11.- Fragmentos de Sputnik, mi amor.

1.- El nombre de Sumire.
Cuando Myú y Sumire se encontraron sentadas, una al lado de la otra, en la mesa del banquete nupcial, primero, tal como suele hacerse en esos casos, se presentaron. Sumire odiaba llamarse «Violeta» y prefería no decirle a nadie su nombre. Pero, si se lo preguntaban, tampoco era cuestión de no responder.
Según su padre, quien lo había elegido era su madre muerta. A ella le encantaba la canción Violeta, de Mozart, y hacía tiempo que había decidido que, si tenía una hija, la llamaría así. En la estantería de la sala de estar donde guardaban los discos había una recopilación de canciones de Mozart (sin duda la que había escuchado su madre) y, de pequeña, Sumire tomaba con cuidado el pesado LP, lo ponía en el plato del tocadiscos y escuchaba el tema Violeta una vez tras otra. La solista era Elisabeth Schwarzkopf y la acompañaba al piano Walter Gieseking. Sumire no entendía la letra. Pero su grácil melodía le hacía suponer que cantaba la belleza de las violetas que florecían en el prado. Su-mire evocaba esa imagen y la amaba con pasión.
Sin embargo, mientras cursaba secundaria, tuvo una desagradable sorpresa al encontrar en la biblioteca un libro con letras de canciones
traducidas al japonés. La canción narraba cómo una humilde violeta que florecía en el prado era trágicamente pisoteada por una zafia pastora. Y, encima, ésta ni siquiera se percataba de la existencia de la flor aplastada bajo sus pies. Era una poesía de Goethe, pero en ella no halló ni consuelo ni moraleja.
—¿Por qué debió de ponerme mi madre el nombre de una canción tan terrible? —preguntó Sumire haciendo una mueca.
Myú se colocó bien la servilleta sobre las rodillas, esbozó una sonrisa imparcial y clavó la mirada en el rostro de Sumire. Tenía las pupilas muy oscuras. En ellas se mezclaban diversos colores, pero eran nítidas y transparentes.
—Y la melodía, ¿te parece bonita?
—La melodía sí lo es.
—Entonces yo me conformaría con que la música sea hermosa. En este mundo, no todo puede ser correcto o bonito. A tu madre debía de gustarle tanto la melodía que ni siquiera se fijó en la letra. Además, si sigues poniendo esa cara, te saldrán arrugas y no se te irán.
Sumire borró la mueca de su rostro.
—Quizá tengas razón, pero yo me sentí decepcionada, ¿comprendes?’ Este nombre es la única cosa concreta que me dejó mi madre. Exceptuándome a mí misma, claro.

2.- El enamoramiento estético e intelectual.
Ellas hablaron de música. Sumire era una apasionada de la música clásica y, desde pequeña, solía escuchar la colección de discos de su padre. Los gustos de ambas coincidían plenamente. A las dos les gustaba el piano y ambas señalaban las treinta y dos sonatas de Beethoven como las indiscutibles obras cumbre de la historia de la
música. Ambas creían que la grabación de Wilhelm Backhaus para Decca era maravillosa, una interpretación sin parangón, de referencia. ¡Qué alegre era, además! ¡Y cuánto gozo de vivir transmitía!
¡Y el Chopin de Vladimir Horowitz de la época de las grabaciones en monoral, en especial el scherzo: impecable, estremecedor! Y los preludios de Debussy ejecutados por Friedrich Gulda, hermosos y llenos de gracia; y el Grieg de Gieseking, adorable, lo miraras como lo mirases. La interpretación de Sviatoslav Richter de Prokofiev, con su reflexiva contención y su prodigiosa recreación de la profundidad plástica de cada instante, exigía ser escuchada conteniendo el aliento. Y las sonatas de Mozart ejecutadas por Wanda Landowska, ¿por qué estaría hasta tal punto infravalorado un trabajo tan impecable y detallista, tan lleno de ternura como aquél?

