3.- El amor como renuncia.

a) HARUKI MURAKAMI. LA CHICA DEL CUMPLEAÑOS.
El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho, }aquel} viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo }gnocchi} de calabaza y }fritto misto di mare} entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Esa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo.

–No te preocupes -consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas-. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial.

En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería.

Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.

Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi (*).

(¿) Elegante barrio de Tokio famoso por sus restaurantes, bares y discotecas (}N. de la T.})

El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona.

Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora.

Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de }La pequeña Dorrit} de Dickens. Cobraba

y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.

El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones.

Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.

El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.

–El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio.

No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho -dice ella.

Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.

–Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.

–¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante? –Pues sí -dice ella-. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día,

de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.

El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles.

Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que }fuese pollo} era todo lo que se les pedía.

El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre.

La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero.

A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, }mousse} de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.

El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido.

El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.

Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre.

Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.

–Creo que debería ir al hospital -dijo con voz pesada.

Era muy raro que se encontrara mal.

Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ese era otro motivo de orgullo

para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.

Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:

–A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir:

“Aquí tiene su comida”, y dejarla allí.

–La seiscientos cuatro, ¿verdad? -dijo ella.

–A las ocho en punto -insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor.

La portezuela del taxi se cerró y él se fue.

Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez.

Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.

A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.

Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.

Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata.

La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.

–Aquí tiene su cena -dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.

–¿La cena? –Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le

traigo yo la cena en su lugar.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta-. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal? –Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.

–¡Vaya! -exclamó el anciano-.

¡Qué mal! Ella carraspeó.

–¿Desea el señor que le entre la cena? –¡Ah, claro! -dijo el anciano-.

Si tú quieres.

“¿Si yo quiero?”, pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo? El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio.

Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio (*)

(*) Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). (}N. de la T.})

completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá.

Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena.

La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.

–Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? -preguntó ella.

El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.

–¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres.

“Sí, en este momento, eso es lo que quiero”, se dijo ella para sus adentros.

–¿Desea algo más el señor? –No, nada más -respondió el anciano tras pensárselo unos instantes.

Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. “¡Qué bien vestido va!”, pensó ella. “Y tiene muy buen porte para su edad.” –Entonces, con su permiso…

–No, espera un momento -dijo el anciano.

–Sí. ¿Qué desea? –Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? -preguntó el anciano-. Me gustaría hablar contigo.

“¿Jovencita?” Al oírlo, se ruborizó.

–Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos -dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.

–Por cierto, ¿cuántos años tienes? -preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.

–Pues ahora tengo veinte -dijo ella.

–¿}Ahora} tienes veinte? -repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija-. Eso de que }ahora tienes veinte} debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad? –Pues no, señor. Los acabo de cumplir. -Y, tras dudar unos instantes, añadió-: En realidad, hoy es mi cumpleaños.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo-. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.

Ella asintió en silencio.

–Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.

–Pues sí, en efecto.

–¡Ya veo! ¡Ya veo! -exclamó el anciano-. ¡Qué bien! ¡Felicidades! –Muchas gracias -dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ôita en el contestador automático.

–Eso hay que celebrarlo -dijo el anciano-. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto? –Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…

–Por un poco de vino no pasa nada.

Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.

El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.

–¡Feliz cumpleaños! -dijo el anciano-. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.

Brindaron los dos.

“Que ninguna sombra la empañe jamás.” Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar? –Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.

–Sí -repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.

–Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena’

Igual que un hada bondadosa.

–Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.

–Incluso así -dijo el anciano-.

Incluso así. Hermosa jovencita.

El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio.

Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.

–Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente -dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito-. ¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece? Ella asintió, no muy convencida.

–Así, pues -dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca-, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.

Ella sacudió precipitadamente la cabeza.

–¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.

El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.

–¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin -dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro-. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.

–¿Un deseo? -dijo ella con voz seca.

–}Algo que tú quieras}. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien -dijo el anciano alzando un dedo en el aire-. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.

–¿Concederme algo que yo desee? El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.

–Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? -dijo el anciano con voz serena.

Ella me mira de frente.

–Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.

–No, claro que no -digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas-. ¿Y qué deseo le pediste? Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.

