Monthly Archives: octubre 2013

13.- Temas de Sputnik mi amor (inspirado en “La semántica ficcional de los mundos posibles en la novela de Haruki Murakami”, tesis doctoral de Justo Sotelo, 2012.

a) El doble.
Con Murakami casi nada es lo que parece; todos sus personajes tienen dos caras, o más. Este autor plantea constantes viajes a las profundidades del ser humano, no sólo para conocerse a sí mismo y adquirir valores (como se ha analizado en los códigos epistémico y axiológico), sino para convertirse en “otro”. A sus personajes les gusta romper muros, traspasarlos, ir a la otra orilla y curiosear en lo desconocido; incluso llegar al mundo paralelo para impartir justicia, como ocurre en 1Q84. Después vuelven, por supuesto, siempre regresan a su realidad, pero lo hacen de otra manera, ya que se han convertido en personas distintas. Su idea es bucear constantemente en lo oscuro, en lo que permanece oculto. Es como si se empeñara en preguntar a sus lectores si son capaces de franquear esas fronteras, para añadir acto seguido que, si lo hacen, podrán encontrar entonces almas gemelas en cualquier parte. Es la permanente lucha entre la luz y las sombras, en palabras de Jung. Los lectores de Murakami deben atreverse a traspasar los límites a partir de los
cuales se sienten solos y desarmados; si consiguen atravesar el muro, se transformarán en otro, y por supuesto serán (y se sentirán) más libres. Aunque pueda parecer lo contrario, Murakami es un escritor optimista; sus personajes no dejan de huir de sí mismos, pero no lo hacen por miedo, sino para descubrir un mundo mejor.

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También existen varias transformaciones en Sputnik mi amor. El cambio esencial es el de Myû, aunque también lo hace Sumire después de conocerla. La joven desastrada y bohemia que quería ser escritora en las primeras páginas de la novela, se convierte en otra persona después de conocer a Myû. Cierto día, K se la encuentra sin maquillar, vestida con una blusa sin mangas, una minifalda y unas gafas de sol, y no la reconoce. No hacía ni tres semanas que se habían visto, pero la persona que tenía delante parecía de otro mundo. Sumire había dejado de fumar, vestía bien, llevaba los dos calcetines del mismo par, hablaba italiano, había aprendido a elegir el vino, a usar el ordenador, dormía por las noches y se levantaba por las mañanas. No, K no la reconocía de ninguna de las maneras; lo único que le faltaba era escribir, pero eso estaba a punto de producirse. La transformación de Myû es el punto clave de la historia. Al poco de conocer a Sumire le dice que lo que tiene delante no es su yo auténtico; catorce años atrás se había convertido en la mitad. Ese enigma sólo sirvió para que Sumire la admirara todavía más. En el último tercio de la novela, los lectores conocen lo que le ocurrió a Myû, ya que Sumire lo escribe en su ordenador, y páginas después K lo interpreta. “- No me acuerdo -dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos-. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado” (p. 182). Más adelante, Myû reconoce que no era Fernando quien se lo hacía, pero que tampoco recuerda, exactamente, lo que había ocurrido en esos momentos. La interpretación de K es la siguiente. En el disquete del ordenador, había podido leer la narración escrita por Sumire de la extraña experiencia que había sufrido Myû catorce años atrás. Esa mujer se había quedado atrapada toda la noche en la noria de un parque de atracciones de una ciudad suiza y, desde allí, con unos anteojos, había visto a su segundo yo dentro de su habitación. Una Doppelgänger. La experiencia aniquila a Myû como ser humano (pone de manifiesto su destrucción). Utilizando sus palabras, está dividida en dos y un espejo se interpone entre ambas mitades.

b) El mundo híbrido

Durante el siglo XX se han borrado las fronteras entre el mundo natural y el sobrenatural, y ha surgido un mundo intermedio entre el mito clásico y el moderno. El ser humano no tiene que defenderse del terror primitivo ante un mundo terrible que lo amenazaba. Ahora empieza a entender lo que significa el cosmos impenetrable y ya no necesita utilizar la “red simbólica” de dioses y héroes que le permitían enfrentarse al “absolutismo de la naturaleza”. En la actualidad el peligro está en otra parte, como explica Kafka con la metamorfosis de Gregor Samsa en insecto o escarabajo, y en otros relatos. Kafka acierta a ver que los acontecimientos que son físicamente imposibles no pueden ser interpretados como intervenciones milagrosas del mundo sobrenatural, pues no existe ese dominio. Todas las categorías narrativas se generan dentro de este mundo de manera fortuita y espontánea; se ven gatos que parecen corderos e incluso se comportan como seres humanos; también hay objetos que tienen características tanto del mundo natural como del sobrenatural, muertos que conviven con vivos y monos que adquieren la sensibilidad del hombre
gracias a la educación y la cultura. Las condiciones en el mundo híbrido exigen olvidarse de la disyuntiva mundo natural/sobrenatural, para alumbrar un mundo intermedio, como el bello y terrible mundo que describe Juan Rulfo con sus fantasmas de Pedro Páramo, los personajes maravillosos de Cien años de soledad de García Márquez, el viaje mítico descrito por Fernando del Paso con el nuevo piloto de Eneas en Palinuro de México o los dos mundos de 1Q84 de Murakami.

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En Sputnik, mi amor, K podría ser el personaje principal de El castillo, de Kafka, incluso de El proceso, pero en manos de Murakami se convierte en un tipo nostálgico que jamás levantará la voz a nadie (aunque esté viendo cómo se comete una injusticia), y que tampoco será capaz de declarar su amor a la mujer que adora en secreto. K es un pelele en manos del destino y, sobre todo, de dos mujeres con mucha más personalidad que él, Sumire y Myû. Además, es un hombre que no se siente especialmente querido por nadie, incluyendo a sus alumnos. En ese sentido, también recuerda a un personaje de Kokoro, la novela de Sȏseki, donde un personaje llamado K muere en extrañas circunstancias.

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Como contraste, en Sputnik, mi amor, la confusión de nombres entre el satélite artificial soviético, lanzado al espacio en los años cincuenta, y la generación beatnik es una síntesis de lo que Murakami quiere mostrar al crear el mundo ficcional de la novela, con una serie de personas ficcionales que dan vueltas sin parar a lo único que puede hacerlos felices. A partir de entonces, Sumire empezará a llamar a Myû “Sputnik, mi amor”. Le gustaba la resonancia de esa palabra; le traía a la memoria la perra Laika, con el satélite rompiendo la oscuridad (la soledad) del espacio, y las pupilas del animal mirando al cosmos; esa idea resume una de las líneas básicas de la obra. Sumire necesita “salvarse” con la ayuda de Myû, pero al final tampoco lo logra, como le ocurre al extraño niño. ¿Por qué roba cosas que no necesita, sólo para llamar la atención de unos padres que están separados? Se entiende que las motivaciones de los personajes son humanas, incluso realistas, y poseen un sentido especial dentro de los mundos de ficción de su literatura. No es un problema de deseo sexual, o afectivo, sino de encontrar un pequeño lugar en el mundo, aunque sea del mundo de los sueños en una isla perdida.

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Por el contrario, el erotismo estalla en Sputnik, mi amor, una novela donde la pulsión erótica es esencial en el desarrollo de la trama. Todos los personajes se sienten atraídos por alguien; la atracción física es más importante, incluso, que la sentimental. Ahí reside el poder que atenaza a los personajes. K viaje a Grecia impulsado por el amor que siente por Sumire, que sigue a Myû con los ojos cerrados. Da igual que la empresaria hubiera ido a cualquier otra parte; la joven iría detrás de ella porque no es capaz de hacer otra cosa. Su problema es que Myû no puede sentir deseo por nadie (ni siquiera por ella) y Sumire comprende que su amor no va a ser consumado. Algo parecido es lo que le ocurre al narrador respecto de ella; se acuesta con otras mujeres porque la joven no muestra ningún interés por él. Es la forma más dura de demostrar la dependencia (y por tanto el poder) entre las personas. Esas mentalidades retorcidas también se observan en After Dark, donde la actitud del informático violador tiene que mucho ver con su particular visión del triunfo social. Es un sujeto con un trabajo aceptable (aunque deba trabajar por la noche), una familia que le espera en casa y cierto nivel intelectual, pero prefiere acostarse con prostitutas a las que maltrata si no acceden a sus caprichos. ¿Otra vez juntos el poder y el erotismo?

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En Sputnik, mi amor la conexión entre K y Sumire es la propia literatura, los textos que ella escribe en la isla del mar Egeo, donde se explica el extraño comportamiento de Myû. Esa “necesidad” de escribir que tiene Sumire desde las primeras páginas de la novela otorga sentido a los sucesos que se van produciendo como una cascada incontrolable. Por eso le habla K de las enormes puertas de las antiguas ciudades chinas, que compara con el esfuerzo de los escritores por escribir, en definitiva de ese “bautismo mágico” del escritor para llevar a cabo la conexión de “este mundo con el otro” (p. 22). Lo importante es que Sumire quiere ser escritora, pero no sabe dónde está la magia para conseguirlo. “Tengo la cabeza atiborrada de cosas que quiero escribir. Como un granero atestado de cualquier manera (…) Imágenes, escenas, retazos de palabras, Figuras humanas… Están llenos de vida dentro de mi cabeza, lanzando destellos cegadores. Y oigo cómo gritan: “¡Escribe!” Pienso que de ahí tendría que surgir una gran historia. Tengo la impresión de que van a conducirme a algún lugar nuevo. Pero, llegado el momento, cuando me siento frente a la mesa e intento traducirlos en palabras, me doy cuenta de que se pierde algo vital. El cuarzo no cristaliza, todo queda en pedruscos. Y yo no llego a ninguna parte” (p, 21). Después de la “gran” aventura de su vida a través de Europa y en la isla griega, Sumire podrá escribir textos, que luego se los dejará a K para que éste le dé su opinión, porque después de todo es maestro. Ya se podrá asegurar que la joven es escritora, porque por fin tendrá cosas que decir. Por eso cuando, hacia el final de la novela, K recibe la llamada de Sumire (real o soñada), ella insiste en que tiene muchas cosas que contarle. Le llama desde una cabina simbólica, tanto como la propia literatura de Murakami.

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También existen varias transformaciones en Sputnik mi amor. El cambio esencial es el de Myû, aunque también lo hace Sumire después de conocerla. La joven desastrada y bohemia que quería ser escritora en las primeras páginas de la novela, se convierte en otra persona después de conocer a Myû. Cierto día, K se la encuentra sin maquillar, vestida con una blusa sin mangas, una minifalda y unas gafas de sol, y no la reconoce. No hacía ni tres semanas que se habían visto, pero la persona que tenía delante parecía de otro mundo. Sumire había dejado de fumar, vestía bien, llevaba los dos calcetines del mismo par, hablaba italiano, había aprendido a elegir el vino, a usar el ordenador, dormía por las noches y se levantaba por las mañanas. No, K no la reconocía de ninguna de las maneras; lo único que le faltaba era escribir, pero eso estaba a punto de producirse. La transformación de Myû es el punto clave de la historia. Al poco de conocer a Sumire le dice que lo que tiene delante no es su yo auténtico; catorce años atrás se había convertido en la mitad. Ese enigma sólo sirvió para que Sumire la admirara todavía más. En el último tercio de la novela, los lectores conocen lo que le ocurrió a Myû, ya que Sumire lo escribe en su ordenador, y páginas después K lo interpreta. “- No me acuerdo -dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos-. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado” (p. 182). Más adelante, Myû reconoce que no era Fernando quien se lo hacía, pero que tampoco recuerda, exactamente, lo que había ocurrido en esos momentos. La interpretación de K es la siguiente. En el disquete del ordenador, había podido leer la narración escrita por Sumire de la extraña experiencia que había sufrido Myû catorce años atrás. Esa mujer se había quedado atrapada toda la noche en la noria de un parque de atracciones de una ciudad suiza y, desde allí, con unos anteojos, había visto a su segundo yo dentro de su habitación. Una Doppelgänger. La experiencia aniquila a Myû como ser humano (pone de manifiesto su destrucción). Utilizando sus palabras, está dividida en dos y un espejo se interpone entre ambas mitades.

c) Murakami, autor postmoderno. Características de la Postmodernidad.

1.- La globalización
La imparable globalización tiene raíces económicas y financieras, y está “uniformando” la ideología, las costumbres, los gustos y la cultura de buena parte del mundo. Este proceso no tiene marcha atrás y afecta tanto al derrumbe de las fronteras entre los países, como a la libertad de los mercados de capitales, mercancías, servicios y trabajadores. Este pensamiento único se está convirtiendo en dominante desde la Segunda Guerra Mundial, con una economía capitalista convencida de que el mercado puede arreglar los problemas. El sistema capitalista cree que todo tiene un precio y los mercados se autorregulan sin mayores dificultades. Es como si se volviera, de nuevo, al viejo concepto de mano invisible de Adam Smith, con una oferta que crea su propiademanda. Lo peor es que el que permanece fuera del sistema queda automáticamente eliminado.