3.- La escritura desenfrenada de Sumire y su falta de alento vital.
—Quizá, de base, me falte algo. Algo imprescindible que debe de tener todo escritor.
Cayó en un profundo silencio. Al parecer, me estaba pidiendo una de las vulgares opiniones que solía darle.
—En China, antiguamente, las ciudades estaban rodeadas de altas murallas donde se abrían grandes y magníficas puertas —expliqué tras reflexionar unos instantes—. Esas puertas tenían un gran significado. No sólo servían para entrar y salir, sino que se creía que era allí donde moraban los espíritus de la ciudad. O el lugar donde debían morar. Exactamente igual que en la Europa medieval, donde la gente consideraba la iglesia y la plaza como el corazón de la ciudad. Por eso, aún hoy, quedan en China muchas puertas maravillosas. ¿Sabes cómo construían las puertas los chinos de la antigüedad?
—Ni idea —dijo Sumire.
—La gente se dirigía a los antiguos campos de batalla tirando de carretas, y allí recogía todos los huesos desparramados o enterrados que podía encontrar. Al ser un país de tan larga historia, no faltaban
campos de batalla. Luego construían una enorme puerta a la entrada de la ciudad incrustando todos esos huesos. Esperaban que, honrando de ese modo sus almas, los guerreros muertos protegieran la ciudad. Pero ¿sabes?, no bastaba con eso. Cuando la puerta estaba terminada, llevaban hasta allá unos cuantos perros vivos y, con una daga, los degollaban. Después regaban la puerta con la sangre aún caliente de los perros. De esa forma, los huesos resecos se empapaban de sangre fresca y las viejas almas adquirían un poder mágico. Al menos eso es lo que creían. —Sumire aguardaba en silencio a que prosiguiera—. Escribir una novela es algo parecido. Por más huesos que reúnas, por magnífica que sea la puerta que construyas, sólo con eso no tendrás una novela viva. Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro.
—O sea que tengo que agenciarme unos cuantos perros, ¿no? —Asentí—. Y hacer correr la sangre caliente.

4.- El desdoblamiento de Sumire,
—Hasta ahora jamás había querido ser otra persona —se decidió a confesarle un día, quizá por haber tomado un poco más de vino que de costumbre—. Pero a veces pienso que me gustaría ser como tú.
Myú contuvo el aliento durante unos instantes. Luego tomó la copa en su mano como si reflexionara y se la llevó a los labios. Por un momento, un rayo de luz tiñó sus pupilas del oscuro color del vino. Su cara perdió la delicada expresión de siempre.
—Quizá tú no lo sepas —dijo Myú con voz calmada y depositando la copa sobre la mesa—, pero lo que tienes ante ti no es mi yo auténtico. Hace catorce años me convertí en la mitad de lo que era. ¡Hubiera sido magnífico conocerte cuando yo era enteramente yo! Pero es inútil pensar en ello ahora.
Sumire se quedó tan sorprendida que no pudo preguntar más. Y así perdió la ocasión de hacer, en aquel momento, las preguntas pertinentes. ¿Qué le habría ocurrido catorce años atrás? ¿Por qué se había convertido en «la mitad» de lo que era? ¿Qué quería decir con «la mitad»? Pero esa enigmática confesión, al fin y al cabo, sólo sirvió para aumentar aún más la admiración de Sumire hacia Myú. «¡Qué persona tan extraña!», pensó.

5.- K. El narrador también incompleto.
Con todo, sigo con las lógicas dudas fundamentales. ¿Quién soy? ¿Qué es lo que espero? ¿Adónde voy?
Cuando hablaba con Sumire era cuando vislumbraba con
mayor claridad mi existencia. Más que hablar, estaba pendiente de cada una de las palabras que brotaban de sus labios. Ella me preguntaba por esto y aquello; exigía además una respuesta. Si no se la daba protestaba, y si le salía con evasivas se enfadaba en serio. En este sentido era distinta a la mayoría de la gente. Sumire quería conocer de verdad mi opinión sobre diversas cuestiones. Así me acostumbré a darle una respuesta precisa a sus preguntas y, a través de este intercambio, le revelaba a ella (y de paso a mí mismo) muchas cosas sobre mí.
Cada vez que nos veíamos nos pasábamos horas hablando. Por más que habláramos, jamás nos cansábamos. Los temas de conversación eran infinitos. Hablábamos con mucha más confianza y entusiasmo que cualquiera de las parejas que había a nuestro alrededor. Sobre novelas, sobre el mundo, sobre el paisaje, sobre la lengua.
Siempre pensaba lo maravilloso que sería si fuésemos novios. Deseaba sentir el calor de su piel sobre la mía. Incluso soñaba con casarme con ella, con vivir a su lado. Sin embargo, no había ninguna duda al respecto: Sumire no abrigaba hacia mí ningún sentimiento romántico, y tampoco despertaba en ella el más mínimo deseo sexual. A veces, cuando me visitaba y se nos hacía tarde hablando, se que-daba a dormir. Pero en ello no había la menor insinuación. A las dos o tres de la madrugada bostezaba, se escurría entre las sábanas, hundía la cabeza en mi almohada y se quedaba dormida. Yo me acostaba en el futón extendido sobre el suelo, pero permanecía despierto hasta el amanecer, sin poder conciliar el sueño, presa de obsesiones, de dudas, de sentimientos de repugnancia hacia mí mismo y, a veces, de irreprimibles reacciones físicas. Sumire expandía las fronteras de mi mundo, me hacía respirar hondo. Era la única persona capaz de hacerlo.
De este modo, para aliviar mi dolor, para evitar el peligro,
empecé a mantener relaciones carnales con otras mujeres. Pensaba que así podría eliminar la tensión sexual entre Sumire y yo.

