EL ORIGEN DEL ESPAÑOL
Antes de la llegada de los romanos a la península ibérica, en el año 218 a. C., se hablaban distintas lenguas, como el celtíbero, de origen indoeuropeo al igual que el latín, y el vasco, cuyo linaje todavía está por establecer.
Estas lenguas, llamadas “sustrato”, influyeron, sobre todo, en la manera de pronunciar el latín vulgar, que era el que se hablaba coloquialmente y del que parte el castellano, es decir, que los hispanos adaptaron la nueva lengua a su fonética.
Sin embargo, no sólo el “sustrato” imprimió su huella en el latín, “estrato”, sino que éste, con el paso del tiempo, del mismo modo que hacen las demás lenguas, fue evolucionando. Por otro lado, con la caída del Imperio Romano en el s. V, la península fue invadida por tribus bárbaras, en una primera oleada, suevos, vándalos y alanos, y, tras ellos, visigodos; tribus, todas ellas de carácter germánico, que introdujeron bastante léxico (saltar, guapo, guerra, escudo, ganar…) Más tarde, a partir del 711, los árabes se impusieron y permanecieron en el territorio por más de 800 años, con lo que esa lengua, el “superestrato”, dejó sus señales en la pronunciación, más que nada en los dialectos meridionales, en el léxico, del orden de unos 4000 vocablos, y en la toponimia.
Con el descubrimiento de América, el castellano vio también favorecido su léxico con un caudal procedente de las lenguas amerindias: al introducirse un nuevo producto, su nombre le acompañaba: tomate, tabaco, patata, maíz…
A partir del s. XVII fueron abundantes los galicismos y, tras las revoluciones industriales, los anglicismos.
Vemos así que una lengua, si está viva, va modificándose constantemente y nunca acaba de perfeccionarse.