Como cada verano, fui a casa de mis abuelos. Ellos vivían en Lloret de mar, un pueblo de la Costa Brava.
Su piso era muy pequeño; pero, a la vez, muy acogedor. Lo que más me gustaba de ese piso era que tenía vistas directas al mar. Cada vez que miraba esa inmensa extensión de agua, tan clara, de un azul tan intenso, siempre me relajaba y me inspiraba una gran tranquilidad.
Cada vez que veía las gaviotas revolotear sobre el mar en busca de alimento, soñaba con poder convertirme en una de ellas, para poder ver ese magnífico mar desde una perspectiva desde la que poder apreciar toda su belleza, y para poder ser libre y volar hacia otro lugar, donde poder contemplar otros mares que roben mi corazón, como ya robó en su momento el mar de Lloret.
Hasta cuando el mar está revuelto, me parece algo maravilloso. Mis abuelos siempre me dicen que no me acerque a la playa los días que haya temporal marítimo, pero yo no les hago mucho caso, ya que, a mí, no me gustaría desperdiciar una oportunidad para ver la naturaleza en su máximo esplendor.
Cada día, espero impaciente que llegue el alba, para poder ver ese magnífico momento, cuando el sol se esconde a través de un horizonte, el cual nadie puede alcanzar.
Disfruto de todos estos momentos, hasta que llega el trágico día en que tengo que volver a mi casa, la cual, comparada con el piso de mis abuelos, no vale para nada.
El piso de mis abuelos podrá ser pequeño; pero, cada año, espero impaciente volver a ver ese hermoso mar, el cual nunca olvidaré.
Miguel Sances, 4A1