En sus peores momentos laborales, por ejemplo durante los
tres meses en que trabajó en una empresa de unificación de
deudas, ofreciendo créditos usureros por teléfono mediante un
guión simpático que encubría lo ruinoso del trato para el cliente
desprevenido, familias al borde del embargo de cuya necesidad se
aprovechaba, y cuando salía de la oficina cansada, con ese
agotamiento mental que deja la simpatía profesional y que sólo
conocen quienes tienen que trabajar con una sonrisa permanente,
sea presencial o telefónica; cuando salía a la calle no sólo fatigada,
no sólo con jaqueca, no sólo con las cervicales y los brazos
cargados de tensión y mala postura, no sólo frustrada por los
pocos contratos conseguidos y que rebajarían sus ingresos
mensuales; cuando además de todo eso salía del trabajo con otro
malestar mayor, sintiéndose mala persona por haber estafado a
personas en situación dramática, se desplomaba en un asiento del
metro y en el reflejo de la ventanilla encontraba su sonrisa, todavía
su sonrisa, pese a las ojeras y la mirada triste persistía esa sonrisa
como una máscara que hubiese olvidado dejar sobre la mesa,
junto a los auriculares, el ratón y los folios del guión; y al verse en
el espejo del metro cambiaba bruscamente la expresión, hacía
desaparecer la sonrisa como quien esconde una prenda de ropa
con la que teme ser identificada por un perseguidor; miraba a
quienes, como ella, viajaban en el metro con expresión agotada,
hombres durmiendo el sueño que les faltó en la mañana por el
madrugón, mujeres con el maquillaje agrietado y sucio tras tantas
horas desde que salieron de sus casas, pies hinchados en
loszapatos de quienes trabajan de pie; los miraba temiendo que entre
ellos estuviese alguno de los desesperados a los que ese día había
convencido de firmar un contrato de reunificación de deudas que
les dejaría respirar brevemente pero que a medio plazo sería su
tumba; temía que el trabajador que frente a ella revisaba unos
papeles mordiéndose el labio inferior hubiese hablado con ella por
teléfono el día antes, y que al mirarla ahora, al ver su sonrisa
rígida, la identificase y le pidiese explicaciones por no haberle
dicho toda la verdad, por haberle ocultado información, por
haberle dado facilidades y haber grabado la conversación para que
tuviera validez de contrato y ya no hubiera posibilidad de
rectificación. Lo mismo le ocurrió hace medio año, cuando por la
calle la abordó un hombre al que inicialmente no reconoció, un
boliviano con expresión furiosa que le preguntó si ella era quien él
creía, si ella era la chica de la inmobiliaria que un año antes había
ido repartiendo sonrisas, octavillas y tarjetas de contacto a la obra
donde él y otros compatriotas trabajaban, y que con simpatía y un
punto de seducción le convenció de comprar un piso con unas
condiciones irresistibles: es muy sencillo, tú ahora estás pagando
setecientos euros de alquiler, pues por sólo un poco más, por
ochocientos mensuales, pagas la hipoteca y tienes un piso en
propiedad, así cuando te vuelvas a tu país lo vendes y le sacas el
doble de lo que ahora vale, con eso en tu país eres el rey del
mambo, y encima el crédito te cubre el ciento veinte por ciento,
tienes para lo que necesites ahora, para quitarte trampas, para
enviar a tu familia, para darte un capricho. Eres tú la que me
vendió el piso, verdad, le preguntó el hombre agarrándola con
fuerza por el brazo, pero ella lo negó, se mostró convincente en su
negativa, con la misma persuasión con que en otros momentos
había vendido contratos telefónicos, detergentes industriales,
préstamos o pisos a inmigrantes con condiciones que no podrían
afrontar en cuanto se quedasen sin trabajo. Ella aseguró no ser la
persona que él decía, no sabía de qué le hablaba, ella no vendía
pisos, y para vencer al miedo que le encogía el estómago se
mostró firme, como no me sueltes grito, y él fue aflojando la
presión del brazo hasta dejarla ir, sin poder contarle todo lo que
llevaba preparado para el día que se la encontrase: que todo se
había hundido, que había perdido el trabajo y tras cinco meses
pidiendo prestado a compañeros y familia dejó de pagar la
hipoteca hasta perder la vivienda, y aun así mantenía una deuda
de más de ciento sesenta mil euros con un banco con el que nunca
firmó un papel, en cuya oficina nunca puso un pie.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. Encantada de saludarle, señor Herrera. Le llamo para.
Perdone, señor Herrera. No, no se trata de. Disculpe, buenas
tardes.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. No se encuentra ahora. Es usted su mujer, podría hablar
con usted. Le entiendo. Llamaré en otro momento, muchas
gracias, buenas tardes.
Temía que la reconociesen por su sonrisa, incluso aquí lo
temía los primeros días, que a la luz de estos focos algún cliente
sentado en la grada la identificase y saltase la valla o la esperase a
la salida con un reproche; pero sobre todo le preocupaba que lareconociesen por su voz, más que por su voz, por el soniquete de
teleoperadora que por inercia mantenía también fuera del trabajo
cuando estaba muy cansada y no se daba cuenta, esos momentos
en que al pedir un café o comprar fruta respondía al camarero o al
vendedor con la misma sonrisa telefónica, con el mismo tono
alegre, con las mismas frases de cortesía, buenas tardes, podría
ponerme un kilo de manzanas, muchas gracias, buenas tardes,
disculpe, dicho con el mismo tono con que enfatizaba las frases
del guión en cada llamada y con el que a menudo se hablaban
entre ellas como una broma para descargar tensión, se tomaban
una cerveza a la salida y construían una conversación en la que
sólo podían usar expresiones memorizadas en algún guión de
venta o atención telefónica, y por supuesto sin perder la sonrisa.
Eso era divertido, pero otras veces, al saludar a un vecino en el
ascensor, al conocer a alguien un viernes por la noche, hablaba
con el mismo sonsonete falso y seductor, hablaba sonriendo,
marcaba las pausas, controlaba la respiración, hasta que se daba
cuenta y se enojaba. Temía por eso que algún cliente furioso la
reconociese al oír su voz en el supermercado, en el bar, y le
reprochase todo lo que con razón podían reprocharle: tú eres la
que me vendió un crédito sin informarme de las condiciones
abusivas, tú eres la que me mareó durante días para que venciese
el período de devolución antes de atender mi queja, tú eres la que
fingía interés en mi reclamación y luego me dejaba colgado de
una llamada en espera que nadie atendía, tú eres la que me
convenció para un contrato de telefonía que ahora no puedo dar
de baja, tú eres la que me prometió que mi avería sería
16.- A propósito de Estupor y temblores: una ficción sobre el mundo laboral, La mano invisible, de Isaac Rosa.
Leave a reply