¡Qué difícil es llegar a su obra! Pero no al hombre. De éste, por el contrario, no hay nada que no conozcamos. Su vida, acometida sin cesar por nuevos biógrafos, se ha convertido en un símbolo. Ni siquiera el cine ha dejado de especular sobre ella y la tragedia ha sido llevada hasta las proporciones del folletín popular. Mas lo que importa no es que van Gogh haya sido evangelista, dependiente de librería y vagabundo, que su existencia se consumiera en la fiebre, el entusiasmo y el delirio y que, desesperado de todo, se sirviera del revólver para ponerle término. Muchos otros desgraciados han sufrido la misma suerte. Algunos dejan a veces un recuerdo; la mayoría, el olvido; Van Gogh, una obra.
Pero aún hay que defenderse de otra confusión. En cartas estremecedoras, Van Gogh mismo se hizo eco de su calvario. Cuántas confesiones terribles: la miseria que se encarniza, la desesperación que acecha, la locura que amenaza… Pero también cuántos pasajes preciosos acerca del combate que sostiene por su arte. Las citas se han hecho célebres, casi familiares. No hay más remedio que admirar al genio, a la vez profético y penetrante. Pero hay que ponerlas en su sitio, lo mismo que toda la correspondencia. El arte está en otro plano que la vida. El corazón que nos entrega van Gogh en sus cartas hace latir en nosotros un corazón fraterno. Es la palpitación de un alma lo que se descubre a nuestra alma cuando afrontamos su obra. Ante La Iglesia de Auvers querríamos olvidar que Van Gogh se quitó la vida trágicamente, casi querríamos poder olvidar sus cartas e incluso sus últimas palabras, dirigidas a su hermano Théo, quien al acudir junto a su lecho le exhortaba a tener valor: “Es inútil la tristeza, durará toda la vida”. Frase de la que la posteridad ha hecho el sello y la divisa de Van Gogh.
Van Gogh nació en 1853. Después de una existencia agitada, se puso a pintar en 1883, a la edad de treinta años, pero es hacia 1885 cuando el arte llega a ser una verdadera “posesión” para él. Discípulo de los impresionistas y admirador de los japoneses, se estableció en el Mediodía de Francia en 1888. Como consecuencia de violentas crisis fue internado en el asilo de Saint-Rémy y en 1890 se estableció en Auvers, donde murió a los treinta y siete años.
Cinco años, a lo sumo siete, le bastaron para dar su medida. Es difícil creer que en tan poco tiempo, en condiciones miserables que únicamente endulzó la amistad eficiente de su hermano, Van Gogh pudiera producir cerca de mil cuadros, sin contar numerosos dibujos, y que su obra tan breve y también tan desconocida mientras vivió (ya se sabe que no vendió más que un lienzo) se haya convertido en uno de los impulsos más fecundos del arte moderno. Por una ironía de la suerte, el público de hoy da a esta obra su adhesión más ferviente.
La Iglesia de Auvers
Es uno de los últimos lienzos del artista. Llegado a Auvers el 21 de mayo de 1890, Van Gogh se suicidaba el 27 de julio. Fue pintado en el intervalo de esos dos meses. Mide 0,93 x 0,75 m. Su estado de conservación es bueno.
Fue propiedad del doctor Gachet, cuyo hijo lo legó al Louvre. Al rendir homenaje al donante, André Malraux pronunciaba con orgullo estas palabras: “Este cuadro… es uno de los más bellos Van Gogh del mundo, parigual a Campos bajo un cielo tormentoso y a Cuervos (junio y julio de 1890, últimas semanas de Van Gogh)… El azul furioso de su cielo recuerda el del retrato del doctor, en el Jeu de Paume, que está enigmáticamente ligado a él… En una versión del Romancero, el Cid, envejecido y vestido de peregrino, vuelve a su palacio. Nadie lo ha reconocido en su ciudad. Llama y quieren expulsarlo. Entonces uno de los niños que juegan en la estrecha calle roja bajo los relieves heráldicos (y que nunca lo ha visto) viene a él “yo te reconozco, eres Rodrigo”. Es hermoso, Monsieur Gachet, demostrar a los artistas (y a los demás) que casi siempre hay alguien para quien el Cid ignorado se llama Rodrigo”.