6.- La inspiración y el amor.
—No es que no quiera escribir —dijo Sumire. Y se quedó reflexionando unos instantes—. Es que ni intentándolo siquiera se me ocurre algo. Me siento frente a la mesa y no me viene al pensamiento una sola idea, una sola palabra, una sola escena. Ni un retazo. Hasta hace poco tenía muchísimas cosas por contar. Más de las que podía. ¿Qué diablos me ha pasado?
—¿Me lo preguntas a mí?
Sumire asintió.
Tomé un trago de cerveza fría y ordené mis ideas.
—Tal vez ahora te estés encuadrando a ti misma en una nueva
ficción. Y, ocupada como estás en ello, no necesites plasmar tus sentimientos por escrito. Seguro. O quizá no tengas la cabeza para eso.
—No acabo de entenderlo. ¿Y tú? ¿Tú estás dentro de una ficción?
—La mayoría de personas de este mundo se encuadran a sí mismas dentro de una ficción. Y yo también, claro. Piensa en la transmisión de un coche. Pues es como una transmisión que te conecta con la cruda realidad. Que regula la fuerza que viene del exterior a través del engranaje, hace que todo sea más fácil de aceptar. Y así protege tu cuerpo vulnerable. ¿Me entiendes?
Sumire hizo un ligero movimiento afirmativo con la cabeza.
—Más o menos. O sea, que yo no me he adaptado todavía a mi nuevo marco de ficción. ¿Es eso lo que quieres decir?
—El problema más grave es que tú todavía no sabes de qué tipo de ficción se trata. Tampoco conoces el argumento. Y el estilo aún está por decidir. Lo único que sabes es el nombre de la protagonista. A pesar de ello, te acabará transformando de verdad. Dentro de poco, esta nueva ficción va a entrar en funcionamiento para protegerte y tú podrás ver este nuevo mundo. Pero aún es prematuro. Y, como es lógico, ahí está el peligro.
—Es decir, que me he quitado la transmisión y aún tengo que acabar de atornillarme la de recambio. Pero, con todo, el motor sigue funcionando. ¿Es eso?
—Tal vez.
Sumire puso la cara reconcentrada de costumbre y estuvo largo tiempo acribillando el hielo indefenso con el extremo de la paja. Después alzó la cabeza y me miró.
—De que ahí está el peligro ya me había dado cuenta. ¿Cómo podría explicártelo? A veces me siento muy desamparada. La incertidumbre de cuando te encuentras de golpe desposeída de un marco en el que apoyarte. La pérdida del lazo de la fuerza de gravedad, la sensación de estar flotando sola por el negro espacio, a la deriva. Sin saber siquiera adónde te diriges.
—¿Como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado?
—Tal vez.
—Pero tienes a Myú —dije.
—Sí, por ahora —dijo.
Y enmudeció unos instantes.

