Monthly Archives: setembre 2013

6.- Temas urbanos. La vida anónima en la gran ciudad. El encuentro casual y el fugaz amor perfecto.

a) A UNA TRANSEÚNTE. CHARLES BAUDELAIRE.

La calle atronadora aullaba en torno mío.
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
Una dama pasó, que con gesto fastuoso
Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos,

Agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.
De súbito bebí, con crispación de loco.
Y en su mirada lívida, centro de mil tomados,
El placer que aniquila, la miel paralizante.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!

b) HARUKI MURAKAMI. SOBRE ENCONTRARSE A LA CHICA 100 X 100 PERFECTA PARA MÍ UNA MAÑANA DE ABRIL.

Una bonita mañana de Abril, en una estrecha calle del barrio chic de Harujuku en Tokio, me crucé andando con la chica 100% perfecta.

Diciendo la verdad, ella no era tan guapa.
No destaca de una manera concreta. Sus ropas no tienen nada especial. La parte de atrás de su pelo todavía está aplastada por haber dormido. No es joven, tampoco. Debe estar cerca de los treinta, nada cercano a una chica, hablando con propiedad. Pero aún así, lo sé desde 50 metros a la distancia: Ella es la mujer 100% perfecta para mí.
En el momento en que la veo, siento un retumbar en mi pecho y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás ustedes tengan su particular tipo favorito de chica – perfecta con tobillos delgados, digamos, o grandes ojos, o dedos graciosos, o se vean atraídos sin una razón, por aquellas que se toman su tiempo con cada comida.
Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. Algunas veces en un restaurante, cuando me doy cuenta, estoy mirando a una chica de la mesa de al lado a la mía porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede insistir en que la chica perfecta se corresponde con algún modelo preconcebido. Aunque me gustan mucho las narices, no puedo recordar la forma de la nariz de ella, o incluso si ella tenía una. Todo lo que puedo recordar con certeza es que ella no era una gran belleza. Es extraño.
“Ayer en la calle me crucé con una chica perfecta”, le digo a alguien.
“¿Sí?” el dice. “¿Guapa?”
“No realmente”
“¿Tu tipo favorito, entonces?”
“No lo sé. No parece que recuerde algo de ella: la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho”
“Extraño”
“Sí. Extraño”
“De cualquier manera”, él dice ya aburrido, “¿que hiciste, hablaste con ella? ¿La seguiste?”
“No. Solo me crucé con ella en la calle”.

Ella iba hacia el Oeste, y yo hacia el Este. Era una bonita mañana de Abril.
Hubiera deseado hablar con ella. Media hora hubiera sido todo: sólo preguntarle por ella, hablarle de mí, y – lo que más me habría gustado hacer -, explicarle las complejidades del destino que condujo a nuestro encuentro en una estrecha calle en Harajuku una bonita mañana de Abril de 1981.
Después de hablar, habríamos comido en cualquier sitio, quizás visto una película de Woody Allen, o parado en un bar de hotel para tomar unos cocktails. Con algo de suerte, podríamos haber acabado en la cama.
La potencialidad llama a la puerta de mi corazón.
¿Cómo me puedo aproximar a ella? ¿Qué le debería decir?
“Buenos días, señora. ¿Piensa que podría compartir media hora de conversación conmigo?”. Ridículo. Hubiera sonado como un vendedor de seguros.
“Perdóneme, ¿sabría por casualidad si hay una tintorería abierta las 24 horas en el barrio?”. No, igual de ridículo. No llevo ni ropa sucia, en primer lugar. ¿Quién va a creerse una cosa así?
Quizás, la simple verdad lo haría. ”Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí.”
No, ella no lo creería. Incluso si lo creyese, ella no querría hablar conmigo.
“Perdón”, podría decir, “puede ser que sea la mujer perfecta para ti, pero tu no eres el hombre perfecto para mí.” Podría pasar. Y si me encontrase en esa situación, probablemente me querría morir. Nunca me recuperaría de ese shock. Tengo 32 y esto es lo que significa hacerse mayor.
Pasamos frente a una floristería. Una cálida, y suave brisa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y siento el olor de las rosas. No me atrevo a hablarle. Ella viste un jersey blanco, y en su mano derecha sostiene un sobre blanco que carece de sello. Por lo que deduzco que ha escrito a alguien una carta, quizás estuvo toda la noche escribiendo, a juzgar por las ojeras en sus ojos. El sobre podría contener todos los secretos que ella hubiese tenido siempre.
Avanzo un poco más y me doy la vuelta. Ella se pierde entre la multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente que debería haberle dicho. Habría sido un discurso largo, demasiado quizás para haberlo desarrollado adecuadamente. Las ideas que se pasan por la cabeza no son nunca muy prácticas.
Bien. Hubiera comenzado “Erase una vez” y terminado “Una triste historia, ¿no cree?”
Erase una vez, un chico y una chica. El chico tenia 18 años y la chica 16. Él no era especialmente guapo, y ella tampoco. Solo eran un hombre y una mujer solitarios como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en alguna parte del mundo había un hombre y una mujer perfectos para ellos. Sí, ellos creían en un milagro. Y ese milagro ocurrió realmente.
Un día los dos se encontraron en una esquina de una calle.
“Esto es increíble,” él dijo “Te he estado buscando toda mi vida. No lo creerás, pero tú eres la mujer perfecta para mí.”
“Y tú”, dijo ella, “eres el hombre perfecto para mí, exactamente como te había soñado en cada detalle. Es como un sueño.”
Se sentaron en un banco del parque, se cogieron de las manos, y se contaron sus historias el uno al otro hora tras hora. Ellos ya no estaban más solos. Habían encontrado y sido encontrados por su pareja perfecta. Qué cosa maravillosa es encontrar y ser encontrado por tu pareja perfecta. Es un milagro, Un milagro cósmico.
Mientras conversaban sentados, sin embargo, una pequeña, pequeña sombra de duda enraizó en sus corazones: ¿Estaba bien que los sueños de alguien se hicieran realidad tan fácilmente?
Y así, cuando se produjo una pausa momentánea en su conversación, el chico le dijo a la chica: “Vamos a probarlo para nosotros una vez. Si realmente somos el amor perfecto del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, nos encontraremos otra vez sin duda. Y cuando pase, sabremos que somos la pareja perfecta, y nos casaremos. ¿Qué piensas?”
“Sí,” dijo ella, “eso es exactamente lo que deberíamos hacer.”
Y entonces se separaron, ella fue al Este, y él al Oeste.
La prueba que habían acordado, sin embargo, era innecesaria. No la deberían haber realizado, porque eran real y verdaderamente la pareja perfecta, y era un milagro que se hubiesen encontrado Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran.