2.- El aislamiento de los individuos.

Después de considerar el fenómeno de la “mundialización” aplicada a todos los órdenes de la vida, debería pensarse que las personas cada vez se comunican más, pero no es así. Lo que se observa es que están aumentando los problemas del espíritu, con personas cada vez más solas, aisladas, dominadas por enfermedades que no sólo provienen del exterior, sino del interior de ellas mismas. Ahí puede radicar la explicación de que cada vez mueran más personas mayores en la soledad de sus apartamentos de las grandes ciudades como París, Londres, Madrid y, por supuesto, Tokio. Ciertas actitudes son fáciles de entender desde una óptica puramente económica que, en cualquier caso, no otorga la felicidad. Están aumentando las consultas a los psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, las sectas religiosas han resurgido de sus cenizas como en momentos similares y se producen atentados sobre personas inocentes que no han hecho daño a nadie y que suelen tener raíces aparentemente incompatibles de tipo económico y religioso. En tiempos así suele triunfar la literatura de la soledad y el desamor, la literatura del aislamiento, con personajes que buscan con desesperación que los quieran, los deseen, los escuchen sólo unos segundos que justifiquen su existencia. Unos personajes que están al borde del abismo, y que piden a gritos que alguien les eche una mano y les impida saltar para acabar con su sufrimiento. Ante una situación
de caos, tanto físico como psicológico, se necesita más que nunca una literatura que sirva para unir a los seres perdidos del planeta.

3.- Las historias con un final abierto. La novela no tiene por qué tener un final, ni malo ni bueno, porque la vida de cada uno tampoco lo tiene. El final es la muerte, por supuesto, pero nadie quiere pensar en ello. Es mejor creer que las cosas malas se van a solucionar, y que pueden recibirse ciertas enseñanzas del libro que se está leyendo. Lo importante es el camino que se recorre con el autor, alguien que permite al lector hacerse todo tipo de preguntas, aunque no tengan una clara respuesta. Es preciso asumir que es necesario confiar en los demás, en este caso en la magia de la literatura, y buscar un final para los problemas de espíritu. Cada lector puede encontrar un final adecuado, inventárselo, como una especie de proyección antropológica de su propio ser sobre la obra. Ese final abierto se relaciona con los espacios en blanco de la novela, tan esenciales como el “vacío del lienzo” y “el silencio en la música”. La imaginación del lector es básica para cerrar una historia o para dejarla abierta “como los autores de folletines, como los narradores orales que se callan de pronto y nos dejan esperando la prolongación de su historia, y me detengo aquí esta noche y termino con una sola palabra que me gustaría que fuera sobre todo una invitación. Continuará”

4.- El carácter especular del discurso narrativo.
El discurso narrativo está sometido en la actualidad a un juego especular caracterizado por la continua manipulación, en la obra de ficción, de las propias convenciones de la ficción, el uso y abuso de la metaficción, y de la transtextualidad (Aparicio, 2008: 273-286). Para Bajtín, la conciencia es esencialmente dialógica; la idea adquiere sentido al relacionarse con ideas ajenas. Las obras se convierten en polifonías textuales cuando, además de la suya, resuenan otras voces, otros lenguajes ajenos (ver Bajtín, 1986: 16-19 y 1989: 80-81). En la novela, sobre todo, el autor es consciente de que el mundo está saturado de palabras ajenas, entre las que tiene que lograr su propia palabra. La metaficción recuerda al lector que está ante una obra de ficción, y se trata de jugar con la relación entre la distinción tradicional de ficción y realidad.

5.- El dominio de lo “ecléctico”. Según Lyotard “el eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea”. Así, al mediodía comemos tranquilamente en un McDonalds, mientras que por la noche elegimos un plato de cocina local. A pesar de que vivamos en Tokio, nos perfumamos como en París, y oímos “reggae” o miramos un western (Lyotard, 1996: 16-18). Calvino llega a conclusiones similares (y también lo hará la literatura de Murakami, como se verá en seguida). Al lector se le pide su participación y se le asegura que si la lleva a cabo disfrutará realmente con el relato. Teniendo en cuenta que la novela ya había fagocitado muchos géneros literarios, “ahora reparte esas funciones entre la narración lírica, la narración filosófica, el pastiche fantástico o la crónica autobiográfica o de viajes. ¿Ya no existe la posibilidad de una obra que sea todas estas cosas a la vez?” (Calvino, 2006: 33). Un aspecto que no se debe olvidar es que el lector está condicionado por la cambiante información de los medios de comunicación. El recurso a las redes sociales es una consecuencia de ello. También influyen la cultura cinematográfica (el arte del siglo XX) y la realidad virtual que proporcionan los nuevos soportes técnicos, el marketing y la música pop -sobre todo, entre los jóvenes- conectada con todo tipo de músicas, desde la clásica a las de los países del Tercer Mundo.

6.- La nueva hiperrealidad.
La ficción ha estado confinada hasta hace poco en el restringido ámbito de la creación artística, pero ha terminado por contagiar la realidad cotidiana a través de la visión que de ella
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ofrecen los medios. Se vive dentro de la cultura del simulacro y la simulación; es la cultura del “remake” (en cine, teatro, arquitectura, pintura, literatura). El mapa ha cubierto el territorio (por utilizar la metáfora de Borges). Todo se virtualiza y puede resumirse en imágenes, con inversión de los papeles entre el sujeto y el objeto; ahora sería el objeto el que representa al sujeto. Aun así, debe admitirse que el arte ayuda a encontrar un sentido a la vida. Lo virtual lucha contra la mentira del poder utilizando otra mentira mejor; es un paso más en el camino del ser humano. A la hora de estudiar el cuerpo humano se ofrece un diagnóstico en tres dimensiones, y ya se habla incluso de telecirugía. En economía, los bancos se convierten en virtuales, como el dinero. Y en cuanto al texto, hay que referirse al hipertexto (un texto virtual) que se abre a través de enlaces. Los jóvenes y menos jóvenes navegan ya habitualmente con su “messenger” o lo hacen a través de “blogs”. Es una forma de huir del aislamiento y la soledad, aunque no se tarde en comprender que no es más que un medio y no un fin. Con el desarrollo de Internet y las nuevas tecnologías se pueden crear, literalmente, nuevos mundos que no necesitan de la materia prima del mundo real para que puedan existir, e incluso interactuar. Algunos ejemplos son las películas influidas por la literatura de Murakami, y las adaptaciones de sus obras, que siguen la estética de películas de los ochenta como Blade Runner, que para Lozano es el paradigma de la posmodernidad (Lozano, 2007: 13), con el eclecticismo entre cine negro y ciencia ficción, el pastiche temporal, la mezcla de razas e idiomas, y el mundo como realidad virtual, donde cada vez hay menos diferencias entre realidad y ficción.

12.- Los gatos antropófagos. Haruki Murakami en Sauce ciego, mujer dormida.

En el periódico que compré en el puerto había un artículo sobre una anciana devorada por sus tres gatos. El suceso había ocurrido en una pequeña ciudad de las afueras de Atenas. La fallecida tenía setenta años y llevaba una vida solitaria. Vivía sola con sus tres gatos en un apartamento de una sola habitación. Pero un día, de repente, tuvo un ataque cardiaco, o algo por el estilo, cayó de bruces sobre el sofá y falleció. Se desconoce cuánto tiempo transcurrió entre el momento del desmayo y la hora de la muerte. Pero, por lo visto, no llegó a recobrar el conocimiento. La anciana no tenía ningún amigo o familiar que la visitara con asiduidad, así que tardaron en torno a una semana en descubrir su cadáver.

Tanto la puerta como la ventana estaban cerradas a cal y canto, así que, al morir su dueña, los gatos quedaron encerrados en la habitación sin poder salir. Dentro no había nada de comer. En el frigorífico probablemente debía de haber comida, pero los gatos, por desgracia, son incapaces de abrir la puerta de una nevera. Así pues, los tres gatos, acuciados por un hambre atroz, acabaron devorando la carne de su dueña muerta.

Le leí este artículo a Izumi, que me escuchaba sentada al otro lado de la mesa en la cafetería. Se había convertido en una rutina de nuestra sencilla vida diaria en la isla: caminar hasta el puerto cuando hacía buen tiempo, comprar un periódico en inglés publicado en Atenas, pedir un café en la cafetería de al lado de la oficina de aduanas y traducirle yo a Izumi, a grandes rasgos, algún artículo interesante cuando lo había. Y si el artículo daba lo suficiente de sí, ambos discutíamos luego un rato sobre él. Ella hablaba inglés con fluidez y, de haber querido, habría podido leer el periódico sin mi ayuda. Pero yo no la vi nunca con un periódico en las manos.

—Me gusta que me lean en voz alta —me dijo Izumi—. Sentarme en algún rincón soleado y que, a mi lado, alguien me vaya leyendo algo… Cualquier cosa, no importa qué. Un periódico, un libro de texto, una novela… Y yo ir escuchándolo, inmóvil, mientras miro el cielo o el mar. Éste ha sido mi sueño desde que era pequeña. Pero jamás había encontrado a nadie que lo hiciera realidad. Así que tú, ¿cómo te lo diría?, tú has subsanado esa carencia. Además, tienes una voz muy bonita.

Allí había cielo, había mar. Y, por suerte (condición indispensable), a mí no me molestaba en absoluto hacerlo. En Japón solía leerle cuentos ilustrados a mi hijo. Cuando leía un texto en voz alta, a diferencia de cuando lo seguía con la mirada, brotaba algo dentro de mi cabeza. Algo que poseía una resonancia especial, cierta turgencia. Algo que me parecía muy hermoso.

Leía el artículo despacio tomando pequeños sorbos del amargo café que había en la tacita. Tras leer unas cuantas líneas hacía una pausa, las traducía del inglés al japonés para mis adentros y, luego, se las leía a Izumi en voz alta. Unas abejas se acercaron y empezaron a libar con laboriosidad la mermelada que el cliente anterior había dejado caer sobre la mesa. Libaban un rato la mermelada y, entonces, como si se acordaran de repente de algo, alzaban el vuelo, revoloteaban por los alrededores con un zumbido solemne y, poco después, como si volvieran a acordarse de algo, se posaban de nuevo súbitamente sobre la mesa.

Cuando terminé de leer el artículo, Izumi continuó en la misma posición, con ambos codos sobre la mesa, inmóvil, esperando a que prosiguiera. Apoyaba la punta de los dedos de la mano derecha en los de la izquierda formando un triángulo. Me puse el periódico sobre las rodillas y me quedé contemplando unos instantes sus diez largos dedos. Izumi me miraba fijamente por el espacio que se abría entre ellos.

—¿Y qué más? —me preguntó.

—Eso es todo —le dije, agarré el periódico y lo doblé en cuatro. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me limpié la espuma del café que tenía adherida a los labios—. Al menos aquí no pone nada más.

—¿Y qué crees que habrá sido de los gatos?

Me la quedé mirando y, luego, me guardé el pañuelo en el bolsillo. —Pues no lo sé. Aquí no dice nada sobre eso.

Izumi torció ligeramente los labios hacia un lado. Tenía esa costumbre. Cuando se disponía a dar su opinión sobre algo (la mayoría de las veces, bajo la forma de una breve declaración), siempre fruncía los labios hacia un extremo del rostro como si estuviera alisando las arrugas de una sábana estirando en una sola dirección. Al poco de conocernos, me fascinaba ese gesto.

—Los periódicos en todas partes son iguales. Nunca ponen lo que a uno realmente le interesa saber.

Cogió un cigarrillo de un paquete nuevo de Salem, se lo llevó a los labios y lo encendió con una cerilla. Ella fumaba una cajetilla diaria. Por la mañana empezaba una nueva y la iba consumiendo a lo largo del día. Yo no fumo. Mi mujer me obligó a dejarlo hace cinco años, cuando estaba embarazada.

—Lo que a mí me gustaría saber —dijo ella tras exhalar en silencio una bocanada de humo que se quedó suspendida en el aire—, es qué les ha sucedido a esos gatos. Si los han matado por el hecho de haber comido carne humana. O si les han acariciado la cabeza diciéndoles: «¡Pobrecillos! Para vosotros también habrá sido espantoso», y los han absuelto. ¿A ti qué te parece?

Reflexioné sobre ello mientras contemplaba las abejas que había encima de la mesa. La imagen de las diligentes abejas libando sin tregua la mermelada se superpuso dentro de mi cabeza a la de los tres gatos que devoraban el cadáver de la anciana. A lo lejos se oyó el chillido de una gaviota que solapó el zumbido de las abejas. Por unos segundos, mi conciencia vagó por la frontera entre lo real y lo irreal. ¿Dónde estaba yo en aquellos momentos? ¿Y qué estaba haciendo? Experimenté serias dificultades para comprenderlo. Respiré hondo, contemplé el cielo y, luego, dirigí los ojos hacia Izumi.

