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15.- Inicios de novelas de Amélie Nothomb.

a) Cosmética del enemigo. 2008.
Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de
la mano. Tenía que estar presentable con el fin de
conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios
cuando la voz de la azafata anunció que, debido a
problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin
determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer
en aquella sala de espera durante un lapso que ni
siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en
su lectura.
—Buenos días —le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con
mecánica educación.
—El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
—Sí —masculló.
—Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que
esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
—¿Qué tal su libro? —preguntó el desconocido.
«Pero bueno —pensó Jérôme—, sólo me faltaba que un
pelmazo viniera a darme la tabarra.»
—Hm hm —respondió en un tono que parecía querer decir:
«Déjeme en paz.»
—Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio
público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí
pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
—Odio los aeropuertos —insistió el hombre. («Yo
también, cada vez más», pensó Jérôme)—. Los ingenuos
creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué
error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra
uno por aquí?
—¿Inoportunos? —rechinó éste, que fingía seguir
leyendo.
—No —dijo el otro sin darse por aludido—. Son
ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios
es la negación del viaje hasta tal extremo que no es
digno de llamarse así. Semejante actividad debería
denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece
que sería más correcto?
—Estoy en viaje de negocios —articuló Angust, creyendo
que el desconocido se excusaría por su metedura de
pata.
—No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo
con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió
que él también podía saltarse sus normas.
—Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no
deseo hablar con usted.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido con descaro.
—Estoy leyendo.
—No, señor.
—¿Cómo dice?
—No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero
leer es otra cosa.
—Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en
escuchar sus profundas consideraciones sobre la
lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo
que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
—Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que
lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted,
caballero, estaba aquí.
—¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo
desde que ha llegado usted.
—Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores
que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los
problemas metafíisicos, son las ínfimas contrariedades
las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
—Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla…
—No sea usted grosero, se lo ruego.
—¡Usted sí lo es!
—Texel. Textor Texel.
—¿Y a qué viene ahora este estribillo?
—Admita que resulta más fácil conversar con alguien
sabiendo cómo se llama.
—¿No acabo de decirle que no quiero conversar con
usted?
—¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje.
También figura su direccción.
Angust suspiró:
—Bueno. ¿Qué quiere usted?
—Nada. Hablar.
—Odio a la gente que desea hablar.
—Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no
está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos
cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno
le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a
cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos
personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso
no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de
pie, delante de él y volvió al ataque.
—¿Tiene problemas profesionales?
—¿Me habla usted delante de otras personas?
—¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo
sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor
prescindir de espectadores.
—¿Tiene problemas profesionales? —repitió Texel.
—No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso
contestarle.
—¿Por qué?
—No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido.
Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es
obligatorio.
—Y, sin embargo, acaba de responderme.
—Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en
mejores condiciones.
—Bueno, entonces le hablaré de mí.
—Me lo temía.
—Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
—Lo siento.
—¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
—Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
—Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un
patronímico como cualquier otro, que proviene de mis
orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
—Nada.
—Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No
obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza.
¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de
Goethe?
—Pobrecito.
—No, tampoco está tan mal, Textor.
—Lo que resulta duro es tener algo en común con usted,
aunque sólo sea el nombre.
—Textor parece feo, pero si uno se detiene a
analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto»,
que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría
ser la etimología de Textor?
—¿Escarmiento? ¿Castigo?
—¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? —
preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
—Pues no. Está visto que la justicia no existe:
siempre pagan justos por pecadores.
—Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen
de Textor es «texto».
—Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
—La palabra «texto» procede del latín texere, que
significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es,
en primera instancia, un tejido de palabras.
Interesante, ¿verdad?
—En resumen, que su nombre significa «tejedor».
—Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada,
de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con
semejante nombre no sea escritor.
—Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de
papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su
chachara.
—Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo
que plantea un problema es la conjunción de mi
patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor
Texel no suena bien.
—Peor para usted.
—Textor Texel —repitió el hombre, insistiendo en la
dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y
de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres
cuando me llamaron así.
—Habérselo preguntado.
—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años,
dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como
un mensaje que tendría que dilucidar.
—Dilucídelo sin mí.