Estudio de la obra
Frente a este lienzo, ¿cómo no sentirse lleno a la vez de inquietud y de admiración? Inquietud ante ese paisaje quebrado por no se sabe qué tormenta, ante ese despojo de mujer al borde del camino. ¿A qué seísmo se afronta la tierra o, más bien, qué catástrofe inminente se aproxima? Ideas y sentimientos irrumpen en nuestra conciencia y sin embargo, a pesar de su tropel, sentimos que el genio del artista los ordena dominándolos y que, si el rayo está a punto de caer, es el pintor aún quien lo tiene en su mano.
Desconfiemos de las imágenes, puerta falsa de la explicación, y procuremos ver claro con toda sencillez. El género a que pertenece el cuadro no se presta a discusiones, es el que practican todos los principiantes y uno de los que cuentan con el favor del gran público, pues no hay nada más agradable que el paisaje. Y lo que Van Gogh representa es lo que mil pintores, en mil lugares de la tierra, se ingenian por llevar al lienzo: la iglesia del pueblo. Éste es el tema. ¿Pero a qué se debe que, al decirlo, en seguida nos sublevemos? ¡Van Gogh paisajista! No, lo pintoresco no tiene nada que ver aquí. Lo que nos conmueve es descubrir, bajo la apariencia de una modesta iglesia rural, la presencia de un ser fantástico, no en su sentido habitual, sino como sucede en los cuentos de Edgar Allan Poe, donde lo fantástico no es emanación de lo sobrenatural, sino que se produce en los confines de lo natural y sobrenatural, como si correspondiese a las cosas más sencillas y triviales, una iglesia rural por ejemplo, participar del misterio.
¿Una iglesia rural? Sí, y concretamente la de Auvers-sur-Oise. He aquí la fotografía y el cuadro. Las semejanzas son patentes, sin que pueda uno confundirse acerca del lugar ni acerca del modelo. El pintor se ha situado a alguna distancia de la cabecera del templo. Se han respetado los diferentes cuerpos del edificio; el campanario, los brazos del crucero, a la derecha la absidiola, los contrafuertes, de los cuales el de la izquierda, visto de perfil, forma una poderosa masa. También se ha respetado el número y clase de las ventanas, góticas en el ábside y en la torre, románicas en la absidiola. Los elementos del edificio no son menos reconocibles: se adivina la nave entre el ábside y el crucero, los faldones del tejado cubren los brazos de cruz, el campanario ostenta su reloj entre el piñón y los dos huecos. Todo está, hasta los detalles de las vidrieras. Ante la iglesia hay el mismo entrante del prado triangular, con la bifurcación del camino. Detrás descubre el cielo la misma inmensidad. La fotografía no nos muestra los árboles de la izquierda ni la casita de la derecha. También está ausente la mujer que sube por el camino. Aparte de estos detalles, el cuadro es de una exactitud, si no fotográfica, al menos, insistamos en ello, topográfica. Dígase lo que se quiera de Van Gogh, que salía de un asilo de alienados, que sus crisis se reproducían, que iba a suicidarse poco después, no se puede negar al artista, sin embargo, haber tenido la voluntad de pintar lo que tenía ante los ojos. El rigor de su observación da fe de ello.
Pero, como en todo artista, lo que se halla ante él no es nunca un espectáculo, ni un objeto, ni todavía menos una meta. El asunto, como un muro sonoro en el que el alma percute y que repercute al alma, produce ecos y formas que, como oleadas, se interpretan y se mezclan para crear la obra cuya vibración única llega a nosotros. ¿Qué voz atraviesa, pues, este paisaje? Voz sin palabras, pero no sin acento.