—No tengo la menor idea.

—Piénsalo un poco. Si tú fueras el alcalde de esa ciudad, o el jefe de policía, ¿qué harías con los gatos?

—Los metería en un reformatorio. Y haría que se volvieran vegetarianos — dije.

Izumi no se rio. Dio una calada a su cigarrillo y, luego, exhaló el humo despacio.

—A mí todo eso me recuerda a una parábola que me contaron al empezar secundaria. Ya te lo había dicho, ¿verdad? ¿Que fui durante seis años a una escuela católica terriblemente estricta? La enseñanza primaria la cursé en la escuela del barrio, pero, a partir de secundaria, estudié allí. Justo después de la ceremonia de ingreso venía el cuento moral. La madre superiora nos reunió a todas las nuevas, se subió al púlpito y nos aleccionó en la doctrina católica. Nos contó varias parábolas, pero la que recuerdo mejor… En realidad, la única de la que me acuerdo… es la historia del náufrago que va a parar, junto con un gato, a una isla desierta.

—¡Vaya! Parece interesante -dije.

—Tu barco naufraga y tú llegas a una isla desierta. En el bote sólo estáis tú y el gato. En la isla no hay nada comestible. Y en el bote sólo hay agua y galletas para que una persona pueda subsistir durante diez días. En esto consistía la historia. Entonces la monja nos hacía la siguiente pregunta: «Niñas, imaginaos que os encontráis en esta situación. Cerrad los ojos y representaos la imagen. Estáis con un gato en una isla desierta. Casi no tenéis comida. Cuando se termine, moriréis. ¿Entendido? Tenéis hambre, tenéis sed y vais a morir. ¿Qué haríais vosotras? ¿Os partiríais esa mísera comida con un gato? No. No deberíais hacerlo. Sería un error. No deberíais compartir vuestra comida con un gato. Porque vosotras sois criaturas elegidas por el Señor y el gato no lo es. Por lo tanto, vosotras deberíais comeros solas las galletas». Y nos lo decía con una cara muy seria. Al oírlo, yo me quedé de piedra. ¿Por qué les contarían semejante historia a unas niñas que acababan de entrar en la escuela? Me impresionó mucho y me pregunté dónde me había metido.

Izumi y yo vivíamos en una casita que habíamos alquilado en una pequeña isla griega. Era temporada baja y, además, aquélla era una isla muy poco frecuentada por los turistas, así que el alquiler era bajo. Antes de llegar a la isla, ni Izumi ni yo habíamos oído su nombre. La isla estaba tan cerca de la frontera con Turquía que los días despejados se vislumbraban en el horizonte las azules montañas del territorio turco. Los griegos bromeaban diciendo que cuando el viento soplaba con fuerza llegaba el olor a kebab. Pero teníamos Asia Menor tan a la vista que aquello ni siquiera parecía una broma. De hecho, la costa turca se encontraba más cerca que cualquier otra isla griega.

En la plaza del puerto se levantaba la estatua de un héroe de las luchas por la Independencia. El héroe, sumándose a la insurrección que se extendía en aquellos momentos por Grecia, encabezó una valiente rebelión contra el ejército turco que ocupaba la isla, pero fue apresado y condenado a morir empalado. Los turcos plantaron una afilada estaca en la plaza del puerto, desnudaron al infortunado héroe y lo clavaron en su punta. Impelida por el peso del cuerpo, la estaca fue introduciéndose por el ano hasta llegar a la boca del héroe, lentamente, por lo que éste tardó mucho en morir. La estatua estaba emplazada justo en el lugar donde, al parecer, clavaron la estaca. En la época en que la fundieron, debió de ser una majestuosa e imponente estatua de bronce, pero por entonces, a causa de la inevitable erosión causada por el aire del mar, por el polvo y los excrementos de gaviota, más el paso del tiempo, apenas podían distinguirse sus facciones. Ninguno de los habitantes de la isla prestaba la menor atención a la sucia y arruinada estatua de bronce y a ella, por su parte, parecía importarle ya muy poco lo que sería de la isla, de la patria y del mundo. Nosotros tomábamos café o cerveza en la terraza de la cafetería que estaba delante de la estatua y solíamos matar el tiempo contemplando el puerto, los barcos, las gaviotas o la cordillera turca que se extendía a lo lejos. Aquél era, literalmente, el fin de Europa. Allí soplaba el viento del fin del mundo, se alzaban las olas del fin del mundo, flotaba el aroma del fin del mundo. Te gustara o no, así era el fin de un mundo. El lugar estaba teñido por los colores del inmovilismo y era imposible escapar de ellos. A mí me daba la sensación de estar siendo absorbido, en silencio, hacia el territorio de un cuerpo extraño. Una cosa ajena que se hallaba más allá del fin, vaga, extrañamente amable. Y la huella de aquel cuerpo extraño se apreciaba en los rostros de la gente del puerto, en sus miradas y en su piel. A veces no lograba hacerme a la idea de que yo también formaba parte de aquel lugar.

Por más que recorriera con los ojos el paisaje que me rodeaba, por más que respirara su aire, no podía ligarlo orgánicamente a mí. Y yo pensaba: «¿Qué diablos estoy haciendo en un sitio como éste?».

Dos meses atrás, yo vivía con mi esposa y con mi hijo de casi cuatro años en un apartamento de tres habitaciones de Unoki. El piso no era muy grande, pero era confortable. Constaba de nuestro dormitorio, un cuarto para el niño y una habitación que yo utilizaba como estudio. La vista era fabulosa, el lugar tranquilo. Los fines de semana íbamos los tres a pasear por las orillas del río Tone. En primavera, los cerezos florecían en sus riberas. Montaba al niño en la bicicleta y nos íbamos a ver los entrenamientos del equipo B de los Kyojin.[1]

Yo trabajaba en una empresa de tamaño medio especializada en el diseño y la maquetación de libros y revistas. Por más que hiciera de diseñador, mi trabajo, en sí mismo, era más bien técnico y estaba desprovisto de la brillantez y creatividad que se le supone, pero a mí me gustaba mucho. No quiero decir con ello que no tuviera ninguna queja y que me divirtiera siempre. Solía tener más trabajo del que podía hacer y varias noches al mes me las pasaba trabajando sin poder dormir. Algunas de las tareas que realizaba eran aburridas. Con todo, en mi lugar de trabajo yo gozaba de una relativa paz y libertad. Llevaba mucho tiempo en la empresa y, por lo tanto, dentro de ciertos límites, podía escoger los proyectos de los que encargarme y expresar mi opinión. No tenía ni jefes odiosos ni compañeros desagradables. El sueldo no estaba mal. Por lo tanto, de no haber ocurrido nada, probablemente hubiera seguido trabajando en aquel lugar de forma indefinida. Y, al igual que el río Moldau (o, hablando con propiedad, al igual que las aguas del río Moldau del que aquéllas toman su nombre), mi vida habría ido fluyendo inexorablemente hacia el mar.

Izumi era diez años menor que yo. Nos conocimos en una reunión de trabajo. Desde el primer instante quedamos prendados el uno del otro. En esta vida pasa a veces, aunque muy pocas. Nos vimos en tres o cuatro ocasiones, siempre por cuestiones laborales. Yo fui a su empresa, ella vino a la mía. Por más que diga que nos vimos, nunca fue por mucho tiempo, tampoco estuvimos nunca a solas. Ni tocamos ningún tema personal. Pero, cuando terminó el trabajo, me embargó una profunda tristeza. Me sentí como si me hubieran arrebatado de forma injusta algo que me era imprescindible. Era un sentimiento que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Posiblemente a Izumi le ocurriera lo mismo. Una semana después, ella me llamó a la empresa por un asunto laboral sin importancia. Charlamos un rato. Yo bromeé y ella se rio. Y la invité a tomar una copa. Fuimos a un pequeño bar y charlamos mientras tomábamos algo. Casi no recuerdo de qué hablamos en aquella ocasión. Pero los temas de conversación fueron surgiendo, uno tras otro, con una facilidad asombrosa. Cualquier tema nos parecía interesante, hubiéramos podido seguir conversando hasta la eternidad. Yo entendía con una claridad meridiana lo que ella quería decirme y, aquello que yo nunca había logrado explicar bien a los demás, a ella se lo podía transmitir con una precisión pasmosa. Ambos estábamos casados, ninguno de los dos nos sentíamos especialmente insatisfechos con nuestra vida matrimonial. Ambos queríamos a nuestros cónyuges y los respetábamos. Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada, hallar a esa persona. Seguro que muchos mueren sin haberla encontrado jamás. Y, probablemente, no tenga relación alguna con lo que se suele entender por amor. Yo diría que se trata, más bien, de un estado de entendimiento mutuo cercano a la empatía.

Luego, Izumi y yo volvimos a vernos, tomamos una copa, hablamos. Su marido solía regresar tarde a casa por cuestiones de trabajo, así que ella podía disponer de su tiempo con una relativa libertad. Cuando hablábamos, las horas se nos pasaban en un santiamén. A menudo, al mirar el reloj, nos dábamos cuenta con sobresalto de que se acercaba la hora del último tren. Siempre me costaba dejarla. Hubiese querido hablar más, y a ella le sucedía lo mismo.

Después nos acostamos. Sucedió con la mayor naturalidad del mundo, sin que ninguno de los dos lo propusiera. Tanto para ella como para mí era la primera relación sexual que manteníamos fuera del matrimonio. Pero no nos sentimos culpables por ello. Porque necesitábamos hacerlo. Desnudarla, acariciarla, abrazarla, penetrar en ella y eyacular era una parte más de nuestras conversaciones. Era tan natural que, si bien no tuvimos sentimiento de culpabilidad, tampoco nos produjo un placer carnal de aquellos que desgarran el corazón. Era un acto tranquilo, agradable y sencillo. Lo más maravilloso eran las conversaciones que manteníamos apaciblemente en la cama después de hacer el amor. Eran unos momentos inapreciables. Entre las sábanas, abrazaba su cuerpo desnudo, ella se acurrucaba entre mis brazos y, en una voz tan queda que sólo nosotros podíamos oír, hablábamos de cosas que únicamente nosotros entendíamos.

Nos veíamos siempre que teníamos ocasión. Quedábamos, tomábamos una copa, hablábamos y, si nos sobraba tiempo, nos acostábamos y, si no, nos despedíamos. Tanto nos daba una cosa como la otra. Sorprendentemente (o quizá no lo sea en absoluto), estábamos convencidos de que era posible mantener esa situación de forma indefinida. Es decir, que creíamos que nuestro matrimonio era nuestro matrimonio y que la relación entre ella y yo podía existir de una manera paralela, sin que se produjeran interferencias entre ambas circunstancias. Porque nosotros estábamos convencidos de que nuestra relación no iba a influir en nuestra vida matrimonial. Cierto que manteníamos relaciones sexuales, pero ¿qué daño hacíamos a los demás con ello? Cierto que cada noche que veía a Izumi llegaba tarde a casa y tenía que mentirle a mi mujer y eso me hacía sentir culpable. Pero, en realidad, nosotros no traicionábamos a nadie. La relación entre Izumi y yo, si se me permite la expresión, era una comunicación total en aspectos limitados de la vida.

De no haber ocurrido nada, no tengo la menor idea de qué rumbo hubiera tomado la relación entre Izumi y yo. Tal vez hubiéramos seguido llevándonos bien eternamente, hablando, tomándonos vodkas con tónica y acostándonos en algún hotel. O, tal vez, con el paso del tiempo nos hubiéramos hartado de mentirles a nuestros cónyuges, nos hubiéramos ido distanciando de manera natural y hubiéramos acabado volviendo a nuestra apacible vida familiar. Creo que, en ninguno de los dos casos, las cosas hubieran acabado mal. No tengo la certeza, pero me da esa impresión. Sin embargo, por una estúpida casualidad (posiblemente era algo que debía suceder más tarde o más temprano), el marido de Izumi descubrió nuestra relación. Después de interrogarla con dureza se presentó en mi casa. Estaba descompuesto, fuera de sí. Y la mala suerte quiso que en casa estuviera únicamente mi mujer. La situación tomó un cariz trágico. Mi mujer me pidió explicaciones. Izumi acababa de confesarlo todo, así que no hubo manera de enmascarar los hechos. Y le conté toda la verdad.

—No tiene nada que ver con el amor —le dije—. Esa relación tiene unos límites muy estrictos. Lo que hay entre Izumi y yo es algo completamente distinto a lo que hay entre tú y yo. La prueba es que, mientras la veía a ella, tú jamás has notado nada. Y eso, ¿a qué crees que se debe? Pues a que es un tipo de relación muy distinto.