—Textor Texel… Con el tiempo, cuando uno se
acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan
de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso
existe cierta belleza fonética en este nombre singular:
Textor Texel, Textor Texel, Textor…
—¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
—De todos modos, como escribe el lingüista Gustave
Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la
mente.»
—¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted?
¿Encerrarse en los servicios?
—No le servirá de nada, querido. Estamos en un
aeropuerto: los servicios no están aislados
fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré
hablando desde el otro lado de la puerta.
—¿Por qué hace esto?
—Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
—A mí me apetecería romperle la cara.
—Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta
en la vida son las molestias autorizadas. Como las
víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan
todavía más divertidas.
—¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
—No.
—Pues yo sí.
—No es cierto.
—¿Y usted qué sabe?
—Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden
valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
—Por lo menos no molesto a nadie.
—Seguro que molesta a alguien.
—Suponiendo que sea cierto, ¿quién es usted para
reprochármelo ?
—Soy Texel. Textor Texel.
—Y dale.
—Soy holandés.
—El holandés de los aeropuertos. Uno no elije a sus
holandeses voladores.
—¿El Holandés Errante? Un principiante. Un romántico
necio que sólo la tomaba con las mujeres.
—Mientras que usted, en cambio, ¿la toma con los
hombres?
—La tomo con quien me inspira. Usted resulta muy
inspirador, señor Angust. No tiene aspecto de hombre de
negocios. Hay en usted, a su pesar, cierta
disponibilidad. Eso me conmueve.
—Desengáñese: no estoy disponible.

b) Higiene del asesino. 1996.

Cuando fue público y notorio que el grandísimo escritor Prétextat Tach moriría en los dos próximos meses, periodistas de todo el mundo solicitaron entrevistas privadas con el octogenario. El anciano gozaba, sin lugar a dudas, de un considerable prestigio; no por ello resultó menos sorprendente ver cómo acudían, hasta el pie de la cama del novelista francófono, emisarios de periódicos tan conocidos como Los Rumores de Nankin (que nos hemos tomado la libertad de traducir) y The Bangladesh Observer. De este modo, dos meses antes de su fallecimiento, el señor Tach tuvo la oportunidad de hacerse una idea de la amplitud de su fama.
Su secretario se encargó de realizar una drástica selección entre los solicitantes: descartó todos los periódicos en lengua extranjera, ya que el moribundo sólo hablaba francés y no se fiaba de ningún intérprete; rechazó a los reporteros de color debido a que, con la edad, el escritor había empezado a adoptar puntos de vista racistas que no se correspondían con sus opiniones profundas -avergonzados, los especialistas tachtianos lo interpretaban como la expresión de un deseo senil de escandalizar-; por último, el secretario disuadió educadamente a los solicitantes de las cadenas de televisión, revistas femeninas, periódicos considerados excesivamente políticos y, sobre todo, publicaciones médicas que hubieran querido saber de qué modo había contraído el gran hombre un cáncer tan raro.
No sin orgullo, el señor Tach recibió la noticia de que padecía el temible síndrome de Elzenveiverplatz, conocido vulgarmente como «cáncer de los cartílagos», que el sabio epónimo había diagnosticado en el siglo XIX, en Cayenne, en una decena de presidiarios encarcelados por violencia sexual seguida de homicidio y que, desde entonces, nunca más había sido detectado. Recibió aquel diagnóstico como un honor inesperado: con su físico de obeso imberbe que, salvo la voz, lo tenía todo de un eunuco, temía morir a causa de una estúpida enfermedad cardiovascular. Al redactar su epitafio, no olvidó mencionar el nombre sublime del médico teutón gracias al cual iba a fallecer elegantemente.
A decir verdad, que aquel sedentario adiposo hubiera sobrevivido hasta la edad de ochenta y tres años llenaba de perplejidad a la medicina moderna. El hombre estaba tan gordo que, desde hacía años, confesaba ser incapaz de andar; había mandado a freír espárragos los consejos de los dietistas y se alimentaba de un modo abominable. Por si eso fuera poco, no dejaba de fumarse sus veinte puros diarios. Pero bebía con gran moderación y practicaba la castidad desde tiempos inmemoriales: los médicos no encontraban otra explicación para justificar el buen funcionamiento de su corazón ahogado por la grasa. Su supervivencia resultaba tan misteriosa como el origen del síndrome que iba a ponerle fin.