Las frías, indiferentes olas del destino continuaron sacudiéndolos despiadadamente.
Un invierno, el chico y la chica cayeron enfermos de una terrible gripe, y después de luchar entre la vida y la muerte, perdieron la memoria de sus años más tempranos. Cuando se dieron cuenta sus cabezas estaban vacías.
Fueron dos brillantes y decididos jóvenes, sin embargo, y gracias a sus esfuerzos constantes fueron capaces de adquirir otra vez el conocimiento y el sentimiento que les posibilitó volver como miembros hechos y derechos a la sociedad. Gracias a Dios, se convirtieron en ciudadanos que sabían como utilizar el metro, o ser capaces de enviar una carta especial al correo.
También experimentaron el amor otra vez; algunas veces, como mucho al 75% u 85%.
El tiempo pasó con una rapidez espantosa, y pronto el muchacho tuvo 32 años, la muchacha 30.
Una preciosa mañana de Abril, en busca de una taza de café para comenzar el día, el muchacho andaba del Oeste al Este, mientras la muchacha, teniendo la intención de enviar una carta, andaba del Este al Oeste, los dos sobre la misma estrecha calle del barrio de Harajuku en Tokio.
Se cruzaron en el centro mismo de la calle.
El destello más débil de sus memorias perdidas brilló tenuemente por un breve momento en sus corazones. Cada uno sintió un retumbar en su pecho. Y ellos supieron:
Ella es la mujer perfecta para mí
El es el hombre perfecto para mí.
Pero el brillo de sus memorias era demasiado débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de catorce años antes.
Sin una palabra, se cruzaron, desapareciendo entre la multitud, Para siempre.

Una triste historia, ¿no cree?

Si, eso es, eso es lo que debería haberle dicho.

c) J.D. SALINGER. EL CORAZÓN DE UNA HISTORIA QUEBRADA.

Todos los días Justin Horgenschlag, auxiliar de imprenta con un sueldo de treinta dólares semanales, veía muy de cerca a aproximadamente sesenta mujeres a las que nunca había visto antes. Así, en los cuatro años que llevaba viviendo en Nueva York, Horgenschlag había visto muy de cerca a unas 75.120 mujeres distintas. De estas 75.120 mujeres, 25.000 tenían menos de treinta años de edad y más de quince. De las 25.000, sólo 5.000 pesaban entre cuarenta y siete y cincuenta y siete kilos. De estas 5.000, sólo 1.000 no eran feas. Sólo 500 eran razonablemente atractivas; sólo 100 eran realmente atractivas; sólo 25 podrían haber inspirado un largo, despacioso silbido. Y de sólo una se enamoró Horgenschlag a primera vista.

Bien, existen dos clases de femme fatale. Existe la femme fatale que es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra, y existe la femme fatale que no es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra.

Se llamaba Shirley Lester. Tenía veinte años (once menos que Horgenschlag), medía un metro y sesenta y tres centímetros (lo cual le dejaba la cabeza a la altura de los ojos de Horgenschlag), pesaba 53 kilos (ligera como una pluma para llevarla en brazos). Shirley era taquígrafa, vivía con su madre, Agnes Lester, una vieja entusiasta de Nelson Eddy, a la cual mantenía. Con respecto a la belleza de Shirley, la gente a menudo la describía así: “Shirley es tan mona que parece un retrato”.

Y en el autobús de la Tercera Avenida, una mañana temprano, Horgenschlag controló a Shirley Lester, y se sintió un guiñapo. Todo porque la boca de Shirley estaba abierta de un modo curioso. Shirley estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús, y cuando Shirley leía, a Shirley se le aflojaba ligeramente la mandíbula. Y en ese breve instante en el que la boca de Shirley estuvo abierta y los labios estuvieron separados, Shirley fue probablemente la más fatal de todo Manhattan. Horgenschlag vio en ella un seguro “curalotodo” contra el gigantesco monstruo de soledad que le había estado rondando el corazón desde que había llegado a Nueva York. ¡Oh, aquella agonía! La agonía de estar controlando a Shirley Lester y no poder inclinarse y besar los labios separados de Shirley. ¡Aquella inefable agonía!

Ése era el comienzo del cuento que empecé a escribir para Collier’s. Iba a escribir una tierna y encantadora historia del tipo chico-conoce-chica. Qué podría ser mejor, pensé. El mundo necesita historias del tipo chico-conoce-chica. Pero para escribir una, por desgracia, el escritor debe ponerse a la tarea de hacer que el chico conozca a la chica. Yo no pude lograrlo con ésta. Ni lograr que tuviera sentido. No pude juntar a Horgenschlag y a Shirley como es debido y he aquí las razones:

Desde luego, era imposible que Horgenschlag se inclinara y dijera con toda sinceridad:

–Disculpe. La amo mucho. Estoy chiflado por usted. Lo sé. Podría amarla toda la vida. Soy auxiliar de imprenta y gano treinta dólares semanales. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?

Este Horgenschlag puede ser un tonto, pero no tamaño tonto. Puede haber nacido ayer, pero no hoy. Uno no puede esperar que los lectores de Collier’s se traguen esa clase de majadería. Después de todo, cinco centavos son cinco centavos.

Por supuesto, no podía darle de pronto a Horgenschlag un suero de la suavidad, mezcla de la vieja pitillera de William Powell y el viejo sombrero de copa de Fred Astaire.

–Por favor, no me interprete mal, señorita. Soy ilustrador de revistas. Mi tarjeta. Me gustaría dibujarla más de lo que nunca he querido dibujar a nadie en mi vida. Tal vez semejante empresa sería para nuestro mutuo provecho. ¿Me permite que la telefonee esta tarde o en un futuro muy cercano? (Breve risa desenfadada.) Espero no sonar demasiado desesperado. (Otra risa.) En realidad supongo que lo estoy.

Caray, muchacho. Esas líneas soltadas con una sonrisa cansada y sin embargo jovial y sin embargo despreocupada. Ojalá Horgenschlag las hubiera soltado. Shirley, por supuesto, era también una vieja entusiasta de Nelson Eddy y miembro activo de la Biblioteca Circulante Keystone.

Tal vez estén ustedes empezando a ver a qué me enfrentaba.

Cierto, Horgenschlag podría haber dicho lo siguiente:

–Perdone, ¿pero no es usted Wilma Pritchard?

A lo que Shirley habría respondido fríamente y buscando un punto neutro al otro extremo del autobús:

–No.

–Tiene gracia –podría haber proseguido Horgenschlag–, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de Seattle?

–No.

Aquel no era de un sitio con más hielo.

–Seattle es mi ciudad natal.

Punto neutro.

–Gran pequeña ciudad, Seattle. Quiero decir que realmente es una gran pequeña ciudad. Yo sólo llevo aquí (quiero decir en Nueva York) cuatro años. Soy auxiliar de imprenta. Me llamo Justin Horgenschlag.