Pero mi mujer hizo oídos sordos a mis explicaciones. Recibió un duro golpe, se quedó literalmente helada. No quiso volver a hablarme. Al día siguiente cargó sus cosas en el coche, cogió al niño y se fue a casa de sus padres, a Chigasaki. La llamé varias veces, pero mi mujer se negó a hablar conmigo. Quien sí se puso al teléfono fue mi suegro. Me dijo que no quería oír excusas peregrinas y que no permitiría que su hija volviera con un individuo de mi calaña. En principio, su padre se había opuesto rotundamente a nuestro matrimonio, así que aquello no hizo más que confirmar sus peores augurios y el hombre se dedicó a meter más cizaña aún.

Desconcertado, me tomé unos días de descanso; los pasé solo en casa, tumbado sin hacer nada. Pero Izumi me llamó. También ella estaba sola. Su marido (aunque él, después de golpearla, había cogido unas tijeras y se había puesto a cortar toda la ropa de Izumi, desde los abrigos hasta la ropa interior) también se había ido de casa.

—Ni siquiera sé adónde ha ido. Pero, en mi caso, no hay nada que hacer — me dijo—. No hay manera de arreglarlo. Él ya no volverá.

Se echó a llorar. Ella y su marido habían sido novios desde que iban al instituto. Quise consolarla, pero no había consuelo posible.

—¿Y si fuéramos a tomar una copa? —me propuso Izumi.

Nos dirigimos al barrio de Shibuya y estuvimos bebiendo sin parar en un bar que no cerraba en toda la noche. Yo, vodka gimlets y ella daiquiris. Nos tomamos tantos que era imposible contarlos. Sin embargo, aquella noche apenas hablamos. Al amanecer caminamos hasta el distrito de Harajuku para quitarnos la resaca, tomamos café y desayunamos en un Royal Host. Fue entonces cuando Izumi me propuso ir a Grecia.

—¿A Grecia? —pregunté yo.

—Ya me dirás qué hacemos en Japón —respondió ella mirándome a los ojos.

Intenté reflexionar al respecto. Pero tenía el cerebro embotado por el alcohol y me costaba hilvanar las ideas.

—Yo siempre he querido ir a Grecia. Es mi sueño. Me hubiera gustado mucho ir allí de viaje de novios, pero no nos alcanzó el dinero. ¡Venga! ¡Vayámonos a Grecia! Allí podríamos vivir un tiempo, descansando sin pensar en nada. Total, en la situación en la que estamos, en Japón no haremos más que deprimimos.

A mí no me atraía Grecia especialmente, pero estaba de acuerdo con Izumi en que no había nada que yo pudiera hacer en Japón en aquellos momentos. Contamos el dinero del que disponíamos. Ella tenía ahorrados unos dos millones y medio de yenes. Yo podía disponer libremente de un millón y medio. Cuatro millones en total.

—Con cuatro millones de yenes, en un pueblo de Grecia, podríamos vivir unos años —me dijo Izumi—. Los dos billetes de avión, si los compramos de esos de bajo coste, nos saldrán por unos cuatrocientos mil yenes. O sea, que nos quedarán tres millones seiscientos mil yenes. Si gastáramos unos cien mil al mes, pues podríamos quedarnos unos tres años. Pon dos años y medio, contando los extras. Fabuloso, ¿no? ¡Venga! ¡Vamos! Y después ya veremos lo que pasa.

Eché una mirada a mi alrededor. A primera hora de la mañana el Royal Host estaba lleno de parejas jóvenes. Posiblemente fuésemos los únicos en sobrepasar los treinta años. Pero seguro que no había otra pareja a la que hubieran pillado en flagrante adulterio y que, tras perder a su familia, estuviera planeando huir a Grecia llevándose todo el dinero consigo. «¡Uf!», pensé. Me quedé un buen rato contemplando la palma de mi mano. ¿Tenía aquel extraño asunto algo que ver conmigo?

—De acuerdo —dije—. Vámonos.

Al día siguiente presenté mi carta de dimisión. Mi jefe, por lo visto, ya intuía lo que me estaba pasando y se ofreció a concederme unas largas vacaciones. En la empresa todo el mundo se mostró muy sorprendido ante mi marcha, pero nadie se empeñó en hacerme cambiar de idea. Me asombró lo fácil que resultaban las cosas una vez intentabas llevarlas a la práctica. De hecho, si estás dispuesto, en este mundo hay muy pocas cosas que no puedas dejar. No, tal vez no haya ninguna. Y, puestos a dejar las cosas atrás, acabas queriéndolo dejar absolutamente todo. Como sucede en el juego, cuando, tras perder casi todo el dinero, acabas por apostar todo el que te queda. Porque te da pereza retirarte a medias llevándote lo poco que todavía tienes.

Metí todo lo que consideré necesario en una Samsonite de tamaño medio de color azul. Maleta en mano, tomé con Izumi un avión que seguía la ruta del sur. En volumen, su equipaje era similar al mío.

Cuando estábamos sobrevolando Egipto, me aterroricé al pensar que alguien, por equivocación, podía llevarse mi maleta en algún aeropuerto. Samsonite azules como la mía debía de haberlas por decenas de millares en el mundo. ¿Y si, una vez llegara a mi destino y abriese la maleta, me encontrara con las pertenencias de otra persona? No era imposible. Al pensarlo, me asaltó un pánico tan grande que yo mismo me asombré. Si se perdiera la maleta, aparte de Izumi no me quedaría nada que me ligara a mi vida. Mientras le daba vueltas a eso en la cabeza, tuve la sensación de que había perdido mi esencia como ser humano. Era la primera vez en la vida que tenía una sensación tan extraña. Yo había dejado de ser yo. El que estaba allí no era mi yo auténtico, sino un sucedáneo que había tomado mi forma. Y mi conciencia, sin darse cuenta, había seguido por equivocación a aquel otro yo. Mi conciencia estaba terriblemente confusa. Se decía a sí misma que debía regresar a Japón y volver a entrar en el cuerpo al que en verdad pertenecía. Pero el avión estaba sobrevolando Egipto. Era imposible volver atrás. Sentía la carne de aquel yo provisional como si estuviera hecha de estuco. Rascándola con las uñas se podía desmenuzar, convertir en polvo. Empecé a temblar violentamente. No podía parar. Me dije que si continuaba temblando de aquella forma, acabaría haciéndome añicos, deshaciéndome. El aire acondicionado debía de funcionar bien, pero el sudor empezó a manar de todos los poros de mi piel, empapándome la camisa. Mi cuerpo exhalaba un olor nauseabundo. Mientras tanto, Izumi me agarraba la mano. De vez en cuando, me pasaba un brazo por los hombros. No dijo nada. Pero parecía saber perfectamente cómo me sentía. Duró unos treinta minutos. Hubiera deseado morir. Hubiera querido poner la boca del cañón de la pistola contra mi oreja y apretar el gatillo. Y reducir a un único montón de polvo mi conciencia y mi cuerpo. Ése era mi único deseo en aquellos momentos.

Pero, cuando dejé de temblar me sentí de repente más ligero. Relajé la tensión de los hombros, me abandoné al paso del tiempo. Y caí en un profundo sueño. Cuando abrí los ojos, ya estábamos volando sobre las azules aguas del Egeo.

El mayor problema de la vida que llevábamos en la isla era que casi no teníamos nada que hacer. No trabajábamos, no conocíamos a nadie. En la isla no había ni cine ni pistas de tenis. Tampoco disponíamos de libros. Habíamos salido tan apresuradamente de Japón que ni siquiera se nos había ocurrido traernos algunos libros. Cuando terminé de releer por segunda vez las dos novelas que había comprado en el aeropuerto y las tragedias de Esquilo que se había traído Izumi, ya no me quedó nada que leer. En el quiosco del puerto vendían algunas novelas de bolsillo, en inglés, para los turistas, pero no había ninguna que despertara mi interés. A mí me apasionaba la lectura, de modo que la falta de libros me resultaba muy difícil de soportar. Antes, en cuanto tenía un rato libre, prácticamente me sumergía en los libros. Y ahora que disponía de todo el tiempo del mundo para leer, qué ironía, no tenía ninguno a mano.

Izumi se había traído un manual de griego moderno y se dedicaba a estudiar el idioma. Siempre llevaba consigo unas fichas que había elaborado con las conjugaciones de los verbos griegos y, en cuanto tenía un instante, iba recitándolas como si fueran un conjuro. Cuando íbamos de compras, hablaba con los dueños de las tiendas usando las cuatro palabras que había aprendido. En la cafetería, hablaba con el camarero. Gracias a ello, conocimos a algunas personas. Mientras Izumi estudiaba griego, yo intentaba desempolvar mi francés. Empecé a repasarlo creyendo que, ya que estábamos en Europa, de algo tenía que servirme, pero en aquella mísera isla no había ni una sola persona que lo hablara. En la ciudad te podías comunicar, más o menos, en inglés. Había ancianos que entendían el italiano y el alemán. Pero el francés, justamente, no tenía en absoluto ninguna utilidad.

Nos sobraba el tiempo, así que nos pasábamos el día paseando. Alguna vez intentamos pescar en el puerto, pero, por más que nos esforzamos, no logramos atrapar ningún pez. No es que no los hubiera. Es que el agua era demasiado transparente. Y los peces podían ver con toda claridad, desde el sedal, hasta la cara del pescador que sostenía la caña. En resumen, que muy estúpido tenía que ser un pez para picar el anzuelo. Yo paseaba con el álbum de dibujo y los útiles de pintura que había adquirido en la droguería, e iba dibujando los paisajes de la isla y sus habitantes. A mi lado, Izumi contemplaba mis bocetos y repasaba la gramática griega. Muchos griegos se acercaban a ver cómo dibujaba. Cuando les hacía un retrato para matar el tiempo, se ponían muy contentos. Si se lo daba, como agradecimiento nos invitaban a Izumi y a mí a una cerveza. Un pescador nos regaló en una ocasión un pulpo.

—Podrías ganarte la vida con los retratos —me dijo Izumi—. Eres muy bueno y, además, un pintor japonés es algo muy poco frecuente en estos lugares. Sería un buen negocio.

Yo me reí, pero en el rostro de Izumi se reflejaba que no estaba bromeando. Intenté imaginarme a mí mismo yendo de isla en isla haciendo retratos de la gente y recibiendo, a cambio, algunas monedas o alguna invitación a una cerveza. No me pareció una idea descabellada. Incluso me gustó. De hecho, a mí me encantaba dibujar y había estudiado Bellas Artes.

—Y yo podría hacer de coordinadora turística para japoneses. A partir de ahora, cada vez vendrán más turistas japoneses por aquí y nosotros tenemos que comer. Claro que, para trabajar en eso, primero tengo que aprender bien el griego —dijo Izumi.

—Pero podemos estarnos dos años y medio sin hacer nada, ¿verdad? —quise saber yo.

—Si no pasa nada —respondió Izumi—. Si no nos roban el dinero, o si no nos ponemos enfermos, por ejemplo. Si no ocurre nada de eso, podremos vivir dos años y medio sin problemas. Pero creo que es mejor que estemos preparados para cualquier eventualidad.

Yo no había ido nunca al médico. Así se lo dije a Izumi.

Ella permaneció unos instantes mirándome fijamente. Luego apretó los labios y los torció un poco hacia un lado.

—Suponte —dijo—, suponte que me quedo embarazada. ¿Qué harías tú? Por más precauciones que tomemos, estas cosas pasan. Y si nos sucediera, el dinero se nos terminaría en un santiamén.

—En ese caso, podríamos volver a Japón —sugerí.

—Parece que no lo entiendas. Tú y yo no vamos a regresar nunca a Japón — me dijo Izumi en voz baja.

Izumi continuó estudiando griego y yo seguí con mis dibujos. Posiblemente, aquella fuese la época más apacible de mi vida. Tomábamos una comida frugal, bebíamos vino barato como si fuera la gran cosa. Cada día subíamos a una montaña que había por allí cerca. En la cima había un pequeño pueblo desde donde se divisaban las islas cercanas. Si aguzabas la vista, podías ver, incluso, el puerto turco. Gracias al aire puro y al ejercicio, nos encontrábamos en plena forma física. Al anochecer no se oía ningún ruido en los alrededores. Inmersos en el silencio, Izumi y yo nos abrazábamos en secreto. Y hablábamos en voz baja de muchas cosas. Ya no teníamos que preocuparnos por el último tren ni teníamos que mentir a nuestros cónyuges. Era maravilloso. Y así fue avanzando el otoño y pronto llegó el invierno. Cada vez eran más los días de fuerte viento, el mar empezó a encresparse.

Fue en esa época cuando leímos el artículo que hablaba de los gatos antropófagos. Pero nosotros el periódico lo comprábamos para enterarnos del cambio de divisas. El yen continuaba cotizándose más y más frente al dracma. Eso era de vital importancia para nosotros ya que, cuanto más subía el yen, más aumentaba el valor de nuestros ahorros.

—Hablando de gatos —dije yo unos cuantos días después de que apareciera el artículo de los gatos antropófagos en el periódico—. El gato que yo tenía de pequeño desapareció de una forma muy extraña.

Izumi mostró interés por la historia. Alzó los ojos del cuadro de conjugaciones de los verbos y me miró.

—¿Y cómo fue?