Si este paisaje se caracteriza por lo fantástico y lo fantástico va al encuentro de lo natural y lo sobrenatural, se comprende que el doble origen y la doble naturaleza de la obra actúen sobre la sensibilidad y el espíritu del espectador. Éste experimenta la extraña impresión de reconocer los lugares y al mismo tiempo estar en país desconocido. De ello sigue el insólito efecto de que las relaciones entre los objetos cambian insidiosamente y por ejemplo que la mujer del camino, en vez de reivindicar el puesto que le confiere su forma humana, casi se borra en beneficio de la brava presencia de la iglesia.
No hay duda de que estamos en un espacio plástico definido, lo que significa que las formas (y también las “deformaciones”) no son ya a imagen de la realidad topográfica, sino a imagen de la figura interior de la obra. Obsérvese que el cielo está hecho de un solo empeño, de un azul sin falla, circunscrito con toda nitidez por el marco y por el contorno de la iglesia. Cielo sin cavidad, que pesa con toda su gravidez, no de aire ni de azul, sino de destino. Ninguna abertura, ninguna claridad, el ultramar no decae. Extensión sin profundidad, sin horizonte, cayendo a plomo con toda su fuerza de inercia sobre la iglesia que se dobla bajo la carga.
En oposición con el cielo, ved el prado en forma de triángulo, la bifurcación del camino y la aldeana vuelta de espaldas. La forma del camino es bastante sugestiva por sí misma: los dos senderos que lo prolongan abrazan la iglesia como en una pinza. El sorprendente escorzo de la perspectiva acentúa aún más el vigor del planteamiento y, al mismo tiempo, levanta el nivel del suelo. En la fotografía, el edificio tiene aspecto estable mientras que en cuadro se diría que la tierra lo alza como sobre una ola. ¿Exaltación, ascensión, júbilo…? Quizá, si el prado no se quebrara bruscamente en el mismo límite de la sombra y sobre todo si las formas de la iglesia no se retorcieran tan dolorosamente.
Ahora bien, es entre el peso del cielo y el espasmo de la tierra donde Van Gogh coloca, como víctima señalada, el cuerpo de la iglesia. Cogido entre ambos, sus miembros crujen. ¿Cómo puede dar semejante impresión?
De nuevo ahí es reveladora la comparación con la fotografía. En esta no sólo parece el cielo imponderable, no sólo marcha el suelo hacia su punto de fuga, sino que las partes de la iglesia forman cada una un volumen distinto que, mediante la ayuda de la perspectiva, se articulan entre sí como otros tantos cuerpos. En una palabra, los elementos se yuxtaponen según su naturaleza física. Van Gogh subvierte todo esto. Con él, el cielo se convierte en un espacio rígido de dos dimensiones, la tierra y el prado se rompen por la mitad, se anula la ilusión de aire libre, los volúmenes dejan de desarrollarse en profundidad, la iglesia se ahoga en un espacio comprimido. Aunque distintos, los planos están sometidos a una serie de choques que les hacen entrar unos en otros o al menos dar esta impresión. Empujado hacia el cielo por el camino, el ábside se aplasta contra la nave, que a su vez se aplana contra el campanario y el campanario contra el cielo. Pero este empuje de delante atrás se ejerce también de detrás adelante, desde el cielo rígido como una muralla hasta el ábside. En vez de moldearse en la luz, el ábside, la absidiola, los brazos del crucero y el campanario se pliegan unos sobre otros. A propósito suprime Van Gogh las sombras. Desaparecidas éstas, los planos dejan de sugerir el espacio intermedio y por consiguiente desaparece la ilusión de volumen. La iglesia, sometida a esta contracción, tampoco escapa a los empujes laterales. Hemos visto que los dos caminos cogen a la iglesia como en una pinza. Per esta sugestión casi imitativa se repite plásticamente por la disposición del cuadro: a derecha e izquierda de la iglesia, apenas hay un estrecho intervalo entre el muro y el marco (un poco menos estrecho a la izquierda), que a falta de abertura produce una impresión de estrangulamiento. Por añadidura, en relación con el conjunto, el cuerpo de la iglesia parece ocupar demasiado sitio; pero ese “demasiado” no se siente como si fuese una torpeza, sino como la voluntad del artista de colocar la iglesia en la parte delantera de la escena para hacer notar mejor que ésta es el centro del drama.
