4.- Fragmentos de “El elogio de la sombra”, de Junichiro Tanizaki,1933.

Dicen que el papel es un invento de los chinos; sin embargo, lo único que nos
inspira el papel de Occidente es la impresión de estar ante un material estrictamente
utilitario, mientras que sólo hay que ver la textura de un papel de China o de Japón para
sentir un calorcillo que nos reconforta el corazón. A igual blancura, la de un papel de
Occidente difiere por naturaleza de la un hosho7 o un papel blanco de China. Los rayos
luminosos parecen rebotar en la superficie del papel occidental, mientras que la del
hosho o del papel de China, similar a la aterciopelada superficie de la primera nieve, los
absorbe blandamente. Además, nuestros papeles, agradables al tacto, se pliegan y
arrugan sin ruido. Su contacto es suave y ligeramente húmedo como el de la hoja de un
árbol.

De manera más general, la vista de un objeto brillante nos produce cierto
malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de
níquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que
resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas, frascos de
plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al contrario, nos gusta ver cómo
se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo. No hay
casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los
utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina.

Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las
catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la
audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos
religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas
cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que
proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino
también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero
llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa
sombra que reina bajo el alero

En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un
juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al
occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros
grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su
punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la
sombra.
Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior
de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos
una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la
habitación, los shòji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta
el jardín.
Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la
belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria,
impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores
neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras
de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se
enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el
encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia
incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva
apneas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien
esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás

Tenemos, por último, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma
que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho
cuadro o de esas flores no es decorativa en sí misma, pues más bien se trata de añadir a
la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la
puntura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del
toko no ma, lo que llamamos un toko-utsuri . Por el mismo motivo, concedemos a su
montaje una importancia similar a la del valor gráfico del caligrama o del dibujo, por
que un toko-utsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra más indiscutible.
En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en sí misma,
colgada en el toko no ma de un salón esté en perfecta armonía con la habitación y que
esta última y la propia obra queden por ello revalorizadas.

Otro ejemplo: resulta inconcebible que en la vida cotidiana los labios de un
hombre corriente nos atraigan; pues bien, en el escenario del nò, su color rojizo oscuro,
su piel ligeramente húmeda, sugieren una elasticidad carnal superior a la de los labios
de una mujer pintados rojos. Eso se puede deber al hecho de que el actor, para cantar,
humedece continuamente sus labios con saliva, pero no puedo creer que sea ésta la
única razón. Ocurre lo mismo con el niño actor, cuyas excelentes mejillas enrojecidas
adoptan colores más frescos. Mi experiencia personal me dice que este efecto es más
visible si lleva trajes en los que predomina el color verde; en tal caso, la rojez, que en un
niño de tez clara es ya evidente, se realza aún más en el niño de piel oscura. Porque en
el niño de tez clara el contraste entre su palidez y ese rojo es demasiado tajante y el
efecto de los colores oscuros del traje demasiado fuerte, mientras que en el niño de tez
oscura, de mejillas morenas, el rojo sobresale menos, de manera que el traje y el rostro
se iluminan mutuamente. El verde sobrio y el marrón mate, ambos colores neutros,
destacan mucho entre sí y la piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la
atención

Las ropas, por otra parte, más alegres que las actuales para los hombres, lo eran
relativamente menos para las mujeres. Las jóvenes y las mujeres de las casas burguesas,
incluso bajo el antiguo régimen militar, utilizaban colores increíblemente apagados, en
una palabra, el traje no era más que una parcela de la sombra, sólo una transición entre
la sombra y el rostro.
El maquillaje incluía entre otras cosas el ennegrecimiento de los dientes; cabe
preguntarse si la finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo
el espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca. Este
concepto de la belleza femenina ya no existe en nuestros días, a no ser en algunos
lugares muy especiales como la casa Sumiya de Shimabara25

En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con
polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e
intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas
largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las
únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es
verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado
y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible.
Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo
conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien
bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.
¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta
con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente
conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han
experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros
japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio
todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta
evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca,
mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal.
Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son
estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los
rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran
sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo.
En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes.
Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos
umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.
¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo
bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos,
siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos,
por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo
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inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en
las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar
persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han
arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del
gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la
sombra.
Puede ocurrir que sea debido a una diferencia de carácter; a pesar de todo,
quisiera examinar cuáles pueden ser las repercusiones de la diferencia de color de la
piel. Entre nosotros, desde siempre, se ha considerado que una piel blanca era más noble
y bella que una piel oscura, pero ¿en qué se diferencia la blancura de un hombre de raza
blanca de nuestra propia blancura? Si comparamos individuos aislados puede parecer
que hay japoneses más blancos que algunos occidentales y occidentales más oscuros
que algunos japoneses; sin embargo, tanto la blancura como la morenez de su piel
difieren por su calidad.