—Sucedió cuando yo estaba en segundo o en tercero de primaria. Entonces vivíamos en una casa de la empresa que tenía un jardín muy grande. En el jardín había un pino muy viejo. Era tan alto que, al alzar la vista, no alcanzabas a ver las ramas más altas. Un día, yo estaba sentado en el porche leyendo un libro mientras el gatito a rayas negras, blancas y marrones que teníamos en casa jugaba solo en el jardín. Saltaba y brincaba solo, como hacen a veces los gatos. Estaba tan excitado que ni siquiera se daba cuenta de que yo lo miraba. Dejé de leer y me lo quedé observando. El gato continuó haciendo lo mismo un buen rato. El tiempo pasaba, pero él no se detenía, era como si estuviera poseído. Brincaba, se enfurecía, retrocedía de un salto. Mirándolo, me fui asustando. Era como si le excitara algo que ni sus ojos ni los míos podían ver. De pronto, el gato empezó a correr alrededor del pino con un vigor inusitado, parecía el tigre de Little Black Sambo. Y, tras pasarse un rato dando vueltas, empezó a trepar por el tronco del pino hasta la copa. Al levantar la mirada distinguí la cara del gato en lo alto del árbol. El gato aún parecía terriblemente alterado. Se había escondido tras una rama, con la vista clavada en algo. Lo llamé. Pero no pareció oírme.

—¿Cómo se llamaba el gato? —preguntó Izumi.

No logré recordar su nombre. Le respondí que lo había olvidado.

—Mientras tanto, había ido oscureciendo —le conté—. Yo estaba terriblemente preocupado por el gato y me quedé esperando a que bajara del árbol. Pero el gato no bajó. Pronto cayó la noche. Ésa fue la última vez que lo vi.

—Lo que cuentas no es nada raro —dijo Izumi—. Los gatos suelen desaparecer de este modo. Especialmente cuando están en celo. Se excitan tanto que se pierden en el camino de vuelta. Seguro que, cuando tú no lo veías, bajó del árbol y se fue a alguna parte.

—Es posible —dije—. Pero yo, entonces, todavía era un niño y creí que el gato se había quedado a vivir en lo alto del árbol. Que algo le impedía bajar. Así que todos los días, en cuanto podía, me sentaba en el porche y miraba las ramas del pino. Esperando ver entre ellas la cara del gato.

A Izumi no pareció interesarle mucho esa historia. Encendió un segundo Salem con expresión aburrida. Luego, de pronto, alzó la cabeza y me miró.

—¿Piensas mucho en tu hijo? —me preguntó.

No supe qué responderle.

—A veces —respondí con franqueza—. Pero no mucho. Cuando algo me lo recuerda.

—¿Te gustaría verlo?

—A veces —respondí. Pero era mentira. Sólo que intentaba pensar que tenía ganas de verlo porque creía que eso era lo correcto. Cuando vivíamos juntos, lo encontraba una preciosidad. Los días que llegaba tarde a casa, lo primero que hacía era dirigirme a su habitación y mirarle la carita. A veces me entraban ganas de estrecharlo contra mi pecho con tanta fuerza que le hubiera roto los huesos. Pero, al separarme de él, empezó a costarme recordarlo bien. La expresión de su rostro, su voz, sus gestos, todo ello parecía pertenecer a un mundo muy lejano. Sólo recordaba con claridad el olor de su jabón. Yo solía bañar a mi hijo. El niño tenía la piel muy delicada y mi mujer le había comprado un jabón especial. Y ahora lo único que recuerdo bien de mi hijo es el olor de ese jabón.

—Oye, si te apetece volver a Japón, puedes irte —dijo Izumi—. Por mí no tienes que preocuparte. Podría apañármelas aquí sola.

Asentí. Pero lo tenía muy claro. Yo no volvería jamás a Japón dejándola a ella atrás.

—Cuando tu hijo crezca, seguro que te recordará de una manera parecida — dijo Izumi—. Como tú al gato que un día trepó a lo alto de un pino y desapareció para siempre.

Me reí.

—Pues sí. Se parece —admití.

Izumi apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero. Lanzó un suspiro.

—¿Por qué no volvemos a casa y hacemos el amor? —propuso ella. — Todavía es por la mañana —dije yo.

—¿Les pasa algo a las mañanas?

—Nada en especial —dije.

A medianoche, cuando me desperté, Izumi había desaparecido. Miré el reloj que había a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj señalaban las doce y media. A tientas, encendí la lámpara de la mesita y eché una mirada a mi alrededor. Un silencio profundo reinaba en la habitación. Parecía que hubiera venido alguien mientras yo dormía Y hubiera esparcido polvo de silencio a manos llenas. En el cenicero quedaban dos colillas de Salem aplastadas hasta reventar. Al lado, la cajetilla de tabaco vacía, estrujada y hecha una bola. Salté de la cama y me dirigí a la sala de estar. Izumi no estaba allí. Tampoco estaba en la cocina ni en el cuarto de baño. Abrí la puerta y miré hacia el jardín delantero. Pero allí sólo había dos sillones blancos de plástico bañados por la luz de la luna. Era una preciosa luna llena. «Izumi», la llamé en voz baja. No hubo respuesta. Volví a llamarla, pero esa vez en voz alta: «¡Izumi!». Chillé tan alto que el corazón comenzó a latirme con fuerza. No parecía mi voz. Era demasiado fuerte y no sonaba natural. Siguió sin haber respuesta, como era de esperar. Las espigas de susuki[2] se mecían al soplo de la suave brisa que llegaba del mar. Cerré la puerta, volví a la cocina y me serví media copa de vino para tranquilizarme. La clara luz de la luna penetraba por las ventanas de la cocina creando extrañas sombras en las paredes y en el suelo. Parecía la simbólica escenografía de una obra de teatro de vanguardia. Entonces lo recordé de repente. Me acordé de que también la noche en que desapareció el gato era una noche de luna llena, sin una sola nube en el cielo, igual que ésa. Y que yo, aquella noche, después de la cena, me había sentado en el porche solo y me había quedado contemplando, inmóvil, la copa del pino. Conforme avanzaba la noche, la luz de la luna había ido cobrando una luminosidad intensa, casi inquietante. No sé por qué, pero me era imposible apartar los ojos de las ramas del pino. De vez en cuando me parecía ver cómo relucían, bañados por la luz de la luna, los brillantes ojos del gato. Pero quizá fuera una ilusión. La luz de la luna, a veces, te muestra cosas que no deberías ver.

Me puse un jersey grueso y unos pantalones tejanos. Me embutí en el bolsillo la calderilla que había sobre la mesa y salí afuera. Seguro que Izumi no podía dormir y había salido a dar un paseo sola. En los alrededores reinaba una paz absoluta, no se apreciaba el menor movimiento. Justo entonces había amainado el viento. Sólo se oía el crujido de las suelas de goma de mis zapatillas de tenis sobre las pequeñas piedras. Crujían de forma tan exagerada que parecía la música de fondo de una película. Se me ocurrió que Izumi podría haberse dirigido al puerto. De hecho, era el único sitio al que podía ir. Sólo había un camino que llevara al puerto, o sea, que no cabía la posibilidad de que nos cruzáramos sin vernos. A la que te apartabas de aquel sendero, enseguida te adentrabas en la montaña. Las luces de las casas que lo bordeaban estaban todas apagadas y la claridad de la luna teñía de plata la superficie de la tierra. «Parece un paisaje submarino», pensé. Tras recorrer la mitad del camino que conducía al puerto me dio la sensación de que una música sonaba débilmente dentro de mis oídos. Me detuve. Al principio creía que era una alucinación auditiva. Algo parecido al silbido causado por el cambio de presión atmosférica. Pero, al escuchar con atención, comprendí que aquel sonido poseía una melodía. Contuve la respiración y me concentré en mis oídos. Como si sumergiera el corazón en la oscuridad del interior de mi cuerpo. Alguien estaba tocando música en aquellos momentos. Una música en vivo, sin amplificadores ni altavoces. Una música que hacía vibrar el transparente aire de la noche hasta llegar a mis oídos. ¿De qué instrumento se trataba? Sí, era un buzuki, aquel instrumento parecido a una mandolina que Anthony Quinn tocaba en Zorba el griego. Pero ¿quién diablos lo tocaría ahora en plena noche? ¿Y dónde?

La música parecía venir de la montaña. De la pequeña aldea enclavada en la cima a la que nosotros solíamos ir para estirar las piernas. Me quedé unos instantes plantado en la encrucijada, sin saber qué hacer. Sin saber qué dirección tomar. Pensé que también Izumi debía de haber oído aquella música en aquel lugar, igual que yo. Y me dio la impresión de que, si la había oído, se habría encaminado hacia allí, de eso no me cabía la menor duda. Porque, al claro de luna, todo estaba tan brillantemente iluminado como si fuera pleno día y aquella música poseía una resonancia que aceleraba el corazón de las personas.

Tomé con resolución el desvío de la derecha y avancé por la suave cuesta que tan bien conocía. No había árboles, sólo unos matorrales que me llegaban hasta la rodilla y que crecían furtivamente entre las rocas, llenos de secas espinas. Conforme iba avanzando, la música sonaba cada vez más alta y clara. También se distinguía mejor la melodía. La música poseía un esplendor festivo. Imaginé que debía de celebrarse algún banquete en el pueblo. Y de repente me acordé. «¡Pues, claro! La boda.» Aquel día habíamos visto un bullicioso cortejo nupcial cerca del puerto. Posiblemente, el banquete había proseguido hasta la madrugada.

Y, de súbito, me perdí a mí mismo de vista.

Quizá se debiera a la luz de la luna. O quizá fuera la música nocturna. A cada paso que daba me iba adentrando más en el desierto de la profunda pérdida del yo, la misma sensación que había experimentado mientras volábamos por el cielo de Egipto. El yo que avanzaba bajo la luz de la luna no era yo. No era mi auténtico yo, sino un yo provisional hecho de estuco. Me pasé la palma de la mano por la cara. Pero no era mi cara. Aquella mano no era mi mano. El corazón me latía con fuerza. Enviaba sangre a cada rincón de mi cuerpo a una velocidad demencial. Mi cuerpo era una figurilla de tierra a la que alguien había insuflado vida de modo provisional mediante un hechizo, tal como hacen los brujos de las islas de la India Occidental. Allí no ardía la llama de la vida. Lo único que había era el movimiento ficticio de unos músculos provisionales. Lo único que había, en definitiva, era una figurilla de tierra provisional que iba a ser destinada al sacrificio.

«¿Y dónde está mi auténtico yo?», pensé. «Tu yo real ha sido devorado por los gatos», me susurró la voz de Izumi desde alguna parte. «Aunque tú estés aquí, tu verdadero yo ha sido devorado por los gatos hambrientos. De ti no ha quedado nada más que los huesos.» Eché una mirada a mi alrededor. Pero era una alucinación auditiva, por supuesto. En torno a mí, lo único que se veía eran unos matojos de poca altura que crecían en el suelo rocoso, y la pequeña sombra que proyectaban. Era una voz que mi mente había creado a su capricho. Volví a pensar en una gran pistola. Recordé la frialdad del cañón. Imaginé cómo me lo introducía en la boca y apretaba el gatillo. Imaginé cómo explotaba mi cerebro, mis huesos, mis globos oculares. Imaginé la negra paz que me visitaría un instante después.

«¡Basta de pensamientos deprimentes!», me dije a mí mismo. «Te sumergirás en el mar como si quisieras evitar una ola gigantesca y permanecerás agarrado a una roca, conteniendo el aliento. De ese modo la ola pasará de largo. Estás cansado y tienes los nervios alteradísimos. Eso es todo. Atrapa la realidad. Cualquier cosa sirve, pero tienes que asirte a algo real.» Me metí la mano en el bolsillo y agarré un puñado de calderilla. Las monedas quedaron al instante húmedas de sudor.

Me esforcé en pensar en otra cosa. Pensé en mi casa soleada de Unoki. Pensé en la colección de discos que había dejado allí. Yo tenía una colección bastante buena de jazz. Me había especializado en pianistas blancos de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Había ido reuniendo pacientemente álbumes de pianistas, desde Lennie Tristano a Al Haig o bien Claude Williamson, Lou Levy, Russ Freeman, André Previn. La mayoría de los discos ya estaban descatalogados y había empleado mucho tiempo y dinero en reunirlos. Había aumentado poco a poco la colección a base de ir recorriendo con la diligencia de una hormiga tiendas de discos, y de ir intercambiando objetos con otros coleccionistas. La mayoría de las piezas que había dejado no eran de primera categoría, ni mucho menos. Pero yo amaba aquel aire íntimo tan especial que se desprendía de aquellos viejos y mohosos discos. Mi humilde justificación era que si el mundo se compusiera únicamente de cosas de primera calidad, seguro que sería muy insípido. Me acordaba al detalle del diseño de las fundas de cada uno de esos discos. También podía recordar con precisión el peso y el tacto de aquellos discos de vinilo sobre mi mano.