7.- Las órbitas de K. y de Sumire.
—Tú también me gustas —dijo Sumire—. Más que nadie en el mundo.
—Después de Myú, claro.
—El caso de Myú es un poco distinto.
—¿Distinto? ¿De qué modo?
—Lo que siento hacia ella es diferente de lo que siento hacia ti. Es decir…, no sé, ¿cómo te lo explicaría?
—Nosotros, los vulgares estúpidos heterosexuales, tenemos una expresión bastante útil —dije—. En estos casos basta con decir sencillamente: «Me la pone dura».
Sumire se rió.
Dejando aparte mi deseo de ser novelista, yo hasta ahora no había anhelado nada en la vida. Siempre me había contentado con lo que tenía, no necesitaba nada más. Pero ahora deseo a Myú. La deseo con todas mis fuerzas. Quiero poseerla. Hacerla mía. Tiene que ser así. No hay alternativa posible. Cómo he llegado a esta situación, ni yo misma lo sé. ¿Me entiendes?
Asentí. Mi pene aún no había perdido su abrumadora dureza. Recé para que Sumire no se diera cuenta.
—Groucho Marx tiene una frase muy buena —dije—: «Está locamente enamorada de mí y, por eso, ya no entiende nada de nada. Ésta es la razón por la cual está enamorada de mí».
Sumire se rió.
—Espero que te vaya bien —dije—. Pero es mejor que te andes con cuidado. Tú todavía eres vulnerable. No lo olvides.
Sin decir palabra, Sumire me tomó la mano y me la apretó suavemente.

(..)

Busque la explicación que busque, mi yo que está aquí y mi yo que piensa en sí mismo no logran fundirse en uno. Dicho de otro modo: yo, en realidad, no tenía por qué estar aquí. Es una manera un poco vaga de hablar, ¿entiendes a lo que me refiero?
»Pero hay una cosa que sí tengo clara. Y es que me gustaría que estuvieses conmigo. Tan lejos de ti me siento muy sola, aunque Myú esté conmigo. Y cuanto más lejos me fuera, más sola me sentiría, seguro. Me gustaría que pensaras lo mismo que yo.

8.- FRAGMENTOS BREVES.

Cada vez que veía a mi amiga, confirmaba un hecho incontestable: hasta qué punto necesitaba yo a Sumire

Recuerdo muy bien la primera vez que nos vimos, hablamos del Sputnik. Ella se refería a los escritores beatnik y yo los confundí con el Sputnik. Nos reímos y la tensión propia del primer encuentro desapareció. ¿Sabes qué significa sputnik en ruso? En inglés sería travelling companion. Compañero de viaje. El otro día, buscando una palabra en el diccionario, lo encontré por casualidad. Bien pensado, es una extraña coincidencia. ¿Por qué pondrían los rusos un nombre tan raro a un satélite artificial? No era más que un infeliz trozo de metal que daba una vuelta tras otra, completamente solo, alrededor de la tierra.

9.- Los gatos antropòfagos.
El artículo que Sumire eligió aquel día hablaba de una anciana de setenta años que había sido devorada por sus gatos. Había sucedido en una pequeña ciudad, en el extrarradio de Atenas. La mujer había perdido a su esposo once años atrás y, desde entonces, vivía tranquilamente en un piso de dos habitaciones acompañada de sus gatos. Un día tuvo un infarto, se derrumbó sobre el sofá y allí murió. Aún no se sabía el tiempo transcurrido entre el ataque y el fallecimiento. En cualquier caso, su alma, pasando por los debidos estadios, había abandonado definitivamente el cuerpo que había sido su morada durante setenta años. Como la fallecida no tenía parientes o conocidos que la visitasen con regularidad, tardaron en torno a una semana en descubrir el cadáver. La puerta estaba cerrada, las ventanas enrejadas. Muerta la dueña, los gatos quedaron atrapados. En el piso no había comida. Tal vez la hubiera dentro del refrigerador, pero los gatos no tenían la destreza necesaria para abrir la puerta. Cuando no pudieron resistir más el hambre, devoraron la carne de su dueña muerta. Sumire leyó el artículo, párrafo a párrafo, bebiendo a sorbos el café que les habían servido en una tacita. Se acercaron unas pequeñas abejas y empezaron a libar con afán la mermelada de fresa vertida por un cliente anterior. Myû escuchaba con atención lo que leía Sumire y contemplaba el mar a través de sus gafas de sol.
—¿Qué sucedió después? —preguntó Myû.
—Eso es todo —dijo Sumire. Dobló el periódico, de formato reducido, y lo dejó sobre la mesa—. El periódico no dice nada más.
—¿Y qué les habrá pasado a los gatos?
—Vete a saber. —Sumire torció la boca—. Los periódicos son iguales
en todas partes. Jamás dicen lo que a uno realmente le interesa.

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