–Realmente no me interesa.

Oh, Horgenschlag no habría llegado a ninguna parte en esa línea. No tenía el físico, la personalidad ni la ropa buena para ganarse el interés de Shirley en esas circunstancias. No tenía ninguna posibilidad. Y, como dije antes, para escribir una historia realmente buena del tipo chico-conoce-chica es aconsejable hacer que el chico conozca a la chica.

Quizá Horgenschlag podría haberse desmayado y al hacerlo haberse agarrado a algo en busca de apoyo: siendo el apoyo el tobillo de Shirley. De ese modo podía haberle rasgado la media o conseguido adornársela con una estupenda y larga carrera. La gente se habría hecho a un lado para dejarle sitio al fulminado Horgenschlag y él se habría puesto en pie, mascullando:

–Ya estoy bien, gracias. –Y luego–¡Oh, vaya! Lo siento muchísimo, señorita. Le he rasgado la media. Tiene que dejarme que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en efectivo, pero deme su dirección.

Shirley no le habría dado su dirección. Se habría limitado a ponerse violenta y estar torpe de palabra.

–No importa, déjelo –habría dicho, deseando que Horgenschlag no hubiera nacido. Y, además, la idea entera carece de lógica. A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le habría ocurrido agarrarse del tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera Avenida.

Pero lo que sí es más lógico es la posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía quedan unos cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era uno. Podría haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia la puerta trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la habrían oído y se habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de Horgenschlag, digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente Wilson, que no ha hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena. ¿Qué está pasando aquí? Guardia, este hombre ha intentado robarme el bolso.

Horgenschlag es arrastrado ante el tribunal. Shirley, por supuesto, debe asistir a la vista. Ambos dan sus direcciones; con ello Horgenschlag queda informado del lugar de la divina morada de Shirley.

El juez Perkins, que en su propia casa ni siquiera puede conseguir una buena, realmente buena taza de café, condena a Horgenschlag a un año de prisión. Shirley se muerde el labio, pero a Horgenschlag se lo llevan.

En la cárcel, Horgenschlag escribe la siguiente carta a Shirley Lester:

Querida Miss Lester:

No tenía verdadera intención de robarle el bolso. Se lo tomé sólo porque la amo. Ya ve, solamente quería conocerla. Por favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se está bastante solitario y yo la amo mucho y quizá hasta vendría usted a verme alguna vez si tiene tiempo.

Su amigo, JUSTIN HORGENSCHLAG

Shirley enseña la carta a todas sus amigas. Éstas dicen: “Ah, es una monada de carta, Shirley”. Shirley reconoce que en cierto sentido sí es mona. Quizá la conteste. “¡Sí! Contéstala. Dale una oportunidad. ¿Qué tienes que perder?”. Así que Shirley contesta la carta de Horgenschlag.

Querido Mr. Horgenschlag:

Recibí su carta y realmente siento mucho lo que ha ocurrido. Por desgracia, poco podemos hacer al respecto a estas alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los acontecimientos. Sin embargo, su condena es corta y pronto estará fuera. Le deseo la mayor suerte.

Lo saluda atentamente, SHIRLEY LESTER

Querida Miss Lester:

Nunca sabrá lo mucho que me animó recibir su carta. No debería sentirse abominable en absoluto. Fue todo culpa mía por ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo treinta y un años de edad y soy de Seattle. Llevo cuatro años en Nueva York y creo que es una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo. Usted es la chica más guapa que he visto nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de visita, de 2 a 4, y yo le pagaré el billete de tren.

Su amigo, JUSTIN HORGENSCHLAG

Shirley habría enseñado también esta carta a todas sus amigas. Pero ésta no la contestaría. Cualquiera podía ver que este Horgenschlag era un tonto. Y, después de todo, ella había contestado la primera carta. Si contestaba esta carta idiota la cosa podría eternizarse durante meses y todo eso. Había hecho por el hombre cuanto había podido. Y vaya nombre. Horgenschlag.

Mientras tanto, Horgenschlag la está pasando fatal en la cárcel, aun cuando les pasan películas una vez a la semana. Sus compañeros de celda son Snipe Morgan y Slicer Burke, dos chicos de los bajos fondos que ven en la cara de Horgenschlag cierto parecido con un tipo de Chicago que una vez se enojó con ellos. Están convencidos de que Cararrata Ferrero y Justin Horgenschlag son una y la misma persona.

–Pero yo no soy Cararrata Ferrero –les dice Horgenschlag.

–No me vengas con eso –dice Slicer, tirando al suelo las escasas raciones de comida de Horgenschlag.

–Zúmbale en la cabeza –dice Snipe.

–Les digo que sólo estoy aquí por haberle robado el bolso a una chica en el autobús de la Tercera Avenida –alega Horgenschlag–, sólo que en realidad no se lo robé. Me enamoré de ella y ésa era la única manera de poder conocerla.

–No me vengas con eso –dice Slicer.

–Zúmbale en la cabeza –dice Snipe.

Llega entonces el día cuando diecisiete presos intentan llevar a cabo una fuga. Durante el período de juegos en el patio de recreo, Slicer Burke con artimañas hace caer a la sobrina del alcalde, Lisbeth Sue, de ocho años, en sus garras. Rodea el talle de la niña con sus manos de veinte por treinta centímetros y la sostiene en alto para que la vea el alcalde.

–¡Eh, alcalde! –grita Slicer– iAbra esas puertas o hay telón para la cría!

–¡Tío Bert, no tengo miedo! –grita Lisbeth Sue.

–iSuelta a esa niña, Slicer! –ordena el alcalde con toda la impotencia de su orden.

Pero Slicer sabe que tiene al alcalde justo allí donde lo quiere. Diecisiete hombres y una niña pequeña y rubia salen por las puertas. Dieciséis hombres y una niña pequeña y rubia salen sanos y salvos. Un guardia de la torre alta cree ver una maravillosa oportunidad para pegarle un tiro en la cabeza a Slicer y con ello destruir la unidad del grupo fugitivo. Pero falla y sólo logra pegarle un tiro al hombrecillo que camina nerviosamente detrás de Slicer, matándolo en el acto.

¿Adivinan de quién se trata?

Y así, mi proyecto de escribir para Collier’s un cuento del tipo chico-conoce-chica, una tierna, memorable historia de amor, se va al traste por la muerte de mi héroe.

Ahora bien, Horgenschlag no habría estado nunca entre esos diecisiete hombres desesperados si la falta de respuesta de Shirley a su segunda carta no lo hubiera desesperado y llenado de pánico. Pero el hecho es que ella no contestó su segunda carta. Nunca la habría contestado ni en cien años que hubieran pasado. Yo no puedo alterar los hechos.