Pero todo eso ha desaparecido ahora. En realidad, fui yo quien lo borró con mis propias manos. Y es probable que no vuelva a escuchar jamás esos discos.

Luego recordé el olor a tabaco de cuando besaba a Izumi. Me acordé del tacto de sus labios y de su lengua. Cerré los ojos. Deseé que estuviera a mi lado. Deseé que me sujetara la mano todo el tiempo, como en el avión cuando sobrevolábamos Egipto.

Cuando aquella gigantesca ola pasó finalmente por encima de mi cabeza, la música ya había cesado. A la que me di cuenta, ya había desaparecido. Ahora oprimía los alrededores un silencio tan profundo que me hería los tímpanos. La luz de la luna llena bañaba inexpresivamente todo cuanto me rodeaba. Estaba de pie, solo, en lo alto de la colina. Desde allí se veía el mar, el puerto, la ciudad con las luces apagadas, la luna. En el cielo seguía sin haber una sola nube. Nada había cambiado en el paisaje. Sólo que había dejado de oírse la música.

¿Habían dejado de tocar de repente? Quizá. Ya casi era la una de la madrugada. O a lo mejor esa música no había existido jamás. Eso tampoco era, en absoluto, descartable. En aquellos momentos, no confiaba mucho en mis oídos. Cerré los ojos y sumergí una vez más mi conciencia en el interior de mi cuerpo. Dentro de las tinieblas suspendí con suavidad un fino sedal que sujetaba una plomada. Pero, tal como suponía, no se oyó nada. Ni siquiera el eco que dejaba atrás. Lo único que había era un silencio tan profundo que nada podía romperlo.

Eché una mirada a mi reloj de pulsera. Pero en mi muñeca no había ningún reloj. Lancé un suspiro y me embutí las manos en los bolsillos. No es que quisiera saber la hora en realidad. Alcé la vista al cielo. La luna era un globo helado de piedra, cuya piel estaba erosionada por la crueldad de los años. Las sombras que se producían en su superficie parecían focos de infección del cáncer extendiendo sus aciagos tentáculos hacia el fondo de la conciencia. Y sembraban por la superficie, como si de un hombre sonámbulo se tratara, partículas de venganza. La luz de la luna distorsiona los sonidos, confunde la mente de los hombres. «Y hace desaparecer a los gatos. Quizás, a partir de aquella noche, todo estuviera minuciosamente planeado», pensé.

Era incapaz de decidir si seguir hacia delante o si volver por donde había venido. Cansado de pensar, me senté. ¿Dónde se habría metido Izumi? Su ausencia me afectaba de forma terrible. Si ella no volvía a aparecer jamás, ¿cómo diablos viviría yo en el futuro, solo en aquella isla absurda? Lo que allí había no era más que mi yo provisional. Era Izumi quien, mal que bien, me conservaba en aquella vida provisional. Si ella desaparecía definitivamente, mi conciencia ya no tendría un cuerpo al que regresar.

Pensé en los gatos hambrientos. Imaginé cómo se comían el cerebro de mi verdadero yo, cómo roían su corazón, sorbían su sangre, devoraban su pene. Pude oír cómo, en un lugar remoto, sorbían mis sesos. Tres ágiles gatos rodeaban mi cabeza y sorbían esa sopa espesa. La rasposa punta de su lengua lamía las blandas paredes de mi conciencia. Y a cada lametón, mi conciencia temblaba como la calina e iba flaqueando.

Izumi no estaba en ninguna parte. La música tampoco se oía. Ya debían de haber dejado de tocar.

[1] Nombre de un famoso equipo de béisbol de Tokio. (N. de la T)

[2] Especie de gramínea. (N. de la T)

© Haruki Murakami: Hitokui neko (Los gatos antropófagos), 1991. Traducción del japonés de Lourdes Porta. En Sauce ciego, mujer dormida, Tusquets, 2008.

11.- Fragmentos de Sputnik, mi amor.

1.- El nombre de Sumire.
Cuando Myú y Sumire se encontraron sentadas, una al lado de la otra, en la mesa del banquete nupcial, primero, tal como suele hacerse en esos casos, se presentaron. Sumire odiaba llamarse «Violeta» y prefería no decirle a nadie su nombre. Pero, si se lo preguntaban, tampoco era cuestión de no responder.
Según su padre, quien lo había elegido era su madre muerta. A ella le encantaba la canción Violeta, de Mozart, y hacía tiempo que había decidido que, si tenía una hija, la llamaría así. En la estantería de la sala de estar donde guardaban los discos había una recopilación de canciones de Mozart (sin duda la que había escuchado su madre) y, de pequeña, Sumire tomaba con cuidado el pesado LP, lo ponía en el plato del tocadiscos y escuchaba el tema Violeta una vez tras otra. La solista era Elisabeth Schwarzkopf y la acompañaba al piano Walter Gieseking. Sumire no entendía la letra. Pero su grácil melodía le hacía suponer que cantaba la belleza de las violetas que florecían en el prado. Su-mire evocaba esa imagen y la amaba con pasión.
Sin embargo, mientras cursaba secundaria, tuvo una desagradable sorpresa al encontrar en la biblioteca un libro con letras de canciones
traducidas al japonés. La canción narraba cómo una humilde violeta que florecía en el prado era trágicamente pisoteada por una zafia pastora. Y, encima, ésta ni siquiera se percataba de la existencia de la flor aplastada bajo sus pies. Era una poesía de Goethe, pero en ella no halló ni consuelo ni moraleja.
—¿Por qué debió de ponerme mi madre el nombre de una canción tan terrible? —preguntó Sumire haciendo una mueca.
Myú se colocó bien la servilleta sobre las rodillas, esbozó una sonrisa imparcial y clavó la mirada en el rostro de Sumire. Tenía las pupilas muy oscuras. En ellas se mezclaban diversos colores, pero eran nítidas y transparentes.
—Y la melodía, ¿te parece bonita?
—La melodía sí lo es.
—Entonces yo me conformaría con que la música sea hermosa. En este mundo, no todo puede ser correcto o bonito. A tu madre debía de gustarle tanto la melodía que ni siquiera se fijó en la letra. Además, si sigues poniendo esa cara, te saldrán arrugas y no se te irán.
Sumire borró la mueca de su rostro.
—Quizá tengas razón, pero yo me sentí decepcionada, ¿comprendes?’ Este nombre es la única cosa concreta que me dejó mi madre. Exceptuándome a mí misma, claro.

2.- El enamoramiento estético e intelectual.
Ellas hablaron de música. Sumire era una apasionada de la música clásica y, desde pequeña, solía escuchar la colección de discos de su padre. Los gustos de ambas coincidían plenamente. A las dos les gustaba el piano y ambas señalaban las treinta y dos sonatas de Beethoven como las indiscutibles obras cumbre de la historia de la
música. Ambas creían que la grabación de Wilhelm Backhaus para Decca era maravillosa, una interpretación sin parangón, de referencia. ¡Qué alegre era, además! ¡Y cuánto gozo de vivir transmitía!
¡Y el Chopin de Vladimir Horowitz de la época de las grabaciones en monoral, en especial el scherzo: impecable, estremecedor! Y los preludios de Debussy ejecutados por Friedrich Gulda, hermosos y llenos de gracia; y el Grieg de Gieseking, adorable, lo miraras como lo mirases. La interpretación de Sviatoslav Richter de Prokofiev, con su reflexiva contención y su prodigiosa recreación de la profundidad plástica de cada instante, exigía ser escuchada conteniendo el aliento. Y las sonatas de Mozart ejecutadas por Wanda Landowska, ¿por qué estaría hasta tal punto infravalorado un trabajo tan impecable y detallista, tan lleno de ternura como aquél?

3.- La escritura desenfrenada de Sumire y su falta de alento vital.
—Quizá, de base, me falte algo. Algo imprescindible que debe de tener todo escritor.
Cayó en un profundo silencio. Al parecer, me estaba pidiendo una de las vulgares opiniones que solía darle.
—En China, antiguamente, las ciudades estaban rodeadas de altas murallas donde se abrían grandes y magníficas puertas —expliqué tras reflexionar unos instantes—. Esas puertas tenían un gran significado. No sólo servían para entrar y salir, sino que se creía que era allí donde moraban los espíritus de la ciudad. O el lugar donde debían morar. Exactamente igual que en la Europa medieval, donde la gente consideraba la iglesia y la plaza como el corazón de la ciudad. Por eso, aún hoy, quedan en China muchas puertas maravillosas. ¿Sabes cómo construían las puertas los chinos de la antigüedad?
—Ni idea —dijo Sumire.
—La gente se dirigía a los antiguos campos de batalla tirando de carretas, y allí recogía todos los huesos desparramados o enterrados que podía encontrar. Al ser un país de tan larga historia, no faltaban
campos de batalla. Luego construían una enorme puerta a la entrada de la ciudad incrustando todos esos huesos. Esperaban que, honrando de ese modo sus almas, los guerreros muertos protegieran la ciudad. Pero ¿sabes?, no bastaba con eso. Cuando la puerta estaba terminada, llevaban hasta allá unos cuantos perros vivos y, con una daga, los degollaban. Después regaban la puerta con la sangre aún caliente de los perros. De esa forma, los huesos resecos se empapaban de sangre fresca y las viejas almas adquirían un poder mágico. Al menos eso es lo que creían. —Sumire aguardaba en silencio a que prosiguiera—. Escribir una novela es algo parecido. Por más huesos que reúnas, por magnífica que sea la puerta que construyas, sólo con eso no tendrás una novela viva. Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro.
—O sea que tengo que agenciarme unos cuantos perros, ¿no? —Asentí—. Y hacer correr la sangre caliente.

4.- El desdoblamiento de Sumire,
—Hasta ahora jamás había querido ser otra persona —se decidió a confesarle un día, quizá por haber tomado un poco más de vino que de costumbre—. Pero a veces pienso que me gustaría ser como tú.
Myú contuvo el aliento durante unos instantes. Luego tomó la copa en su mano como si reflexionara y se la llevó a los labios. Por un momento, un rayo de luz tiñó sus pupilas del oscuro color del vino. Su cara perdió la delicada expresión de siempre.
—Quizá tú no lo sepas —dijo Myú con voz calmada y depositando la copa sobre la mesa—, pero lo que tienes ante ti no es mi yo auténtico. Hace catorce años me convertí en la mitad de lo que era. ¡Hubiera sido magnífico conocerte cuando yo era enteramente yo! Pero es inútil pensar en ello ahora.
Sumire se quedó tan sorprendida que no pudo preguntar más. Y así perdió la ocasión de hacer, en aquel momento, las preguntas pertinentes. ¿Qué le habría ocurrido catorce años atrás? ¿Por qué se había convertido en «la mitad» de lo que era? ¿Qué quería decir con «la mitad»? Pero esa enigmática confesión, al fin y al cabo, sólo sirvió para aumentar aún más la admiración de Sumire hacia Myú. «¡Qué persona tan extraña!», pensó.

5.- K. El narrador también incompleto.
Con todo, sigo con las lógicas dudas fundamentales. ¿Quién soy? ¿Qué es lo que espero? ¿Adónde voy?
Cuando hablaba con Sumire era cuando vislumbraba con
mayor claridad mi existencia. Más que hablar, estaba pendiente de cada una de las palabras que brotaban de sus labios. Ella me preguntaba por esto y aquello; exigía además una respuesta. Si no se la daba protestaba, y si le salía con evasivas se enfadaba en serio. En este sentido era distinta a la mayoría de la gente. Sumire quería conocer de verdad mi opinión sobre diversas cuestiones. Así me acostumbré a darle una respuesta precisa a sus preguntas y, a través de este intercambio, le revelaba a ella (y de paso a mí mismo) muchas cosas sobre mí.
Cada vez que nos veíamos nos pasábamos horas hablando. Por más que habláramos, jamás nos cansábamos. Los temas de conversación eran infinitos. Hablábamos con mucha más confianza y entusiasmo que cualquiera de las parejas que había a nuestro alrededor. Sobre novelas, sobre el mundo, sobre el paisaje, sobre la lengua.
Siempre pensaba lo maravilloso que sería si fuésemos novios. Deseaba sentir el calor de su piel sobre la mía. Incluso soñaba con casarme con ella, con vivir a su lado. Sin embargo, no había ninguna duda al respecto: Sumire no abrigaba hacia mí ningún sentimiento romántico, y tampoco despertaba en ella el más mínimo deseo sexual. A veces, cuando me visitaba y se nos hacía tarde hablando, se que-daba a dormir. Pero en ello no había la menor insinuación. A las dos o tres de la madrugada bostezaba, se escurría entre las sábanas, hundía la cabeza en mi almohada y se quedaba dormida. Yo me acostaba en el futón extendido sobre el suelo, pero permanecía despierto hasta el amanecer, sin poder conciliar el sueño, presa de obsesiones, de dudas, de sentimientos de repugnancia hacia mí mismo y, a veces, de irreprimibles reacciones físicas. Sumire expandía las fronteras de mi mundo, me hacía respirar hondo. Era la única persona capaz de hacerlo.
De este modo, para aliviar mi dolor, para evitar el peligro,
empecé a mantener relaciones carnales con otras mujeres. Pensaba que así podría eliminar la tensión sexual entre Sumire y yo.

