de tocar el
koto… [26] Todo lo que hacía era perfecto. Y, sin embargo, la casa
de la celosa se había convertido en mi hogar, y yo sólo acudía a
visitar a la otra de vez en cuando y en secreto. Al morir la celosa,
mis visitas se hicieron más frecuentes, porque no podemos
pasarnos la vida llorando. Al conocerla mejor empecé a pensar que
su sensualidad era un tanto agresiva. Finalmente descubrí que era
una mujer frívola, y que yo no era su único amante. Dejadme que
os cuente en qué circunstancias tuvo lugar esta revelación.
»Una noche de luna llena abandoné la corte en compañía de
un amigo. Me dijo que quería pasar por cierta casa donde alguien
lo esperaba, y que aquella casa se hallaba precisamente en nuestro
camino. A través de las grietas y agujeros del muro pude ver la
luna, que brillaba sobre el estanque. Parecía absurdo pasar de largo
ante un lugar tan hermoso, de modo que escalé el muro tras él.
Resultaba obvio que no era su primera visita a la casa. ¡Ni la mía
tampoco! Enseguida reconocí el hogar de mi amiguita de las mil
gracias…
»Mi amigo se acercó corriendo a la terraza, se sentó al lado
de la puerta y se puso a contemplar la luna. Los crisantemos, aún
intocados por la escarcha, estaban preciosos, y las hojas
encarnadas, que la brisa otoñal mecía suavemente, eran una
maravilla. Mi amigo desenfundó su flauta, y se puso a tocar y
después a cantar «El pozo de Asuka» y otras melodías. No hube
de esperar mucho: muy pronto nos llegó el son de un koto de seis
cuerdas que acompañaba a la flauta. Parecía recién afinado y a
punto para el dúo que estaba sonando. Mi amigo se lanzó a la
ventana. Cogió un crisantemo, y lo introdujo por debajo de la
persiana, recitando:
—Me sorprende
que la música del koto, las flores
y los rayos de la luna
no hayan atraído otros pies a esta casa.
»La dama le contestó en el mismo tono de buen humor:
—Si el viento invernal ahoga
el rumor de las hojas secas,
¿tendré que borrar el son de la flauta
que acompaña los vientos?
»Ignorando que yo estaba cerca, la dama cambió el koto
japonés de seis cuerdas por el chino de trece, y empezó a tocar
arpegios. Aunque reconocía el talento de la muchacha, me sentía
rabioso. Resulta divertido intercambiar chistes y frases ingeniosas
con una dama frívola de vez en cuando, y siempre que las cosas no
vayan demasiado lejos. Pero en aquel caso las cosas habían ido
demasiado lejos, de manera que nunca más volví a visitarla.
»Esas dos historias que acabo de relatar (las más significativas
que me han sucedido hasta hoy) me han enseñado a esperar poco
del sexo opuesto. Luego mi opinión sobre las mujeres no ha hecho
sino empeorar. A vuestra tierna edad por fuerza hallaréis deliciosas
esas gotitas de rocío que se desprenden de las hierbas cuando
las tocamos o esos brillantes copitos de nieve que se funden en
la palma de la mano que los sostiene. Y, sin embargo, tarde o
temprano me daréis la razón. Haced caso, pues, de mi consejo de
experto, y os ahorraréis muchas desilusiones. Por lo que más
queráis, no os fiéis de las zalameras, porque si cedéis ante sus
caricias y halagos, acabarán por poneros en ridículo a los ojos del
mundo, y lo lamentaréis el resto de vuestras vidas.

Modelos de análisis de los relatos.

1.- Estructural. Describir todos los elementos que no son subjetivos en la organización y en la experiencia de la lectura de un texto. La organización de la trama, los personajes, el tiempo, los espacios, …

2.- Histórico. Explicar las influencias que explican la génesis de un texto así como las modificaciones que este aporta.

3.- Marxista o social. Explicar cómo el texto muestra las relaciones sociales de la época en que fue escrito, así como sus contradicciones subyacentes.

4.- De género.Acometer la oposición entre los roles masculino y femenino que los relatos muestran. Dar importancia a la crítica de la preeminencia subconsciente del rol masculino durante la historia, tanto en las circunstancias de la creación como de la recepción, como de las ficciones de los relatos.

5.- Psicoanalítica. Poner de manifiesto el desarrollo del sujeto freudiano en los contenidos de los textos.

6.- Discurso de las minorías. Teoría poscolonial, etc.

Los siete puentes. Yukio Mishima.

Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.
Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco.
—Me gustaría saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche —dijo Kanako.
—Tréboles. Ni lo dudes. Está desesperada por tener un hijo.
—¿A tanto ha llegado?
—No, y ése es el problema —repuso Koyumi—. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse enamorado de un hombre!
Una superstición común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar embarazada en un corto lapso.
Cuando, por fin, terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin previo aviso.
Nunca la asaltaba el apetito por más aburrida que resultara la reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión. Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato, resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus pequeños y fuertes dientes.
Koyumi y Kanako pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor que la de Kanako.
Koyumi no recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con impaciencia, mientras bailaba:
“¿No hay alguna cosita para comer?” Ahora había adquirido la costumbre de cenar en la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.
El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.
Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:
—Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.
Los pensamientos de Koyumi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.
Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto:
—No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?
La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la invitación de Masako.
Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.
Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.
Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.
Kanako se sentó y dijo:
—Hoy dieron a conocer el reparto —frunció su boca en un mohín.
—¿Ah, sí? —apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.
—No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.
—Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.
Kanako sacudió la cabeza:
—Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.
—No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.
Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.
Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.
—Vendrá alguien con nosotros esta noche —anunció Masako.
—¿Quién?
—Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.
—¿Cómo es? —preguntó Kanako.
—Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada
En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.
—Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas —el tono de Masako era altanero.
—Sí, señorita.
Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.
—¡Un buen guardaespaldas! —murmuró Kasako al oído de su amiga.
Masako adoptó un tono severo:
—Vuelvo a decir lo que ya les he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podrán abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendrán lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No pueden usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.
Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.
—Sí, señorita —contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.
—Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?
—Sí, señorita —y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.
—¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo! —comentó Kanako.
En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:
—Ya estoy lista —anunció.
—¿Has elegido buenos puentes? —preguntó Masako.
—Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.
Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.
—¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! —exclamó Koyumi.
Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.
Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.
Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.
A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna… Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.
Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.
Masako soñaba con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras admiradoras…, no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R. existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.
Kanako soñaba con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había desaparecido.
Como movidas por un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía un insulto a sus plegarias.
Giraron hacia la derecha, en la avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las sombras ocultaban la luz de la luna.
En seguida contemplaron el Puente Miyoshi frente a ellas. Era el primero de los siete puentes que deberían cruzar. Está construido en forma curiosa. Se asemeja a una “Y” debido a la bifurcación del río en dicho lugar. En la orilla opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda e incorrecta contra el cielo oscuro.
El puente Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas. No todas estaban encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.
El agua del río se encrespaba bajo el resplandor lunar.
Antes de cruzar el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi, juntaron las manos para formular sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario, salió de él. Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo, suspendió su ocupación.
Las mujeres comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros, como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de alivio y tarea cumplida.
Koyumi se detuvo bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.
Masako observó los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental importancia.
Masako llegó a convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.
A su lado, Mina, con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que era el corazón de la sirvienta.
Caminaron hacia el sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.
Aun antes de llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a atenacearla nuevamente.
El Puente Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.
Koyumi se detuvo bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella, cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones. Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.
El Puente Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar. Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur, parecía un faro proclamando la proximidad del océano.
Cruzaron el puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse. Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su vientre y haciendo muecas de dolor.
Sin advertir lo que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó la distancia entre ella y sus compañeras.
Cuando por fin un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.
El corazón humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril, irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor, pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían de inmediato.
Cuando, por fin, el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló su estómago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar. Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación terminal de tranvías.
El primer impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kasako.
Sólo al llegar al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en una esquina.
El cuarto puente era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del Puente Tsukiji.
Las tres mujeres se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo, tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.
Las plegarias de cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.
Las palabras “Puente de Irifuna” se destacaban en letras blancas sobre una placa metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Éste se destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente pertenecía a la choza semiderruida de un hombre que vivía en el extremo del muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero anunciaba allí “Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para redes”.
El cielo nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes. El cielo estaba, ahora, completamente nublado.
Las mujeres cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.
El río dobla allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente Akatsuki.
Hacia la derecha la mayoría de los edificios eran restoranes. En cambio, en la orilla izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas, destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del hospital, pero su ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en las ventanas.
Las tres mujeres marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba, no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y ahora estaba bañada en su transpiración.
El cielo se oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de convertirse en un aguacero.
En aquel momento apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio de la noche.
Masako juntó las manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del suelo. Trastabillando casi, hubo de dar con sus huesos sobre un caño de hierro en reparación.
En el otro extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San Lucas.
El puente no era largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso. Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta. Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de aquel rostro bajo el pelo mojado.
La mujer se detuvo en la mitad del puente:
—Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años, ¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!
Estiró su cuello hacia Koyumi, cerrándole el paso.
Koyumi bajó los ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a través de una grieta.
Su monólogo no parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí:
—En este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira que encontrarnos aquí!
Al sentir la mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la plegaria.
Masako observó el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás a Koyumi.
Masako recordó a la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen. Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla, y ello le había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues, que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una coincidencia afortunada que no recordara a Masako.
El sexto puente, el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.
Ya sin guía, Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias fueran escuchadas.
Una fina llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos, parecía encarnar una burla hacia Masako.
La presencia de Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que significaban las plegarias de la muchacha campesina.
No era agradable verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.
Tenía la sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía inmediatamente y no intentó reconstruirla.
Era menester cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada más.
Las luces de una calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente. Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había indicios de que el puente no podía estar lejos.
En efecto, llegó primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre, “Puente Bizen”, escrito en una columna de cemento. En lo alto del pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.
Masako suspiró con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez, para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que se apartó de la oración para murmurar a media voz: “¡Ojalá no la hubiera traído! ¡Es verdaderamente exasperante!”
En aquel mismo instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se había detenido a su lado:
—¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?
Masako no podía contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina, parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina —fuera por obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias plegarias— estaba resuelta a no hablar.
El tono del policía se hizo aún más áspero:
—¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!
Masako decidió que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se precipitaba tras ella.
El policía alcanzó a Masako en la mitad del puente.
—Tratando de escapar, ¿eh? —gritó, tomándola de un brazo.
—¿Quién piensa en escaparse? ¡Me está lastimando! —Masako había gritado impulsivamente. Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.
Mina, a salvo en el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.
Cuando regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que sucedía, reprendió a Mina.
—¿Puedes decirme qué pedías en tus plegarias? —preguntó.
Por toda respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.
Algunos días después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:
—¿Qué pedías? —le preguntó por centésima vez—. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo puedes contar.
Pero Mina sólo esbozaba una sonrisa evasiva.
—¡Eres espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!
Y riéndose, Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la manicura.
La piel elástica y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no supo qué hacer con su mano.