¿Pero con qué derecho nos identificamos con la suerte de este edificio de piedra? Después de todo, no es más que la iglesia de Auvers-sur-Oise. No exactamente, pues también la de Van Gogh. Pero tal como la pintó, la iglesia no es un objeto que, sometido a una fuerza natural o sobrenatural se agriete o se arruine. Por una serie de analogías secretas, ajenas a toda personificación, le da un carácter humano que la aproxima a nosotros. Precisemos este punto: si un edificio cae a tierra por el tiempo podemos desconsolarnos, lamentarnos o irritarnos, pero si el afectado es un hombre o alguna cosa que nos dé el equivalente de lo humano, nos invade otra clase de sentimiento, la “simpatía” que nos hace participar en el sufrimiento ajeno. El extraño poder de este cuadro es precisamente el de abrirnos a esa cualidad de participación por medio de un paisaje, es decir, de un conjunto de objetos inanimados.
En primer lugar por el dibujo. Trátese de la iglesia o del prado, las formas son contenidas en general por un trazo, lo mismo que los motivos de las vidrieras están indicados por una línea. Pero estas líneas, que en la fotografía están dominadas por rectas delimitando los planos y volúmenes, se componen principalmente en el cuadro de Van Gogh de curvas que se ligan y se yuxtaponen en tramos de largura, anchura y espesor desiguales y, lo que es más, siguen orientaciones diferentes. La impresión que se desprende es la de una forma que se rompe, pero no a la manera de un objeto inerte, de un mineral o de una obra de arquitectura. La torsión que se manifiesta en estos segmentos de curvas demuestra que a los empujes que se ejercen sobre la iglesia responde desde su interior una fuerza que no es debida sólo a la inercia del material, sino a una sustancia dotada de energía. El dibujo no está ya destinado a señalar contornos, sino a hacer sensible el crujido interno de formas animadas por la voluntad de resistir.
Esta impresión orgánica se hace más perceptible aún por el alabeo de los ejes de construcción. Para nosotros, la vertical y la horizontal son los signos genuinos del equilibrio. Por eso nos parece natural que se asocien a la idea que nos formamos de un edificio, el cual es por definición tributario de las leyes de la gravedad. Pero en la fotografía se ve bien que el tiempo ha alterado un poco la vertical y la horizontal; el ábside está ligeramente desviado hacia la derecha, el campanario hacia la izquierda y el tejado no está a nivel. Fijémonos, no obstante, en que a pesar de esas alteraciones no resulta comprometida la impresión de conjunto, como si los ejes desviados, pero no torcidos, continuasen evocando el equilibrio físico de la masa arquitectónica. En el cuadro, en cambio, los ejes dan la sensación de sufrir no sólo una inclinación, sino una flexión y por ello tenemos la impresión de que estamos ante una estructura dotada de cierta elasticidad, como un organismo por ejemplo. Añadido al efecto de las líneas, éste producido por los ejes se manifiesta en el mismo sentido y suscita la idea de una masa viviente sometida a tortura. La iglesia deja poco a poco de ser un cúmulo de piedra para convertirse en un cuerpo con toda su capacidad de sufrimiento y quizá tiene ya un alma…
Puede parecer curioso que los colores contribuyan también a esta “humanización”. Es verdad que Van Gogh había soñado expresamente en ello, como atestigua la frase repetida a menudo: “He intentado expresar con el rojo y el verde las terribles pasiones humanas…”. Pero desconfiemos también de esto. Las intenciones están al alcance de todos y son vagas. Sólo cuenta su realización en una obra.