Y qué pena. Qué lástima que Horgenschlag, en la cárcel, no fuera capaz de escribirle a Shirley Lester la siguiente carta:

Querida Miss Lester:

Espero que unas pocas líneas no la enojen ni molesten. Le escribo, Miss Lester, porque me gustaría que supiera que no soy un vulgar ladrón. Quiero que sepa que le robé el bolso porque me enamoré de usted en cuanto la vi en el autobús. No se me ocurría ninguna manera de llegar a conocerla salvo obrar precipitadamente, alocadamente, para ser exacto. Pero, claro, uno es un loco cuando está enamorado.

Me enamoró el modo en que sus labios estaban tan ligeramente separados. Usted representaba para mí la respuesta a todo. Desde que llegué a Nueva York, hace cuatro años, no he sido infeliz, pero tampoco he sido feliz. Más bien, la mejor manera de describirme es decir que he sido uno de los millares de jóvenes de Nueva York que se limitan a existir.

Vine a Nueva York desde Seattle. Iba a hacerme rico y famoso y a ir bien vestido y a tener suaves maneras. Pero en cuatro años he sabido que no voy a hacerme rico ni famoso ni a ir bien vestido ni a tener suaves maneras. Soy un buen auxiliar de imprenta, pero no soy más que eso. Un día el impresor se puso enfermo y yo tuve que ocupar su puesto. Vaya lío que organicé, Miss Lester. Nadie acataba mis órdenes. A los armadores poco menos que se les escapaba la risa cuando les decía que se pusieran a trabajar. Y no los culpo. Soy un idiota dando órdenes. Supongo que simplemente soy uno de los muchos millones que no nacieron para dar nunca órdenes. Pero ya no me importa. Hay un chico de veintitrés años que acaba de contratar mi jefe. No tiene más que veintitrés años, y yo tengo treinta y uno y llevo cuatro trabajando en el mismo sitio. Pero sé que un día él llegará a ser impresor jefe y yo seré su auxiliar. Pero ya no me importa saber esto.

Lo importante es amarla, Miss Lester. Hay alguna gente que cree que el amor es sexo y matrimonio y besos a las seis y niños, y tal vez sea así, Miss Lester. Pero, ¿sabe lo que creo yo? Creo que el amor es un chispazo y sin embargo no es un chispazo.

Supongo que para una mujer es importante que los demás piensen en ella como en la mujer de un hombre que es rico, apuesto, ingenioso o que cae bien. Yo ni siquiera caigo bien. Ni siquiera soy odiado. Sólo soy… sólo soy… Justin Horgenschlag. Yo nunca pongo a la gente alegre, triste, la enfado o ni siquiera le repugno. Creo que la gente me considera un buen tipo, pero eso es todo.

Cuando era niño nadie me señalaba por ser mono ni listo ni guapo. Si tenían que decir algo decían que tenía unas piernitas muy robustas.

No espero una contestación a esta carta, Miss Lester. Nada en el mundo me gustaría más que una contestación, pero en verdad no la espero. Simplemente quería que supiera usted la verdad. Si mi amor por usted me ha llevado a un nuevo y gran pesar, yo soy el único culpable.

Tal vez un día comprenda y perdone a su torpe admirador,
JUSTIN HORGENSCHLAG

Tal carta no sería más improbable que la siguiente:

Querido Mr. Horgenschlag:

Recibí su carta, que me encantó. Me siento culpable y lamento muchísimo que los acontecimientos se hayan desarrollado como lo han hecho. ¡Ojalá me hubiera usted hablado en vez de tomarme el bolso! Pero, claro, supongo que entonces yo le habría respondido con la típica frialdad.

Es la hora del almuerzo y estoy aquí sola en la oficina escribiéndole. Sentí que hoy quería estar sola a la hora del almuerzo. Sentí que si tenía que ir a almorzar con las chicas en el autoservicio y se pasaban la comida charloteando como de costumbre, me iba a poner a gritar de pronto.

No me importa que no sea usted un triunfador, ni que no sea apuesto, ni rico, ni famoso, ni que no tenga maneras suaves. Hubo un tiempo en que sí me habría importado. Los últimos años de colegio estaba siempre enamorada del don fascinante de turno. Donald Nicolson, el chico que caminaba bajo la lluvia y se sabía del revés todos los sonetos de Shakespeare. Bob Lacey, el lindo que era capaz de hacer un tanto desde la mitad de la pista, con el marcador en empate y el tiempo casi acabado. Harry Miller, que era tan tímido y tenía aquellos ojos tan bonitos color castaño perenne.

Pero esa parte loca de mi vida ha acabado.

La gente de su oficina a la que se le escapa la risa cuando usted les daba órdenes está ya en mi lista negra. Los odio como nunca he odiado a nadie.

Usted me vio cuando iba toda maquillada. Sin el maquillaje, créame, no soy ninguna belleza arrebatadora. Por favor, dígame cuándo le está permitido tener visitas. Quisiera que me mirara una segunda vez. Quisiera estar segura de que no me tomó en mi mejor falso momento.

¡Oh, ojalá le hubiera usted dicho al juez por qué me robó el bolso! Podríamos estar juntos y hablar de tantísimas cosas como me parece que tenemos en común!

Por favor, hágame saber cuándo puedo ir a verlo.

Lo saluda atentamente, SHIRLEY LESTER

Pero Justin Horgenschlag nunca llegó a conocer a Shirley Lester. Ella se bajó en la calle 56 y él se bajó en la calle 32. Aquella noche, Shirley Lester fue al cine con Howard Lawrence, de quien estaba enamorada. Howard pensaba que Shirley era estupenda para salir por ahí con ella, pero la cosa no pasaba de ahí. Y Justin Horgenschlag aquella noche se quedó en casa y escuchó la emisión dramática del jabón de baño Lux. Pensó en Shirley toda la noche, todo el día siguiente y muy a menudo durante aquel mes. Luego, de repente, le presentaron a Doris Hillman, que estaba empezando a temer que no iba a encontrar marido. Y entonces, antes de que Justin Horgenschlag se diera cuenta, Doris Hillman y otras cosas estaban archivando a Shirley Lester en el fondo de su memoria. Y Shirley Lester, la idea de ella, dejó de ser asequible.

Y ésa es la razón por la que nunca escribí para Collier’s un cuento del tipo chico-conoce-chica. En una historia del tipo chico-conoce-chica el chico debería conocer siempre a la chica.

d) ENRIQUE VILA-MATAS. BARTLEBY Y COMPAÑÍA.