–No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas.

Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no.

-Asiento en silencio-. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo }tortellini} con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años! Asiento de nuevo.

–Te comprendo -digo.

–Así que formulé un deseo, tal como me decía -me cuenta ella.

El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.

Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.

–¿O sea que éste es tu deseo? –Sí –Es un deseo muy raro para una chica de tu edad -dijo el anciano-.

Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.

–Si no puede ser, pediré algo distinto -dijo ella. Y carraspeó otra vez-. No importa. Pensaré en otra cosa.

–¡Oh, no, no! -dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera-.

No hay ningún problema. En absoluto.

Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica.

?No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad? Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.

–Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no

puedo ni imaginar qué sería de mí.

Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación-. ¡Ah, claro! –¿Mi deseo es posible? –Por supuesto -dijo el anciano-.

Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.

De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo -una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo- que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco.

Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa.

–¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.

–¿Ya se ha cumplido? –Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil -dijo el anciano-.

Feliz cumpleaños, hermosa jovencita.

Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.

Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.

–¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna -le preguntó el camarero joven.

Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.

–¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.

–Oye, ¿y cómo es el dueño? –Pues, no sé. Apenas lo he visto -respondió ella con indiferencia.

Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro.

Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero.

El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.

–No volví a ver al dueño jamás -dice ella-. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.

Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.

–A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.

Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.

–¿Puedo hacerte una pregunta? -le digo-. Aunque, hablando con propiedad, son dos.

–Sí -dice ella-. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco? –No parece que quieras decírmelo.

–¿Eso parece? Asiento.

Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.

–Los deseos no deben contarse a nadie.

–Ni yo pretendo sonsacártelo -digo-. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de }haber elegido el deseo que elegiste}, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: “¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!”.

–La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.

–¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse? –Sí -dice ella-. El tiempo desempeña aquí un papel importante.

–¿Como en la elaboración de algunas comidas? Ella asiente.

Reflexiono un poco al respecto.

Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.

–¿Y la segunda pregunta? -quiero saber.

–¿Cuál era la segunda pregunta? –Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.

Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.

–Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos -me cuenta-. Un niño y una niña.

Y un }setter} irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Esta es mi vida ahora.

–Pues no parece tan mala, la verdad -digo.

–¿Aunque el parachoques tenga dos

abolladuras? –¡Pero si los parachoques están para ser abollados! –Eso tendría que ir en una pegatina -dice ella-. Los parachoques están para ser abollados.

Le miro los labios.

–Lo que quiero decir -prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado- es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma.

Sólo eso.

–Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: “Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma”.

Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.

Ella hinca un codo en la barra y me mira.

–Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido? –¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños? –Sí -dice.

Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.

–Pues no se me ocurre nada -le digo con franqueza-. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.

–¿Nada? ¿En serio? Asiento.

–¿Ni uno? –Ni uno -digo yo.

Ella vuelve a mirarme a los ojos.

Una mirada muy franca y directa.

–Seguro que ya lo habrás pedido -me dice.

–Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. -En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire-. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

b) HARUKI MURAKAMI. EL HOMBRE DE HIELO.

Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.

—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.

En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo: —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así. —Dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.

El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.

No era lo que se dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.

Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.

A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.

La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.

Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así. —¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.

Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.

—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve. Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue. —¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.

Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.

—¿Estás solo? —le pregunté. —Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar. —No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no esquío.

Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.

En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.

—No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—.

¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente? —No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti. —¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté. —No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo. —Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.

Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.

—¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?

Me observó un rato y luego sacudió la cabeza. —No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado.

No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.

El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.

Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.

Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.

Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él. —Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.

Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.

De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.

Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.

Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.

Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años — todos los pasados del mundo— se almacenaban.

En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.

Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.

Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.

Por eso un día le dije a mi marido: —¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado? —¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo? —No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo.

¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco? El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo: —Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir? —¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.

Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.

Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.

Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije: —Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.

Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo: —No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.

La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.

Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme. —Tuve una pesadilla —le decía. —Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes? —Sí —decía yo pese a no estar convencida.

No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.

Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo: —¿Es éste el sitio que querías conocer? —Sí —respondí—. Así es.

El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.

Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.

Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.

Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.

—Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera. Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.

Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua. —¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.

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