Observemos para comenzar que Van Gogh no cambia radicalmente el color de los objetos: el cielo es azul, el tejado de la iglesia es rojo, las vidrieras son azules, la hierba es verde; pero si en conjunto se respetan los tonos, falta que hagan el efecto de los tonos de la naturaleza.
Sus colores se caracterizan para nosotros ante todo por su homogeneidad. Aunque estén extendidos en el cielo o puestos a manchas nerviosas en el camino y en el prado, dejan de tener por oficio el de despertar la sensación de materias diferentes. No hay transparencia en el cielo, ni tampoco levedad; no hay más flexibilidad en esta hierba, ni más rigidez en la piedra de la iglesia. En lugar de conformarse al objeto, le imponen su propia sustancia, en la que lo envuelven y lo amasan. Pero esta sustancia, en cualquier lugar a donde se lleve, manifiesta la misma densidad al ojo, sin consideración al medio o a la situación que ocupa, trátese del cielo, de la tierra, del camino o el prado. Por añadidura, del mismo modo que no varía con la naturaleza e los objetos ni con los ambientes, tampoco varía con la luz. Del mismo modo que la sombra suprimida de la iglesia impide que los volúmenes tomen cuerpo, también el aire, rechazado a su vez, impide que las formas respiren; una especie de opresión se apodera de nosotros. El color privado de oxígeno puede muy bien hacerse hierba, cielo o campanario, pero es la misma materia. ¿Cuál es la razón de esto? Van Gogh, como hemos visto, evoca con estas formas la sensación de lo orgánico. Fortificándola aún más, el color añade algo de carnal. Es seguro que el cuadro de Van Gogh nos pone en presencia, no de una cosa, sino de un ser. Y de un drama. Pero de este drama sólo conocemos a la víctima, mientras ignoramos todo acerca de las fuerzas malévolas que la afligen. Van Gogh no denuncia el mal ni ninguna clase de mal. Sencillamente nos hace sentir su presencia en el cuerpo de la iglesia.
La escena va acompañada de una iluminación que aumenta la crudeza. Al ver la banda de sombra al pie de la iglesia, se podría creer que la fuente de luz viene de arriba a la derecha. No hay nada de eso. El cielo es tan herméticamente cerrado y azul de un lado como del otro. Tampoco hay ninguna sombra que sirva de referencia sobre el edificio. Es una luz fantástica, sin origen natural. Al mirar más de cerca, se ve que el cielo es de una textura apretada que se adelgaza ligeramente a trozos, pero sobre todo que lleva, arriba a la derecha y aún más a la izquierda, empastes oscuros, casi negros, en forma de garfios y de círculos deformados. El sol no se manifiesta más que por un simulacro y algunos estremecimientos de materia calcinada, sol negro, rayos oscuros, nubes celulares. ¿Y la sombra al pie de la iglesia? Como un oleaje, solapadamente se fija a los dos bordes del lienzo, estableciendo una frontera horizontal a mitad del prado, como si el resto de la tierra no participara en el mismo drama, al menos con igual intensidad. La iglesia, destinada al sufrimiento, ha de tener todavía la experiencia de la soledad, de la separación, dedicarse ella misma a la muerte. Ningún signo de arriba, ninguna llamada de abajo. La luz no sirve ya para modelar los objetos, ni para evocar su materia, ni para situarlos en su lugar, sino que tiende a actuar por sí misma como un signo. Disociada de su empleo habitual con los colores, rompe los vínculos con la representación de la naturaleza para alumbrar la imaginación del pintor cuya proyección es el lienzo.