6.- La inspiración y el amor.
—No es que no quiera escribir —dijo Sumire. Y se quedó reflexionando unos instantes—. Es que ni intentándolo siquiera se me ocurre algo. Me siento frente a la mesa y no me viene al pensamiento una sola idea, una sola palabra, una sola escena. Ni un retazo. Hasta hace poco tenía muchísimas cosas por contar. Más de las que podía. ¿Qué diablos me ha pasado?
—¿Me lo preguntas a mí?
Sumire asintió.
Tomé un trago de cerveza fría y ordené mis ideas.
—Tal vez ahora te estés encuadrando a ti misma en una nueva
ficción. Y, ocupada como estás en ello, no necesites plasmar tus sentimientos por escrito. Seguro. O quizá no tengas la cabeza para eso.
—No acabo de entenderlo. ¿Y tú? ¿Tú estás dentro de una ficción?
—La mayoría de personas de este mundo se encuadran a sí mismas dentro de una ficción. Y yo también, claro. Piensa en la transmisión de un coche. Pues es como una transmisión que te conecta con la cruda realidad. Que regula la fuerza que viene del exterior a través del engranaje, hace que todo sea más fácil de aceptar. Y así protege tu cuerpo vulnerable. ¿Me entiendes?
Sumire hizo un ligero movimiento afirmativo con la cabeza.
—Más o menos. O sea, que yo no me he adaptado todavía a mi nuevo marco de ficción. ¿Es eso lo que quieres decir?
—El problema más grave es que tú todavía no sabes de qué tipo de ficción se trata. Tampoco conoces el argumento. Y el estilo aún está por decidir. Lo único que sabes es el nombre de la protagonista. A pesar de ello, te acabará transformando de verdad. Dentro de poco, esta nueva ficción va a entrar en funcionamiento para protegerte y tú podrás ver este nuevo mundo. Pero aún es prematuro. Y, como es lógico, ahí está el peligro.
—Es decir, que me he quitado la transmisión y aún tengo que acabar de atornillarme la de recambio. Pero, con todo, el motor sigue funcionando. ¿Es eso?
—Tal vez.
Sumire puso la cara reconcentrada de costumbre y estuvo largo tiempo acribillando el hielo indefenso con el extremo de la paja. Después alzó la cabeza y me miró.
—De que ahí está el peligro ya me había dado cuenta. ¿Cómo podría explicártelo? A veces me siento muy desamparada. La incertidumbre de cuando te encuentras de golpe desposeída de un marco en el que apoyarte. La pérdida del lazo de la fuerza de gravedad, la sensación de estar flotando sola por el negro espacio, a la deriva. Sin saber siquiera adónde te diriges.
—¿Como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado?
—Tal vez.
—Pero tienes a Myú —dije.
—Sí, por ahora —dijo.
Y enmudeció unos instantes.

7.- Las órbitas de K. y de Sumire.
—Tú también me gustas —dijo Sumire—. Más que nadie en el mundo.
—Después de Myú, claro.
—El caso de Myú es un poco distinto.
—¿Distinto? ¿De qué modo?
—Lo que siento hacia ella es diferente de lo que siento hacia ti. Es decir…, no sé, ¿cómo te lo explicaría?
—Nosotros, los vulgares estúpidos heterosexuales, tenemos una expresión bastante útil —dije—. En estos casos basta con decir sencillamente: «Me la pone dura».
Sumire se rió.
Dejando aparte mi deseo de ser novelista, yo hasta ahora no había anhelado nada en la vida. Siempre me había contentado con lo que tenía, no necesitaba nada más. Pero ahora deseo a Myú. La deseo con todas mis fuerzas. Quiero poseerla. Hacerla mía. Tiene que ser así. No hay alternativa posible. Cómo he llegado a esta situación, ni yo misma lo sé. ¿Me entiendes?
Asentí. Mi pene aún no había perdido su abrumadora dureza. Recé para que Sumire no se diera cuenta.
—Groucho Marx tiene una frase muy buena —dije—: «Está locamente enamorada de mí y, por eso, ya no entiende nada de nada. Ésta es la razón por la cual está enamorada de mí».
Sumire se rió.
—Espero que te vaya bien —dije—. Pero es mejor que te andes con cuidado. Tú todavía eres vulnerable. No lo olvides.
Sin decir palabra, Sumire me tomó la mano y me la apretó suavemente.

(..)

Busque la explicación que busque, mi yo que está aquí y mi yo que piensa en sí mismo no logran fundirse en uno. Dicho de otro modo: yo, en realidad, no tenía por qué estar aquí. Es una manera un poco vaga de hablar, ¿entiendes a lo que me refiero?
»Pero hay una cosa que sí tengo clara. Y es que me gustaría que estuvieses conmigo. Tan lejos de ti me siento muy sola, aunque Myú esté conmigo. Y cuanto más lejos me fuera, más sola me sentiría, seguro. Me gustaría que pensaras lo mismo que yo.

8.- FRAGMENTOS BREVES.

Cada vez que veía a mi amiga, confirmaba un hecho incontestable: hasta qué punto necesitaba yo a Sumire

Recuerdo muy bien la primera vez que nos vimos, hablamos del Sputnik. Ella se refería a los escritores beatnik y yo los confundí con el Sputnik. Nos reímos y la tensión propia del primer encuentro desapareció. ¿Sabes qué significa sputnik en ruso? En inglés sería travelling companion. Compañero de viaje. El otro día, buscando una palabra en el diccionario, lo encontré por casualidad. Bien pensado, es una extraña coincidencia. ¿Por qué pondrían los rusos un nombre tan raro a un satélite artificial? No era más que un infeliz trozo de metal que daba una vuelta tras otra, completamente solo, alrededor de la tierra.

9.- Los gatos antropòfagos.
El artículo que Sumire eligió aquel día hablaba de una anciana de setenta años que había sido devorada por sus gatos. Había sucedido en una pequeña ciudad, en el extrarradio de Atenas. La mujer había perdido a su esposo once años atrás y, desde entonces, vivía tranquilamente en un piso de dos habitaciones acompañada de sus gatos. Un día tuvo un infarto, se derrumbó sobre el sofá y allí murió. Aún no se sabía el tiempo transcurrido entre el ataque y el fallecimiento. En cualquier caso, su alma, pasando por los debidos estadios, había abandonado definitivamente el cuerpo que había sido su morada durante setenta años. Como la fallecida no tenía parientes o conocidos que la visitasen con regularidad, tardaron en torno a una semana en descubrir el cadáver. La puerta estaba cerrada, las ventanas enrejadas. Muerta la dueña, los gatos quedaron atrapados. En el piso no había comida. Tal vez la hubiera dentro del refrigerador, pero los gatos no tenían la destreza necesaria para abrir la puerta. Cuando no pudieron resistir más el hambre, devoraron la carne de su dueña muerta. Sumire leyó el artículo, párrafo a párrafo, bebiendo a sorbos el café que les habían servido en una tacita. Se acercaron unas pequeñas abejas y empezaron a libar con afán la mermelada de fresa vertida por un cliente anterior. Myû escuchaba con atención lo que leía Sumire y contemplaba el mar a través de sus gafas de sol.
—¿Qué sucedió después? —preguntó Myû.
—Eso es todo —dijo Sumire. Dobló el periódico, de formato reducido, y lo dejó sobre la mesa—. El periódico no dice nada más.
—¿Y qué les habrá pasado a los gatos?
—Vete a saber. —Sumire torció la boca—. Los periódicos son iguales
en todas partes. Jamás dicen lo que a uno realmente le interesa.

10.- Ejemplos de análisis literario.

1.- FEMINISTA. “Los estudios feministas en la literatura
del Siglo de Oro”, Anne J. Cruz. Universidad de California

La mujer del Renacimiento desempeñaba un papel que giraba en torno a la familia, núcleo enteramente privado, y que se creía reflejaba su propensión natural. Aunque aparentemente alababan a la mujer los tratados en su defensa sonaban en realidad una alarma
moral. Tanto el tratado erasmista De institutione feminae christianae de Luis Vives como el texto tridentino La perfecta casada de Luis de León revelan una creencia fundamental en la inferioridad intelectual, moral y física de la mujer, así como en la consiguiente
superioridad masculina. Para Luis de León, las mujeres formaban parte del orden divino que reafirmaba el poder del hombre:
Y pues no las hizo Dios ni del ingenio que piden los negocios mayores, ni de fuerzas lasque son menester para la guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte, y entiendan en su casa, y anden en ellas, pues las hizo Dios para ella
sola.
Al combinar la defensa «feminista» de las virtudes femeninas con una denuncia de su inclinación «natural», Luis de León establece de este modo un modelo ideal de la mujercristiana, que él basa en una verdad teológica tanto irrebatible como eterna.
Los estudios de historia social sobre la mujer demuestran, sin embargo, que su posiciónno depende de una diferencia natural o física, sino de factores tales como su educación
y su nivel soci-económico. Si aceptamos que las diferencias que se atribuyen al género femenino provienen de la cultura y no de la naturaleza, logramos problematizar la ideología del Siglo de Oro que exalta el orden social como un orden natural y teológicamente determinado. Al cuestionar el fondo ideológico de la femineidad, llegamos a una mayor comprensión de los medios y motivos por los cuales la posición de la mujer ha permanecida restringida en la sociedad. Al mismo tiempo, nos permite examinar las tensiones
dentro del orden social, las cuales revelan que el concepto del género en el periodo renacentista no resulta tan totalitario como parece a primera vista. Efectivamente, a la vez que delimitaban su actuación, los papeles de la mujer también le ofrecían el potencial
de subvertir las categorías sociales.
De acuerdo con la crítica feminista, hay por lo menos dos métodos para llegar a una definición del género femenino y de ubicar la configuración de las relaciones entre hombre y mujer en el literatura del Siglo de Oro: primero, el estudio de la representación literaria
de la mujer y segundo, el análisis de obras escritas por mujeres.

2.- PSICOANÁLISIS.
The Pervert’s Guide to Cinema. Slavoj Zizek. 2006.

9.- Modelos de análisis literario.

1.- Estructural. Describir todos los elementos que no son subjetivos en la organización y en la experiencia de la lectura de un texto. La organización de la trama, los personajes, el tiempo, los espacios, …

2.- Histórico. Explicar las influencias que explican la génesis de un texto así como las modificaciones que este aporta a la tradición en que se inserta.

3.- Marxista o social. Explicar cómo el texto muestra las relaciones sociales de la época en que fue escrito, así como sus contradicciones subyacentes.

4.- De género. Acometer la oposición entre los roles masculino y femenino que los relatos muestran. Dar importancia a la crítica de la preeminencia subconsciente del rol masculino durante la historia, tanto en las circunstancias de la creación como de la recepción, como de las ficciones de los relatos.

5.- Psicoanalítica. Poner de manifiesto el desarrollo del sujeto freudiano en los contenidos de los textos.

6.- Discurso de las minorías. Teoría poscolonial, etc.

8.- “El hombre de hielo”, Haruki Murakami.

Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.

—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.

En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo: —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así. —Dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.

El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.

No era lo que se dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en un cuerpo artificial.

Me quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.

A la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.

La tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.

Tiendo a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así. —¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.

Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.

—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve. Encima de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue. —¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo por hablar conmigo.

Nos sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.

—¿Estás solo? —le pregunté. —Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar. —No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no esquío.

Había tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.

En lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.

—No entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—.

¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente? —No, no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti. —¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté. —No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo. —Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.

Nos volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de él.

—¿Por qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?

Me observó un rato y luego sacudió la cabeza. —No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado.

No sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.

El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.

Me enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.

Yo acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.

Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él. —Estás muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.

Sus preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de la gente.

De modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.

Rentamos un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos molestaran.

Cuando él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto a mí como al mundo.

Al principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de millones de años — todos los pasados del mundo— se almacenaban.

En nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del barrio.

Mi madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.

Así que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.

Por eso un día le dije a mi marido: —¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado? —¿Un viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo? —No es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo.

¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco? El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las rodillas y dijo: —Bueno, si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir? —¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.

Al oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza. Luego asentí.

Con el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.

Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije: —Olvidémonos de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.

Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo: —No, España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.

La verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.

Y entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme. —Tuve una pesadilla —le decía. —Es sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes? —Sí —decía yo pese a no estar convencida.

No hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.

Al bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo: —¿Es éste el sitio que querías conocer? —Sí —respondí—. Así es.

El desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.

Mi esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.

Al final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.

Aun al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.

—Ha llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la primavera. Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.

Ahora ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua. —¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.

7.- Los samurais y el Bushido.