No hubo ni un sólo órgano de prensa del mundo que no se escandalizara por la mediatización de aquella próxima muerte. Las secciones de cartas de los lectores se hicieron eco de estas autocríticas con amplitud. Los reportajes de los pocos periodistas seleccionados despertaron, precisamente por ello, más expectación todavía, conforme a las leyes de información moderna.
Los biógrafos se mantenían atentos. Los editores preparaban sus baterías. También hubo, claro está, algunos intelectuales que se preguntaron si aquel éxito prodigioso no era sobrevalorado: ¿había sido realmente Tach un innovador? ¿O tan sólo era el ingenioso heredero de creadores desconocidos? Y venga citar a algunos autores de nombre esotérico -cuyas obras ni siquiera habían leído-, lo que les permitía hablar con profundidad.
Todos estos factores concurrieron para asegurarle a aquella agonía un eco excepcional. Era un éxito, sin duda.
El autor, que contaba en su activo con veintidós novelas, vivía en los bajos de un edificio modesto: necesitaba una vivienda en la que todo estuviera en la planta baja, ya que se desplazaba en silla de ruedas. Vivía solo y sin ningún animal de compañía. Cada día, una valerosa enfermera pasaba hacia las cinco de la tarde para lavarle. No habría soportado que nadie hiciera la compra en su lugar: él mismo compraba sus provisiones en las tiendas del barrio. Su secretario, Ernest Gravelin, vivía cuatro pisos más arriba, pero evitaba verle en la medida de lo posible; le telefoneaba regularmente, y Tach nunca perdía la oportunidad de iniciar la conversación con un: «Lo siento, querido Ernest, aún no me he muerto.»

c) Ácido sulfúrico. 2007.

Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya no les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo. No era necesaria ninguna cualificación para ser detenido. Las redadas se producían en
cualquier lugar: se llevaban a todo el mundo, sin derogación posible. El único criterio era ser humano.
Aquella mañana, Pannonique había salido a pasear por el Jardín Botánico. Los organizadores llegaron y peinaron minuciosamente el parque. De pronto, la joven se encontró dentro de un camión. Eso ocurrió antes del primer programa: la gente todavía
no sabía qué les iba a ocurrir. Se indignaban. En la estación, les amontonaron en vagones de ganado. Pannonique vio que les estaban filmando: varias cámaras los escoltaban, sin perder ni el más mínimo detalle de su angustia.
Entonces comprendió que rebelarse no sólo no serviría de nada sino que resultaría telegénico. Así pues, durante todo el viaje se mantuvo fría e inmóvil como el mármol. A su alrededor, lloraban niños, gruñían adultos y se sofocaban ancianos.
Les desembarcaron en un campo parecido a los no tan lejanos campos de deportación nazis, con una diferencia nada baladí: habían instalado cámaras por todas partes.
Para ser organizador tampoco era necesaria ninguna cualificación. Los jefes hacían desfilar a los candidatos y seleccionaban a aquellos que tenían «un rostro más significativo». Luego había que responder a cuestionarios de actitud.
Zdena, que en su vida había aprobado un examen, fue admitida. Experimentó un inmenso orgullo. En adelante, podría decir que trabajaba en televisión. Con veinte años, sin estudios, un primer empleo: inalmente su círculo íntimo iba a dejar de burlarse de ella.
Le explicaron los principios del programa. Los responsables le preguntaron si le resultaban chocantes. Page 1

– No. Es fuerte -respondió ella.
Pensativo, el cazatalentos le dijo que se trataba exactamente de eso.
– Es lo que la gente quiere -añadió-. El cuento y el tongo se han acabado.
Superó otros tests en los que demostró que era capaz de golpear a desconocidos, de vociferar insultos gratuitos, de imponer su autoridad, de no dejarse conmover por las lamentaciones.
– Lo que cuenta es el respeto del público -dijo uno de los responsables-. Ningún espectador se merece nuestro desprecio.
Zdena asintió.
Le atribuyeron el grado de kapo.
– Te llamaremos kapo Zdena -le dijeron.
El término militar le gustó.