Vi a Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.
Jerome David Salinger. Allí estaba al fondo del autobús. Parpadeaba de vez en cuando. De no haber sido por eso, me habría parecido más una estatua que un hombre. Era él. Jerome David Salinger, un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del No.
Autor de cuatro libros tan deslumbrantes como famosísimos —The Catcher in the Rye (1951), Nine Stories (1953), Franny and Zooey (1961) y Raise High the Roof Beam, Carpenters; Seymour: An Introduction (1963)—, no ha publicado hasta el día de hoy nada más, es decir que lleva treinta y seis años de riguroso silencio que ha venido acompañado, además, de una legendaria obsesión por preservar su vida privada.
Le vi en ese autobús de la Quinta Avenida. Le vi por causalidad, en realidad le vi porque me dio por fijarme en una chica que iba a su lado y que tenía la boca abierta de un modo muy curioso. La chica estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús. Por lo visto, cuando la chica leía se le aflojaba ligeramente la mandíbula. En el breve instante en que la boca de la chica estuvo abierta y los labios estuvieron separados, ella —por decirlo con una expresión de Salinger— fue para mí lo más fatal de todo Manhattan.
Me enamoré. Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser correspondido, me enamoré. Y aunque viejo y jorobado, actué desacomplejado, actué como lo haría cualquier hombre repentinamente enamorado, quiero decir que lo primero de todo que hice fue mirar si la acompañaba algún hombre. Entonces fue cuando vi a Salinger y me quedé de piedra: dos emociones en menos de cinco segundos.
De pronto, me había quedado dividido entre el enamoramiento repentino que acababa de sentir por una desconocida y el descubrimiento —al alcance de muy pocos— de que estaba viajando con Salinger. Quedé dividido entre las mujeres y la literatura, entre el amor repentino y la posibilidad de hablarle a Salinger y con astucia averiguar, en primicia mundial, por qué él había dejado de publicar libros y por qué se ocultaba del mundo.
Tenía que elegir entre la chica o Salinger. Dado que él y ella no se hablaban y por lo tanto no parecía que se conocieran entre ellos, me di cuenta de que no tenía demasiado tiempo parar elegir entre uno u otro. Debía obrar con rapidez. Decidí que el amor tiene que ir siempre por delante de la literatura, y entonces planeé acercarme a la chica, inclinarme ante ella y decirle con toda sinceridad:
—Perdone, usted me gusta mucho y creo que su boca es lo más maravilloso que he visto en mi vida. Y también creo que, aquí donde me ve, jorobado y viejo, yo podría, a pesar de todo, hacerla muy feliz. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?
Me vino a la memoria de pronto un cuento de Salinger, The Heart of a Broken Story (El corazón de una historia quebrada), en el que alguien planeaba en un autobús, al ver a la chica de sus sueños, una pregunta casi calcada a la que había yo en secreto formulado. Y recordé el nombre de la chica del cuento de Salinger: Shirley Lester. Y decidí que provisionalmente llamaría así a mi chica: Shirley.
(…)
Se me ocurrió acercarme a Salinger y decirle:
—Dios, cómo le amo, Salinger. ¿Podría decirme por qué lleva tantos años sin publicar nada? ¿Existe un motivo esencial por el que se deba dejar de escribir?
(…)
Decidí acercarme a él y preguntarle:
—Señor Salinger, soy un admirador suyo, pero no he venido a preguntarle por qué no publica desde hace más de treinta años, yo lo que quisiera saber es su opinión acerca de ese día en el que Lord Chandos se percató de que el inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no podía ser descrito con palabras. Quisiera que me dijera si es que a usted le ocurrió otro tanto y por eso dejó de escribir.
Finalmente, tampoco me acerqué para preguntarle todo eso.
(…)
Por otra parte, pedirle un autógrafo tampoco era una idea brillante.
—Señor Salinger, ¿sería tan amable de estamparme su legendaria firma en este papelito? Dios, cómo le admiro.
—Yo no soy Salinger —me habría contestado. Para algo llevaba treinta y tres años preservando férreamente su intimidad.
(…)
Me encontraba ya desesperado y cada vez más empapado de sudor en aquel autobús de la Quinta Avenida cuando de pronto vi que Salinger y Shirley se conocían. El le dio un breve beso en la mejilla al tiempo que le indicaba que debían bajarse en la siguiente parada. Se pusieron los dos de pie al unísono, hablando tranquilamente entre ellos. Seguramente Shirley era la amante de Salinger. La vida es horrorosa, me dije. Pero inmediatamente pensé que aquello ya no lo cambiaba nadie y que era mejor no perder el tiempo buscándole adjetivos a la vida. Viendo que se acercaban a la puerta de salida, me acerqué yo también a ella. No me gusta recrearme en las contrariedades, siempre trato de sacarles algún provecho a los contratiempos. Me dije que, a falta de nuevas novelas o cuentos de Salinger, lo que le oyera a él decir en aquel autobús podía leerlo como una nueva entrega literaria del escritor. Como digo, sé sacarles provecho a los contratiempos. Y pienso que los futuros lectores de estas notas sin texto me lo agradecerán, pues quiero imaginarles encantados en el momento de descubrir que las páginas de mi cuaderno contienen nada menos que un breve inédito de Salinger, las palabras que le escuché decir aquel día.
Llegué a la puerta de salida del autobús poco después de que la pareja hubiera descendido por ella. Bajé, agucé el oído, y lo hice algo emocionado, iba a tener acceso a material inédito de un escritor mítico.
—La llave —le oí decir a Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
—¿Qué? —dijo Shirley.
—La llave —repitió Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
—Dios mío —dijo Shirley—. No me atrevía a decírtelo… La perdí.
Se detuvieron junto a una papelera. Parándome a un metro y medio de ellos, hice como que buscaba una cajetilla de cigarrillos en uno de los bolsillos de mi americana.
De repente, Salinger abrió los brazos y Shirley, sollozando, se fue hacia ellos.
—No te preocupes —dijo él—. Por el amor de Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí inmóviles, y yo tuve que seguir andando, no podía por más tiempo quedarme tan quieto a su lado y delatar que les espiaba. Di unos cuantos pasos, y jugué con la idea de que estaba cruzando una frontera, algo así como una línea ambigua y casi invisible en la que se esconderían los finales de los cuentos inéditos. Luego volví la vista atrás para ver cómo seguía todo aquello. Se habían apoyado en la papelera y estaban más abrazados que antes, los dos ahora llorando. Me pareció que, entre sollozo y sollozo, Salinger no hacía más que repetir lo que de él ya había oído antes:
—No te preocupes. Por el amor de Dios, no te preocupes.
Seguí mi camino, me alejé. El problema de Salinger era que tenía cierta tendencia a repetirse.”

6.- Ejemplo de comentario sobre “La chica del cumpleaños”, de Haruki Murakami.