El Camino del guerrero
Bushido
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El Camino del Guerrero – Bushido
Los samuráis y su modo de vida fueron oficialmente abolidos en los primeros años de 1870.
No había necesidad para los hombres luchadores, para los guerreros, para los samuráis.
Pero no fueron olvidados del todo.
Aunque esa es otra historia …
Introducción
Bushido, literalmente traducido como “El Camino del Guerrero”, se desarrollo en Japón entre las eras Heian y Tokugawa (S.IX-XII). Era un modo de vida y un código para el samurai, una clase de guerreros similar a los caballeros medievales de Europa.
Estaba influenciado por el Zen y el Confucionismo, dos diferentes escuelas de pensamiento de esos periodos. El Bushido pone el énfasis en “Lealtad, auto-sacrificio, justicia, sentido de la vergüenza, modales refinados, pureza, modestia, frugalidad, espíritu marcial, honor y afecto”
El Código de Bushido
Estos son los siete principios que rigen el código de Bushido, la guía moral de la mayoría de samurai de Rokugan. Sed fieles a él y vuestro honor crecerá. Rompedlo, y vuestro nombre será denostado por las generaciones venideras.
1. GI – Honradez y Justicia
Sé honrado en tus tratos con todo el mundo. Cree en la Justicia, pero no en la que emana de los demás, sino en la tuya propia.
Para un auténtico samurai no existen las tonalidades de gris en lo que se refiere a honradez y justicia.
Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.
2. YU – Valor Heroico
Álzate sobre las masas de gente que temen actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir.
Un samurai debe tener valor heroico. Es absolutamente arriesgado. Es peligroso. Es vivir la vida de forma plena, completa, maravillosa. El coraje heroico no es ciego. Es inteligente y fuerte.
Reemplaza el miedo por el respeto y la precaución.
3. JIN – Compasión
Mediante el entrenamiento intenso el samurai se convierte en rápido y fuerte. No es como el resto de los hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos.
Tiene compasión. Ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Si la oportunidad no surge, se sale de su camino para encontrarla.
4. REI – Cortesía
Los samurai no tienen motivos para ser crueles. No necesitan demostrar su fuerza. Un samurai es cortés incluso con sus enemigos. Sin esta muestra directa de respeto no somos mejores que los animales. 3
El Camino del Guerrero – Bushido
Un samurai recibe respeto no solo por su fiereza en la batalla, sino también por su manera de tratar a los demás. La auténtica fuerza interior del samurai se vuelve evidente en tiempos de apuros.
5. MEYO – Honor
El Auténtico samurai solo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. Las decisiones que tomas y cómo las llevas a cabo son un reflejo de quien eres en realidad.
No puedes ocultarte de ti mismo.
6. MAKOTO – Sinceridad Absoluta
Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. Nada en esta tierra lo detendrá en la realización de lo que ha dicho que hará.
No ha de “dar su palabra.” No ha de “prometer.” El simple hecho de hablar ha puesto en movimiento el acto de hacer.
Hablar y Hacer son la misma acción.
7. CHUGO – Deber y Lealtad
Para el samurai, haber hecho o dicho “algo”, significa que ese “algo” le pertenece. Es responsable de ello y de todas las consecuencias que le sigan.
Un samurai es intensamente leal a aquellos bajo su cuidado. Para aquellos de los que es responsable, permanece fieramente fiel.
Las palabras de un hombre son como sus huellas; puedes seguirlas donde quiera que él vaya.
Cuidado con el camino que sigues.
Algunos comentarios de Mirumoto Jinto, Rikugunshokan del Clan del Dragón, sobre el código de Bushido:
Sobre el valor:
El camino del valiente no sigue los pasos de la estupidez. 4
El Camino del Guerrero – Bushido
Sobre la lealtad:
Un perro sin amo vagabundea libre. El halcón de un Daimyo (Señor Feudal) vuela más alto.
Solo hay una lealtad superior a la del samurai hacia su Daimyo: la del Daimyo hacia sus súbditos.
Sobre el Respeto:
Un alma sin respeto es una morada en ruinas. Debe ser demolida para construir una nueva.
Sobre la Excelencia:
La perfección es una montaña inescalable que debe ser escalada a diario.
Sobre la Venganza:
La ofensa es como un buen haiku (Breve poema japonés de tres versos): puede ignorarse, desconocerse, perdonarse o borrarse, pero nunca puede ser olvidada.
Sobre la Espada:
Mi hoja es mi alma. Mi alma pertenece a mi Daimyo. Ultrajar mi hoja es afrentar a mi Daimyo.
Sobre el Honor:
La muerte no es eterna; el deshonor, sí.
Sobre la Muerte:
El samurai nace para morir. La muerte, pues, no es una maldición a evitar, sino el fin natural de toda vida.
El Credo del Samurai
No tengo parientes, Yo hago que la Tierra y el Cielo lo sean.
No tengo hogar, Yo hago que el Tan T’ien lo sea.
No tengo poder divino, Yo hago de la honestidad mi poder divino.
No tengo medios, Yo hago mis medios de la docilidad.
No tengo poder mágico, Yo hago de mi personalidad mi poder mágico.
No tengo cuerpo, Yo hago del estoicismo mi cuerpo.
No tengo ojos, Yo hago del relámpago mis ojos.
No tengo oídos, Yo hago de mi sensibilidad mis oídos.
No tengo extremidades, Yo hago de la rapidez mis extremidades.
No tengo leyes, Yo hago de mi auto-defensa mis leyes.
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El Camino del Guerrero – Bushido
No tengo estrategia, Yo hago de lo correcto para matar y de lo correcto para restituir la vida mi estrategia.
No tengo ideas, Yo hago de tomar la oportunidad de antemano mis ideas.
No tengo milagros, Yo hago de las leyes correctas mis milagros.
No tengo principios, Yo hago de la adaptabilidad a todas las circunstancias mis principios.
No tengo tácticas, Yo hago del vacío y la plenitud mis tácticas.
No tengo talento, Yo hago que mi astucia sea mi talento.
No tengo amigos, Yo hago de mi mente mi amiga.
No tengo enemigos, Yo hago del descuido mi enemigo.
No tengo armadura, Yo hago de la benevolencia mi armadura.
No tengo castillo, Yo hago de mi mente inamovible mi castillo.
No tengo espada, Yo hago de mi No mente mi espada.
Origen e influencias
El Bushido procede del Budismo, Zen, Confucionismo y Sintoísmo. La combinación de esas 3 escuelas de pensamiento y religiones ha formado el código de los guerreros conocido como Bushido.
Del Budismo el Bushido toma la relación con el peligro y la muerte. El samurai no teme a la muerte ya que creen, tal como enseña el Budismo, que tras la muerte se reencarnaran y volverán a vivir otra vida en la tierra. Los samurais son guerreros desde el instante en que se transforman en samuráis hasta el momento de su muerte, ellos no tienen miedo al peligro.
A través del Zen, una escuela del budismo, uno puede alcanzar el definitivo “absoluto”.
La meditación Zen enseña como concentrarse y alcanzar un nivel de pensamiento que no puede ser explicado con palabras. El Zen enseña como “conocerse a si mismo” y no limitarte. El samurai utiliza esto para como una herramienta para desembarazarse del miedo, la inseguridad y finalmente los errores. Estas cosas podrían matarle.
El Sintoísmo, otra doctrina japonesa, da al Bushido su lealtad y patriotismo. El Sintoísmo incluye la veneración a los ancestros, lo cual hace a la Familia imperial la fuente de la nación. Esto da al Emperador una reverencia casi divina. El es la representación del Cielo en la Tierra. Con semejante lealtad, el samurai se compromete con el Emperador y a su Daimyo o señor 6
El Camino del Guerrero – Bushido
feudal, samurai de mayor rango.
El Sintoísmo también proporciona la columna vertebral del patriotismo hacia su país, Japón. Ellos creen que la Tierra no esta para satisfacer sus necesidades, “es la residencia sagrada de los dioses, los espíritus de sus antecesores…” (Nitobe 14)
La Tierra es cuidada, protegida y alimentada por un intenso patriotismo.
El Confucionismo proporciona sus creencias en las relaciones con el mundo humano, su entorno y su familia. El Confucionismo da importancia a las 5 relaciones morales entre Maestro y Siervo, Padre e Hijo, Marido y Esposa, Hermanos mayor y menor, y Amigo y Amigo. Esto es lo que sigue el Samurai. Sin embargo el Samurai no esta de acuerdo con muchos de los escritos de Confucio. Ellos creen que el hombre no debe sentarse y pasarse todo el día leyendo libros, ni debería estar escribiendo poesías todo el día, un intelectual especialista era considerado como una maquina. En vez de eso el Bushido cree que el hombre y el universo fueron hechos para ser semejantes tanto en espíritu como ética.
Junto con esas virtudes, el Bushido también sigue con sumo respeto la Justicia, Benevolencia, Amor, Sinceridad, Honestidad, y auto-control.
La Justicia es uno de los principales factores en el código del Samurai. Caminos torcidos y acciones injustas son consideradas denigrantes e inhumanas.
Amor y Benevolencia eran virtudes supremas y actos dignos de un príncipe.
Los Samurais seguían un ceremonial especifico cada día de su vida, así como en la guerra.
Sinceridad y Honestidad eran tan valoradas como sus vidas. Bushi no ichi-gon o “La palabra de un samurai” trasciende un pacto de confianza y completa fe. Con dichos pactos no había necesidad de ponerlo por escrito.
El Samurai también necesitaba un completo auto-control y estoicismo para ser totalmente honroso. No mostraba signos de dolor o alegría. Soporta todo interiormente, nada de gemidos y lloros. Siempre mostraba un comportamiento calmado y una compostura mental que hacían que ninguna pasión de ningún tipo debería interponerse. El era un verdadero y completo guerrero.
Los factores que hicieron el Bushido son pocos y simples. Así de simple, el Bushido creo un modo de vida para mantener a una nación a través de sus tiempos mas problemáticos, a través de guerras civiles, desesperación e incertidumbre.
“El conjunto de las naturalezas poco sofisticadas de nuestros ancestros guerreros derivaron en un extendido alimento para sus espíritus desde una madeja de enseñanzas fragmentadas y vulgares, recogidas como si fueran caminos desviados de antiguos conocimientos, y, estimulados por las demandas de una era que formo a partir de todos esos esquejes un nuevo y único modo de vida” (Nitobe 20)
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El Camino del Guerrero – Bushido
El Samurai y su uso del Bushido
En Japón la clase guerrera era conocida como Samuráis, también llamada Bushi. Formaron una clase durante los siglos IX y XII. Emergieron de las provincias de Japón para transformarse en la clase gobernante, hasta su declive y total abolición en 1876, durante la era Meiji.
Los samuráis eran luchadores, expertos en las artes marciales. Tenían notable habilidad con el arco y la espada. También eran grandes jinetes.
Eran hombres que vivían siguiendo el Bushido; era su modo de vida. La lealtad total del samurai era para su Emperador y para su Daimyo. Eran honestos y de total confianza. Vivían vidas frugales, sin intereses en la riqueza y cosas materiales, pero con gran interés en el orgullo y honor. Eran hombres de valor verdadero. Los Samuráis no temían a la muerte. Entablarían batalla sin importar cuales fueran las dificultades. Morir en la guerra reportaría honor a su familia y a su señor.
Los samuráis preferían luchar solos, uno contra otro. En batalla un Samurai “invocaría” el nombre de su familia, Rango y hazañas. Entonces buscaría un oponente de similar rango y batallarían. Cuando el Samurai acaba con su oponente le decapita, para así tras la batalla retornar con las cabezas de los oponentes vencidos que acreditan así su victoria. Las cabezas de los generales y aquellos con alto rango eran transportadas de vuelta a la capital y mostradas en las celebraciones y similares.
La única salida para un Samurai derrotado era la muerte o el suicidio ritual: seppuku.
Seppuku, desentrañamiento también conocido como Hara-Kiri, es cuando un Samurai literalmente se saca las entrañas. Tras ese acto, otro samurai, usualmente un amigo o pariente, le corta la cabeza.
Esta forma de suicido era realizada bajo diferentes circunstancias “Para evitar la captura en batalla, captura que el samurai no consideraba deshonrosa y degradante, pero de mala política; para expiar un acto indigno o fechoría; y quizás mas interesantemente, para advertir a su Señor”(Varley 32)
Un Samurai preferiría matarse a si mismo antes que traer deshonor y desgracia al nombre de su familia y a su Señor. Esto era considerado un acto de verdadero honor.
Los samuráis fueron la clase dominante durante 1400 y 1500. En 1600 era el tiempo de la unificación, las luchas en Japón habían cesado. Entonces, avanzado el final de la era Tokugawa, en los últimos 1700 Japón comenzó a moverse hacia una vida mas modernizada, mas “Occidental”. Los samuráis y su modo de vida fueron oficialmente abolidos en los primeros años de 1870.No había necesidad para los hombres luchadores, para los guerreros, para los samuráis.