– Menuda pinta, kapo Zdena -le lanzó a su propio reflejo en el espejo.
Ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba siendo filmada.
Los periódicos no hablaban de otra cosa. Los editoriales estaban al rojo vivo, las
grandes conciencias pusieron el grito en el cielo.
El público, en cambio, pidió más desde la primera entrega. El programa, que llevaba la sobria denominación de Concentración, obtuvo un récord de audiencia. Nunca el horror había causado una impresión tan directa.
«Algo está ocurriendo», comentaba la gente.
A la cámara no le faltaban cosas que filmar. Paseaba sus múltiples ojos por los barracones en los que los prisioneros estaban encerrados: letrinas, amuebladas con jergones superpuestos. El comentarista destacaba el olor a orina y el húmedo frío que, por desgracia, la televisión no podía transmitir.
Cada kapo tuvo derecho a algunos minutos de presentación. Page 2

Zdena no daba crédito. Durante más de quinientos segundos, la cámara sólo tendría
ojos para ella. Y aquel ojo sintético presagiaba millones de ojos de verdad.
– No desaprovechéis esta oportunidad de mostraros simpáticos -les dijo un organizador
a los kapos-. El público os ve como unas bestias primarias: demostradles que sois
humanos.
– Tampoco olvidéis que la televisión puede ser una tribuna para aquellos de vosotros
que tengáis ideas, ideales -apuntó otro con una sonrisa perversa que era la viva
expresión de todas las atrocidades que esperaba oírles proferir.
Zdena se preguntó si tenía ideas. La confusión que bullía dentro de su cabeza y que
ella denominaba pomposamente su pensamiento no la aturdió hasta el punto de concluir
con una afirmación. Pero pensó que no tendría ninguna dificultad para inspirar
simpatía.
Es una ingenuidad corriente: la gente ignora hasta qué punto la televisión les afea.
Zdena preparó su discurso delante del espejo sin darse cuenta de que la cámara no
tendría con ella la indulgencia de su propio reflejo.
Los espectadores esperaban con impaciencia la secuencia de los kapos: sabían que
podrían odiarlos y que se lo habrían buscado, que incluso iban a proporcionarles un
excedente de argumentos para su execración.
No les decepcionaron. En su más abyecta mediocridad, las declaraciones de los kapos
superaron sus expectativas.
Sintieron una especial repulsión por una joven de rostro irregularmente anguloso
llamada Zdena.
– Tengo veinte años, intento acumular experiencias -dijo-. No hay que tener prejuicios
respecto a Concentración. De hecho, creo que nunca hay que juzgar, porque ¿quiénes
somos nosotros para juzgar a nadie? Cuando termine este programa, dentro de un año,
tendrá sentido sacar conclusiones. Ahora no. Sé que habrá quien opine que lo que aquí
se le hace a la gente no es normal. Pero yo les hago la siguiente pregunta: ¿qué es la
normalidad? ¿Qué es el bien y el mal? Algo cultural.
– Pero kapo Zdena -intervino el organizador-, ¿le gustaría sufrir lo que sufren los
prisioneros?
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– Es una pregunta deshonesta. En primer lugar, no sabemos lo que piensan los
detenidos, ya que los organizadores no se lo preguntan. Incluso puede que no piensen
nada.
– Cuando cortas un pez vivo tampoco grita. ¿Eso le lleva a concluir que no sufre, kapo
Zdena?
– Ésa sí que es buena, me la apunto -dijo con una carcajada que intentaba provocar
adhesiones-. ¿Sabe?, creo que si están en la cárcel es por algo. Digan lo que digan,
creo que no es una casualidad si uno acaba aterrizando con los débiles. Lo que
constato es que yo, que no soy ninguna blandengue, estoy del lado de los fuertes. En la
escuela ya era así. En el patio, había el lado de las niñitas y de los moninos, yo nunca
estuve con ellos, estaba con los duros. Nunca he buscado que nadie se apiade de mí.
– ¿Cree que los prisioneros intentan despertar la compasión de los demás?
– Está claro. Les ha tocado el papel de buenos.
– Muy bien, kapo Zdena. Gracias por su sinceridad.