A primera vista, el cuadro nos parecía imagen del modelo; incluso es esto lo que nos había sorprendido. Era una visión prematura, pues el detalle está, pero el artista lo transforma todo, cambiando en primer término la situación del lugar. Auvers deja de ser una realidad geográfica. Son la angustia y el sufrimiento quienes “sitúan” la iglesia en el cuadro. Bajo su aspecto ordinario, las formas ocultan de las miradas, de las sensaciones y de los pensamientos, una nueva fisonomía, es decir, nuevas leyes que gobiernan sus rasgos. He aquí por qué estábamos autorizados a hablar de fantástico, incluso acerca de los colores. Aun respetando el tono de los objetos, Van Gogh los lleva a algunos dominantes, azul, rojo, verde, y les confiere una intensidad sorprendente. Nada que sea chillón. Van Gogh no fuerza el efecto, sino que concentra sus condiciones. Esta transposición reflexiva y ordenada nos comunica la angustia del artista. No por la representación del sufrimiento, sino por la irradiación de su arte.
Al arabesco que circunda el contorno de la iglesia con un trazo caótico se agregan, como filamentos nerviosos, las líneas de fuerza que forman las aristas de la iglesia. Éstas, sometidas a la prueba de corrientes contrarias, no parecen salir indemnes, pues producen una impresión de desgarramiento. Con las arterias a lo vivo, la iglesia alza su cuerpo exangüe y desmembrado. (Es inútil observar que nada de esto aparece en la fotografía). Tensas hasta el extremo, acaban por romperse y es su ruptura lo que nos es dado compartir, a fin de que el tormento se haga nuestro hasta en la carne.
Esta participación se vuelve sensible táctilmente por el toque. Siempre importante en Van Gogh, aquí es esencial. Ved como el movimiento del camino, y no solamente su dirección, se manifiesta por una serie de manchas rectangulares puestas unas al lado de otras. Para paliar el efecto de profundidad que producen las dos ramas del camino que se van adelgazando. Van Gogh se sirve de manchas de colores que, dondequiera que se pongan, guardan sensiblemente las mismas dimensiones y el mismo valor. La impresión de alejamiento disminuye y, empujada la iglesia hacia delante, sucede como si se nos pusiera en inevitable contacto con su suplicio.
En cuanto a las flores, se marcan con tonos amarillos o blancos que, si se observa de más cerca, no sólo parecen desmenuzadas y lo están en efecto, sino que se cortan sobre la hierba produciendo un movimiento en “sentido contrario”, que subraya a la vez la separación de los elementos y su rotura interior.
Por último, en la profundidad de la iglesia ved como cambia el toque. Las manchas, ya no amorfas ni geométricas como en las flores sobre el suelo, comienzan a retorcerse como un monstruoso hormiguero de larvas. Lejos de ser uniforme, el toque se modela según la voluntad de expresión del artista. En cuanto entra en contacto con la iglesia, se hace orgánico. No nos ocupamos, pues, de la imagen de una iglesia en ruinas, sino que vemos la pasión de una víctima. Padecemos, pero advirtamos que la única causa es el empleo de los medios plásticos.
Además, es el respeto a esta exigencia fundamental lo que acaba de dar al cuadro su calidad de obra de arte. En conjunto, la construcción es sencilla: la tierra ocupa el tercio de la altura y la iglesia los dos tercios. El prado forma una especie de triángulo que repite el del camino, triángulo al que responden el dibujo general de la iglesia y el de los diferentes paños del ábside. Cada una de las figuras de apoyo nos muestra una forma geométrica simple; de aquí la sensación de orden que experimentamos. Pero hay ahí un orden superficial del que se sirve el artista para hacer resaltar mejor, por contraste, la ruina de la iglesia. No sólo es irregular el contorno de las figuras y se altera su forma interior, sino que el eje de cada uno de los triángulos está ladeado. Por añadidura, las figuras no se disponen geométricamente unas al lado de otras; Van Gogh se cuida ostensiblemente de subrayar su orientación diferente y de hacerlas moverse, sea en sentido contrario, sea en sentidos distintos. La construcción del cuadro, que era estable según las figuras de apoyo, se desarticula y cada elemento se tuerce ante nuestros ojos.