LA PERLA. Yukio Mishima.

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad “Guardemos nuestras edades en secreto” y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

-No es nada… Un segundo, por favor… -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:

-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:

-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: “Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?”

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.

-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas…

-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi… ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto…

-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien…

-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán… -sollozó.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti… No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de

El muchacho que escribía poesía. Yukio Mishima.

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una semana: Antología”. Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra “poemas” en la primera página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May, 1940”.
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. “La algarabía es por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es posible”, tenía que decir siempre “sí”.

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.

Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: “No hay poesía en eso”.

Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior…

Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.

Sin la menor emoción usaba palabras como “súplica”, “maldición” y “desdén”. El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el “Diccionario de la literatura mundial”: En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.

Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.

Le gustaba el soneto de Wilde, “La tumba de Keats”: “Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires”. Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.

Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.

La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.

En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. “Ya sabes de qué se trata”, le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.

El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del “hibachi”. Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo “siéntese”, cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:

-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?

-¿Quiere decir Schiller?

-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.

El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. “No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más”.

El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.

R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l’Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.

Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.

El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.

Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.

¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.

El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?

¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra “genio”, y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo “genio” y no carencia.

No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.

Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.

Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los “Juegos de la Liga”. Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. “¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?” Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.

No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: “Las palabras”.

No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.

El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la “humillación”, la “agonía”, la “desesperanza”, la “execración”, la “alegría del amor”, la “pena del desamor”.

Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: “Eso es dolor, es algo que conozco”.

Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:

-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.

Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.

El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.

Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.

-Anoche vi un sueño en colores.

(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).

-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más… Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?

R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.

El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.

Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:

-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.

-¿De qué?

-La verdad es… -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.

-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.

-Sí.

R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. “He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos”. No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.

La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.

Por fin halló unas palabras de consuelo.

-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.

R respondió débilmente:

-Este no es momento para la poesía.

-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?

La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.

-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.

Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.

-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?

-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.

-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?

-Porque era un genio.

-Entonces…

El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.

La frase de R, “Tú no comprendes todavía”, lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: “No es un genio. Se enamora”.

El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.

A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.

R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.

-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.

El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.

-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. “Mi frente también es abultada”, se dijo. “Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa”.

En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.

El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.

-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.

El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. “Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía”, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

FIN