La joven salió del campo de la cámara, encantada con lo que acababa de decir. Ni ella
misma sabía que tuviera tantos pensamientos. Disfrutó de la excelente impresión que
iba a producir.
Los periódicos no ahorraron invectivas contra el cinismo nihilista de los kapos y en
particular de la kapo Zdena, cuyas opiniones en tono de superioridad produjeron
consternación. Los editorialistas coincidieron varias veces sobre esa perla que atribuía
el papel de bueno a los prisioneros: las cartas al director hablaron de estupidez
autocomplaciente y de indulgencia humana.
Zdena no comprendió para nada el desprecio de que era objeto. En ningún momento
pensó haberse expresado mal. Llegó a la conclusión de que simplemente los
espectadores y los periodistas eran unos burgueses que le reprochaban sus pocos
estudios; atribuyó su reacción al odio hacia el proletariado lumpen. «¡Y pensar que yo
los respeto!», se dijo.
De hecho, dejó de respetarlos muy deprisa. Su estima se dirigió hacia los
organizadores, con exclusión del resto del mundo. «Ellos por lo menos no me juzgan.
La prueba es que me pagan. Y que me pagan bien.» Un error en cada frase: los jefes
despreciaban a Zdena. Le tomaban el pelo, y a base de bien.
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Al contrario, si hubiera existido la más remota posibilidad de que uno u otro detenido
saliera del campo con vida, lo cual no era el caso, habría sido recibido con honores de
héroe. El público admiraba a las víctimas. La habilidad del programa consistía en
mostrar su imagen más digna.
Los prisioneros ignoraban quiénes eran filmados y lo que veían los espectadores.
Aquello formaba parte de su suplicio. Los que se venían abajo tenían un miedo terrible
a resultar telegénicos: al dolor de la crisis nerviosa se añadía la vergüenza de ser una
atracción. Y, en efecto, la cámara no despreciaba los momentos de histeria.
Tampoco los estimulaba. Sabia que el interés de Concentración radicaba en mostrar,
cuanto más mejor, la belleza de aquella humanidad torturada. Así fue como muy
rápidamente eligió a Pannonique.
Pannonique lo ignoraba. Eso la salvó. Si hubiera sospechado que era el blanco
preferido de la cámara, no habría aguantado. Pero estaba convencida de que un
programa tan sádico sólo se interesaba por el sufrimiento.
Así pues, se dedicó a no expresar ningún dolor. Cada mañana, cuando los
seleccionadores pasaban revista a los contingentes para decretar cuáles de ellos se
habían convertido en ineptos para el trabajo y serían condenados a muerte, Pannonique
disimulaba su angustia y su repugnancia tras una máscara de altanería. Luego, cuando
pasaba toda la jornada quitando escombros del túnel inútil que les obligaban a construir
bajo la baqueta de castigo de los kapos, su rostro carecía de expresión. Finalmente,
cuando les servían a esos hambrientos la inmunda sopa de la noche, se la tragaba sin
expresión.
Pannonique tenía veinte años y el rostro más sublime que uno pueda imaginar. Antes
de la redada, era estudiante de paleontología. La pasión por los diplodocus no le había
dejado demasiado tiempo para mirarse en los espejos ni para dedicar al amor una
juventud tan radiante. Su inteligencia hacía que su esplendor resultara todavía más
aterrador.
Los organizadores no tardaron en fijarse en ella y en considerarla, con razón, una de
las grandes bazas de Concentración. Que una chica tan guapa y tan encantadora
estuviera prometida a una muerte a la que se asistiría en directo creaba una tensión
insostenible e irresistible.
Mientras tanto, no había que privar al público de los deleites a los que invitaba su
magnificencia: los golpes se ensañaban con su espléndido cuerpo, no demasiado fPuaegrtee 5,
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con el objetivo de no estropearla en exceso, pero lo bastante para despertar el horror
puro y duro. Los kapos también tenían derecho a insultar y no se privaban de injuriar
con las mayores bajezas a Pannonique, para mayor emoción de los espectadores.
La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.
Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado
con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de
aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.
«Puede que las dos cosas», pensó con una mezcla de miedo y de repugnancia. Zdena
odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes
algo indigesto.
De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no
pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido
incapaz de responder.
Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de
Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella
apariencia la obsesionaba.