El relato “La chica del cumpleaños” pertenece a la recopilación Sauce ciego, mujer dormida (2008) de Haruki Murakami. Este narrador japonés contemporáneo ha alcanzado reconocimiento por sus novelas, que suelen desarrollar transformaciones de la vida interior de personajes urbanos que huyen de una experiencia de vacío, lo que muchas veces les lleva a trascender la realidad en que habitan. Sus novelas reúnen la influencia tanto de cierta narrativa norteamericana como de la espiritualidad oriental; entre otras, pueden destacarse Kafka en la orilla (2000), Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo (2002) y la que leemos en esta asignatura, Sputnik, mi amor (1999).

En el citado relato, la protagonista manifiesta a su interlocutor que se ha cumplido un deseo que diez años antes le concedió el dueño del restaurante donde trabajaba, un misterioso anciano. No obstante, su cumplimiento no parece haber alterado una trayectoria vital que le resulta satisfactoria en lo material, aunque algo carente de plenitud.

El lector se ve obligado a plantearse la misma cuestión que el amigo con que dialoga la protagonista: cuál el contenido de aquel deseo, que durante todo el relato nos es desconocido, pues “los deseos no deben contarse a nadie”. Diferentes pistas operan en este sentido: a la hora de realizar su petición, conocemos que la anónima chica no quiere obtener ninguna ventaja superficial (riqueza, belleza….) que altere su identidad, pues entonces no sabría cómo gestionarla. Además, el estado vital a que ha llegado en su madurez (seguridad económica y cierto sosiego), es comparado con el parachoques del coche que conduce, que posee “un par de abolladuras”. El relato plantea que no hay una plenitud vital posible: ni en los deseos a que la protagonista renunció, ni en el que le fue concedido.
En su filosofía vital hay, por tanto, una aceptación de la renuncia como parte ineludible de la maduración personal. Si tenemos en cuenta que evitar el deseo es uno de los preceptos de la espiritualidad oriental, como la budista, puede plantearse que la chica del cumpleaños optó por seguir su camino renunciando a perturbaciones que la desviaran de él. Esta opción confirmaría otro axioma de la espiritualidad de Oriente, en este caso de la taoísta: la búsqueda activa del camino vital que nos está reservado. No obstante, sí existió un deseo que la protagonista pidió, y que está tardando “tiempo en realizarse”; este podría consistir en la capacidad de otorgar ella misma un deseo a quien se lo solicitase, como es ahora el caso de su amigo, con quien dialoga. Los cambios en la persona narrativa que desarrolla el cuento (un doble paso de la tercera a la primera) muestran una estructura paralela en que la chica del cumpleaños parece ocupar, al final del cuento, la voz narrativa de quien concede los deseos, que hace de nuevo presente la del misterioso anciano que parece seguir operando desde “las tinieblas”.

4.- Fragmentos de “El elogio de la sombra”, de Junichiro Tanizaki,1933.

Dicen que el papel es un invento de los chinos; sin embargo, lo único que nos
inspira el papel de Occidente es la impresión de estar ante un material estrictamente
utilitario, mientras que sólo hay que ver la textura de un papel de China o de Japón para
sentir un calorcillo que nos reconforta el corazón. A igual blancura, la de un papel de
Occidente difiere por naturaleza de la un hosho7 o un papel blanco de China. Los rayos
luminosos parecen rebotar en la superficie del papel occidental, mientras que la del
hosho o del papel de China, similar a la aterciopelada superficie de la primera nieve, los
absorbe blandamente. Además, nuestros papeles, agradables al tacto, se pliegan y
arrugan sin ruido. Su contacto es suave y ligeramente húmedo como el de la hoja de un
árbol.

De manera más general, la vista de un objeto brillante nos produce cierto
malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de
níquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que
resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas, frascos de
plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al contrario, nos gusta ver cómo
se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo. No hay
casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los
utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina.

Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las
catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la
audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos
religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas
cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que
proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino
también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero
llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa
sombra que reina bajo el alero

En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un
juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al
occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros
grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su
punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la
sombra.
Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior
de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos
una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la
habitación, los shòji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta
el jardín.
Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la
belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria,
impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores
neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras
de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se
enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el
encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia
incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva
apneas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien
esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás

Tenemos, por último, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma
que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho
cuadro o de esas flores no es decorativa en sí misma, pues más bien se trata de añadir a
la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la
puntura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del
toko no ma, lo que llamamos un toko-utsuri . Por el mismo motivo, concedemos a su
montaje una importancia similar a la del valor gráfico del caligrama o del dibujo, por
que un toko-utsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra más indiscutible.
En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en sí misma,
colgada en el toko no ma de un salón esté en perfecta armonía con la habitación y que
esta última y la propia obra queden por ello revalorizadas.

Otro ejemplo: resulta inconcebible que en la vida cotidiana los labios de un
hombre corriente nos atraigan; pues bien, en el escenario del nò, su color rojizo oscuro,
su piel ligeramente húmeda, sugieren una elasticidad carnal superior a la de los labios
de una mujer pintados rojos. Eso se puede deber al hecho de que el actor, para cantar,
humedece continuamente sus labios con saliva, pero no puedo creer que sea ésta la
única razón. Ocurre lo mismo con el niño actor, cuyas excelentes mejillas enrojecidas
adoptan colores más frescos. Mi experiencia personal me dice que este efecto es más
visible si lleva trajes en los que predomina el color verde; en tal caso, la rojez, que en un
niño de tez clara es ya evidente, se realza aún más en el niño de piel oscura. Porque en
el niño de tez clara el contraste entre su palidez y ese rojo es demasiado tajante y el
efecto de los colores oscuros del traje demasiado fuerte, mientras que en el niño de tez
oscura, de mejillas morenas, el rojo sobresale menos, de manera que el traje y el rostro
se iluminan mutuamente. El verde sobrio y el marrón mate, ambos colores neutros,
destacan mucho entre sí y la piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la
atención

Las ropas, por otra parte, más alegres que las actuales para los hombres, lo eran
relativamente menos para las mujeres. Las jóvenes y las mujeres de las casas burguesas,
incluso bajo el antiguo régimen militar, utilizaban colores increíblemente apagados, en
una palabra, el traje no era más que una parcela de la sombra, sólo una transición entre
la sombra y el rostro.
El maquillaje incluía entre otras cosas el ennegrecimiento de los dientes; cabe
preguntarse si la finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo
el espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca. Este
concepto de la belleza femenina ya no existe en nuestros días, a no ser en algunos
lugares muy especiales como la casa Sumiya de Shimabara25

En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con
polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e
intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas
largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las
únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es
verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado
y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible.
Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo
conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien
bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.
¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta
con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente
conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han
experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros
japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio
todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta
evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca,
mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal.
Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son
estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los
rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran
sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo.
En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes.
Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos
umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.
¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo
bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos,
siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos,
por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo
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inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en
las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar
persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han
arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del
gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la
sombra.
Puede ocurrir que sea debido a una diferencia de carácter; a pesar de todo,
quisiera examinar cuáles pueden ser las repercusiones de la diferencia de color de la
piel. Entre nosotros, desde siempre, se ha considerado que una piel blanca era más noble
y bella que una piel oscura, pero ¿en qué se diferencia la blancura de un hombre de raza
blanca de nuestra propia blancura? Si comparamos individuos aislados puede parecer
que hay japoneses más blancos que algunos occidentales y occidentales más oscuros
que algunos japoneses; sin embargo, tanto la blancura como la morenez de su piel
difieren por su calidad.