Permítanme referir mi experiencia: no hace mucho yo vivía en la ciudad alta de
Yokohama y asistía frecuentemente a las reuniones de los miembros de la colonia
extranjera e iba a los restaurantes y a los bailes a los que ellos iban; cuado los veía de
cerca, me parecía que su blancura no eran tan blanca, pero de lejos, la diferencia entre
ellos y los japoneses era evidente. Algunas damas japonesas llevaban trajes de noche tan
buenos como los de las extranjeras y a veces su tez era más clara que la suya, pero
bastaba que una de las japonesas se mezclase a un grupo, para que, con una simple
mirada se la distinguiera desde lejos. Me explico: por muy blanca que sea una japonesa
sobre su blancura hay como un ligero velo.
Aunque estas mujeres, para no ir a la zaga de las occidentales, se unten con
pintura blanca espaldas, brazos, axilas, en una palabra, todas las partes del cuerpo
expuestas a la vista, no consiguen borrar el pigmento oscuro que subyace en el fondo de
su piel. A pesar de todo, se le adivina, como se puede adivinar una impureza en el fondo
del agua clara vista desde muy arriba. Es una sombra negruzca, como una capa de
polvo, que se aloja entre los dedos, en el contorno de la nariz, alrededor del cuello, en el
hueco de la espalda. En cambio, el fondo de la piel de los occidentales, aunque tengan la
tez algo turbia, sigue siendo claro y translúcido sin que jamás, en ninguna parte del
cuerpo, presenten esa sombra sospechosa. Desde la punta del cráneo hasta la de los
dedos, son de un blanco fresco y sin mezcla. Si uno de los nuestros se mezcla con ellos,
es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que
incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.

He dado ya mi opinión sobre la costumbre de ennegrecer los dientes; pero las
mujeres de antes también se afeitaban las cejas: ¿no era ésa otra manera de realzar el
brillo de su rostro? Pero lo que más me llama la atención es su famoso lápiz de labios
azul-verdoso con reflejos nacarados. En nuestros días ni siquiera las geishas de Gion28
los siguen utilizando, pero de todos modos, no podríamos comprender su poder de
seducción si no nos representamos el efecto de ese color a la incierta luz de los
candelabros. Nuestros antepasados aplastaban deliberadamente los labios rojos de sus
mujeres bajo ese emplasto verde-negruzco, como incrustado de nácar. De esa manera
arrancaban todo ardor del rostro más radiante. Piensen en la sonrisa de una joven, a la
vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados
de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un
rostro más blanco? Yo, al menos, lo veo más blanco que la blancura de cualquier mujer
blanca, en ese universo de ilusiones que llevo grabado en mi cerebro.
La blancura del hombre blanco es una blancura translúcida, evidente y trivial,
mientas que aquélla es una blancura en cierto modo separada del ser humano. Puede que
una blancura así definida no tenga ninguna existencia real. Puede que no sea más que un
juego engañoso y efímero de sombras y de luz. Lo admito, pero nos resulta suficiente
porque no nos es dado esperar nada mejor.

Ya en otra ocasión me habían estropeado el espectáculo de la luna llena: un año
quise ir a contemplarla en barca al estanque del monasterio de Suma32 en la quinceava
noche, así que invité a algunos amigos y llegamos cargados con nuestras provisiones
para descubrir que en torno al estanque habían colocado alegres guirnaldas de bombillas
eléctricas multicolores; la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera.
Hechos como éste demuestran el grado de intoxicación al que hemos llegado,
hasta el punto de que parece que nos hayamos hecho extrañamente inconscientes de los
inconvenientes del alambrado abusivo. Se alegará que peor para los amantes del claro
de luna, pero en las casas de citas, los restaurantes, los albergues, los hoteles, ¡qué
derroche de luz eléctrica!

A decir verdad, he escrito esto porque quería plantear la cuestión de saber si
existiría alguna vía, por ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran
compensar los desperfectos. En lo que a mí respecta, me gustaría resucitar, al menos en
el ámbito de la literatura, ese universo de sombra que estamos disipando… Me gustaría
ampliar el alero de ese edifico llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la
sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno
superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría
mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo. Y para ver cuál puede ser
el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica

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