Este carácter está todavía subrayado por el tratamiento de la pasta. Contrariamente al efecto producido a primera vista, los pigmentos son más bien delgados, especialmente en las vidrieras, en la hierba y en el cielo. Además, la pasta no se espesa más que por zonas: en el tejado, en las flores, en los rastros negros del sol. Pero allí donde la materia se emplea en roscas aumenta la impresión de espesor, mientras que donde se muestra en superficie da por el contrario la impresión de adelgazarse. Así es como los cambios de aplicación de la pasta nos encaminan de manera inesperada hacia el ritmo.
El ritmo se manifiesta sobre todo por las variaciones de intensidad de los colores y del movimiento: el azul vivo de las vidrieras alternando con el gris verde de los muros, las manchas claras de las flores alternando con la sombra al pie de la iglesia, el movimiento apresurado de esta oleada con relación al del campo que es regular y lento, la inmovilidad relativa de los paramentos del tejado con relación a la sinuosidad de las aristas. La materia cromática, fuente de energía, se manifiesta por descargas que el ritmo regula en pulsaciones.
¿Qué hay de la mujer vista de espaldas? Acerquémonos; su contorno está dibujado a trazos gruesos, la falda está hecha de azul y verde, el corpiño con un azul apenas teñido. En cuanto a la cabeza no hay color, lo que se ve es la tela. Ya hemos advertido que la campesina está representada andando (levanta el pie derecho), pero por un singular efecto es ella la que tiene aire inmóvil y todo lo demás, tierra, iglesia y cielo, sufren por el contrario los horrores de una conmoción misteriosa. ¿Hay que pensar que Van Gogh colocó allí un personaje accesorio o que se trata de una nota pintoresca? De ningún modo; para Van Gogh la aldeana tiene principalmente dos funciones. Como de ordinario en casos semejantes, sirve ante todo para fijar la escala del cuadro, pues por su talla se puede juzgar la de la iglesia. Pero puede dudarse de que este sea un papel secundario. En relación con las proporciones y las formas del edificio (aquí está su verdadero papel), la campesina nos da la sensación de un ser menudo, pero intacto, indiferente al drama que se consuma junto a ella y cuya grandeza es tanto más solitaria cuanto que ella lo ignora. A la manera de un biombo, nos mantiene a distancia de la agonía que tiene lugar ante nuestros ojos. Sin apartarnos, nos previene contra todo sentimentalismo. Paradójicamente, el patetismo del cuadro se acrecienta.
¿Qué hemos de concluir? ¿Qué antes de morir puso Van Gogh su corazón al desnudo? Acaso. Pero lo que importa no es saber las circunstancias de su angustia, de su locura, sino cómo a pesar de ambas logró realizar un acto de artista, una obra de arte. Ante la iglesia de Auvers se enciende su imaginación, se ponen en movimiento sus pinceles. Pinta la iglesia con escrúpulo. No se le puede recriminar de inexacto: todo está. Por minuciosa que sea la descripción, rebasa con mucho al modelo. Arrancado a la plaza del pueblo, entra en otro mundo y el cielo se aploma y la tierra se agita y la iglesia, piedras, pizarras, vidrieras, se convierten en un ser vivo que el dolor retuerce y cuyo clamor llena la inmensidad de una angustia impotente, aguijón supremo del alma solitaria. Al sentir la víctima cogida en la red y expirando, se puede creer que Van Gogh figura su propio fin o que, a su modo, crea una nueva versión del Calvario. Más que ceder a una imagen para terminar admiremos que por la fuerza de su arte nos dé motivos para hallar muchos: todos tienen por corazón la consumación de la víctima en el sufrimiento.
Con van Gogh la angustia ya no es un grito que se oye. Tomando forma ante nuestros ojos, en el cuadro, acaba por apoderarse de nuestra misma sustancia. Así el pintor nos revela, más allá de su propio sufrimiento, el sufrimiento de todos. Y por él podemos asumirlo, convirtiéndolo con él en obra de arte, en la plenitud del conocimiento. Aparte de los clamores, el grito pertenece a nuestra condición de hombre.