Permítanme referir mi experiencia: no hace mucho yo vivía en la ciudad alta de
Yokohama y asistía frecuentemente a las reuniones de los miembros de la colonia
extranjera e iba a los restaurantes y a los bailes a los que ellos iban; cuado los veía de
cerca, me parecía que su blancura no eran tan blanca, pero de lejos, la diferencia entre
ellos y los japoneses era evidente. Algunas damas japonesas llevaban trajes de noche tan
buenos como los de las extranjeras y a veces su tez era más clara que la suya, pero
bastaba que una de las japonesas se mezclase a un grupo, para que, con una simple
mirada se la distinguiera desde lejos. Me explico: por muy blanca que sea una japonesa
sobre su blancura hay como un ligero velo.
Aunque estas mujeres, para no ir a la zaga de las occidentales, se unten con
pintura blanca espaldas, brazos, axilas, en una palabra, todas las partes del cuerpo
expuestas a la vista, no consiguen borrar el pigmento oscuro que subyace en el fondo de
su piel. A pesar de todo, se le adivina, como se puede adivinar una impureza en el fondo
del agua clara vista desde muy arriba. Es una sombra negruzca, como una capa de
polvo, que se aloja entre los dedos, en el contorno de la nariz, alrededor del cuello, en el
hueco de la espalda. En cambio, el fondo de la piel de los occidentales, aunque tengan la
tez algo turbia, sigue siendo claro y translúcido sin que jamás, en ninguna parte del
cuerpo, presenten esa sombra sospechosa. Desde la punta del cráneo hasta la de los
dedos, son de un blanco fresco y sin mezcla. Si uno de los nuestros se mezcla con ellos,
es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que
incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.

He dado ya mi opinión sobre la costumbre de ennegrecer los dientes; pero las
mujeres de antes también se afeitaban las cejas: ¿no era ésa otra manera de realzar el
brillo de su rostro? Pero lo que más me llama la atención es su famoso lápiz de labios
azul-verdoso con reflejos nacarados. En nuestros días ni siquiera las geishas de Gion28
los siguen utilizando, pero de todos modos, no podríamos comprender su poder de
seducción si no nos representamos el efecto de ese color a la incierta luz de los
candelabros. Nuestros antepasados aplastaban deliberadamente los labios rojos de sus
mujeres bajo ese emplasto verde-negruzco, como incrustado de nácar. De esa manera
arrancaban todo ardor del rostro más radiante. Piensen en la sonrisa de una joven, a la
vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados
de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un
rostro más blanco? Yo, al menos, lo veo más blanco que la blancura de cualquier mujer
blanca, en ese universo de ilusiones que llevo grabado en mi cerebro.
La blancura del hombre blanco es una blancura translúcida, evidente y trivial,
mientas que aquélla es una blancura en cierto modo separada del ser humano. Puede que
una blancura así definida no tenga ninguna existencia real. Puede que no sea más que un
juego engañoso y efímero de sombras y de luz. Lo admito, pero nos resulta suficiente
porque no nos es dado esperar nada mejor.

Ya en otra ocasión me habían estropeado el espectáculo de la luna llena: un año
quise ir a contemplarla en barca al estanque del monasterio de Suma32 en la quinceava
noche, así que invité a algunos amigos y llegamos cargados con nuestras provisiones
para descubrir que en torno al estanque habían colocado alegres guirnaldas de bombillas
eléctricas multicolores; la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera.
Hechos como éste demuestran el grado de intoxicación al que hemos llegado,
hasta el punto de que parece que nos hayamos hecho extrañamente inconscientes de los
inconvenientes del alambrado abusivo. Se alegará que peor para los amantes del claro
de luna, pero en las casas de citas, los restaurantes, los albergues, los hoteles, ¡qué
derroche de luz eléctrica!

A decir verdad, he escrito esto porque quería plantear la cuestión de saber si
existiría alguna vía, por ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran
compensar los desperfectos. En lo que a mí respecta, me gustaría resucitar, al menos en
el ámbito de la literatura, ese universo de sombra que estamos disipando… Me gustaría
ampliar el alero de ese edifico llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la
sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno
superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría
mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo. Y para ver cuál puede ser
el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica

3.- Los siete puentes. Yukio Mishima.

Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.
Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco.
—Me gustaría saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche —dijo Kanako.
—Tréboles. Ni lo dudes. Está desesperada por tener un hijo.
—¿A tanto ha llegado?
—No, y ése es el problema —repuso Koyumi—. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse enamorado de un hombre!
Una superstición común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar embarazada en un corto lapso.
Cuando, por fin, terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin previo aviso.
Nunca la asaltaba el apetito por más aburrida que resultara la reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión. Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato, resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus pequeños y fuertes dientes.
Koyumi y Kanako pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor que la de Kanako.
Koyumi no recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con impaciencia, mientras bailaba:
“¿No hay alguna cosita para comer?” Ahora había adquirido la costumbre de cenar en la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.
El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.
Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:
—Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.
Los pensamientos de Koyumi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.
Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto:
—No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?
La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la invitación de Masako.
Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.
Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.
Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.
Kanako se sentó y dijo:
—Hoy dieron a conocer el reparto —frunció su boca en un mohín.
—¿Ah, sí? —apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.
—No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.
—Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.
Kanako sacudió la cabeza:
—Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.
—No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.
Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.
Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.
—Vendrá alguien con nosotros esta noche —anunció Masako.
—¿Quién?
—Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.
—¿Cómo es? —preguntó Kanako.
—Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada
En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.
—Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas —el tono de Masako era altanero.
—Sí, señorita.
Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.
—¡Un buen guardaespaldas! —murmuró Kasako al oído de su amiga.
Masako adoptó un tono severo:
—Vuelvo a decir lo que ya les he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podrán abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendrán lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No pueden usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.
Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.
—Sí, señorita —contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.
—Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?
—Sí, señorita —y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.
—¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo! —comentó Kanako.
En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:
—Ya estoy lista —anunció.
—¿Has elegido buenos puentes? —preguntó Masako.
—Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.
Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.
—¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! —exclamó Koyumi.
Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.
Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.
Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.
A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna… Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.
Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.
Masako soñaba con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras admiradoras…, no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R. existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.
Kanako soñaba con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había desaparecido.
Como movidas por un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía un insulto a sus plegarias.
Giraron hacia la derecha, en la avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las sombras ocultaban la luz de la luna.
En seguida contemplaron el Puente Miyoshi frente a ellas. Era el primero de los siete puentes que deberían cruzar. Está construido en forma curiosa. Se asemeja a una “Y” debido a la bifurcación del río en dicho lugar. En la orilla opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda e incorrecta contra el cielo oscuro.
El puente Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas. No todas estaban encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.
El agua del río se encrespaba bajo el resplandor lunar.
Antes de cruzar el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi, juntaron las manos para formular sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario, salió de él. Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo, suspendió su ocupación.
Las mujeres comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros, como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de alivio y tarea cumplida.
Koyumi se detuvo bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.
Masako observó los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental importancia.
Masako llegó a convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.
A su lado, Mina, con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que era el corazón de la sirvienta.
Caminaron hacia el sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.
Aun antes de llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a atenacearla nuevamente.
El Puente Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.
Koyumi se detuvo bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella, cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones. Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.
El Puente Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar. Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur, parecía un faro proclamando la proximidad del océano.
Cruzaron el puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse. Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su vientre y haciendo muecas de dolor.
Sin advertir lo que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó la distancia entre ella y sus compañeras.
Cuando por fin un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.
El corazón humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril, irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor, pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían de inmediato.
Cuando, por fin, el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló su estómago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar. Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación terminal de tranvías.
El primer impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kasako.
Sólo al llegar al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en una esquina.
El cuarto puente era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del Puente Tsukiji.
Las tres mujeres se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo, tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.
Las plegarias de cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.
Las palabras “Puente de Irifuna” se destacaban en letras blancas sobre una placa metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Éste se destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente pertenecía a la choza semiderruida de un hombre que vivía en el extremo del muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero anunciaba allí “Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para redes”.
El cielo nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes. El cielo estaba, ahora, completamente nublado.
Las mujeres cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.
El río dobla allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente Akatsuki.
Hacia la derecha la mayoría de los edificios eran restoranes. En cambio, en la orilla izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas, destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del hospital, pero su ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en las ventanas.
Las tres mujeres marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba, no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y ahora estaba bañada en su transpiración.
El cielo se oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de convertirse en un aguacero.
En aquel momento apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio de la noche.
Masako juntó las manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del suelo. Trastabillando casi, hubo de dar con sus huesos sobre un caño de hierro en reparación.
En el otro extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San Lucas.
El puente no era largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso. Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta. Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de aquel rostro bajo el pelo mojado.
La mujer se detuvo en la mitad del puente:
—Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años, ¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!
Estiró su cuello hacia Koyumi, cerrándole el paso.
Koyumi bajó los ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a través de una grieta.
Su monólogo no parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí:
—En este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira que encontrarnos aquí!
Al sentir la mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la plegaria.
Masako observó el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás a Koyumi.
Masako recordó a la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen. Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla, y ello le había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues, que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una coincidencia afortunada que no recordara a Masako.
El sexto puente, el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.
Ya sin guía, Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias fueran escuchadas.
Una fina llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos, parecía encarnar una burla hacia Masako.
La presencia de Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que significaban las plegarias de la muchacha campesina.
No era agradable verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.
Tenía la sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía inmediatamente y no intentó reconstruirla.
Era menester cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada más.
Las luces de una calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente. Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había indicios de que el puente no podía estar lejos.
En efecto, llegó primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre, “Puente Bizen”, escrito en una columna de cemento. En lo alto del pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.
Masako suspiró con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez, para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que se apartó de la oración para murmurar a media voz: “¡Ojalá no la hubiera traído! ¡Es verdaderamente exasperante!”
En aquel mismo instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se había detenido a su lado:
—¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?
Masako no podía contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina, parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina —fuera por obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias plegarias— estaba resuelta a no hablar.
El tono del policía se hizo aún más áspero:
—¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!
Masako decidió que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se precipitaba tras ella.
El policía alcanzó a Masako en la mitad del puente.
—Tratando de escapar, ¿eh? —gritó, tomándola de un brazo.
—¿Quién piensa en escaparse? ¡Me está lastimando! —Masako había gritado impulsivamente. Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.
Mina, a salvo en el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.
Cuando regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que sucedía, reprendió a Mina.
—¿Puedes decirme qué pedías en tus plegarias? —preguntó.
Por toda respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.
Algunos días después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:
—¿Qué pedías? —le preguntó por centésima vez—. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo puedes contar.
Pero Mina sólo esbozaba una sonrisa evasiva.
—¡Eres espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!
Y riéndose, Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la manicura.
La piel elástica y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no supo qué hacer con su mano.

2.- La tradición espiritual japonesa.

a) El sintoísmo.
b) El budismo.
C) Taoísmo.

c) La sentimentalidad japonesa: el ON, el GIMU, el GIRI, el WABI SABI.

*Benedith, Ruth. El crisantemo y la espada. Alianza, 2011.
*Barthes, Roland, El imperio de los signos. Seix Barral, 2011.
*Juniper, Andrew, Wabi Sabi o el arte de la impermanencia japonés. Oniro, 2004.
*Tanizaki, Junichiro. Elogio de la sombra. Siruela, 2010.

1.- La chica del cumpleaños. Haruki Murakami.

El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho, }aquel} viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo }gnocchi} de calabaza y }fritto misto di mare} entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Esa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo.

–No te preocupes -consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas-. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial.

En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería.

Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.

Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi (*).

(¿) Elegante barrio de Tokio famoso por sus restaurantes, bares y discotecas (}N. de la T.})

El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona.

Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora.

Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de }La pequeña Dorrit} de Dickens. Cobraba

y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.

El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones.

Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.

El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.

–El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio.

No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho -dice ella.

Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.

–Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.

–¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante? –Pues sí -dice ella-. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día,

de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.

El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles.

Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que }fuese pollo} era todo lo que se les pedía.

El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre.

La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero.

A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, }mousse} de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.

El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido.

El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.

Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre.

Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.

–Creo que debería ir al hospital -dijo con voz pesada.

Era muy raro que se encontrara mal.

Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ese era otro motivo de orgullo

para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.

Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:

–A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir:

“Aquí tiene su comida”, y dejarla allí.

–La seiscientos cuatro, ¿verdad? -dijo ella.

–A las ocho en punto -insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor.

La portezuela del taxi se cerró y él se fue.

Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez.

Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.

A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.

Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.

Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata.

La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.

–Aquí tiene su cena -dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.

–¿La cena? –Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le

traigo yo la cena en su lugar.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta-. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal? –Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.

–¡Vaya! -exclamó el anciano-.

¡Qué mal! Ella carraspeó.

–¿Desea el señor que le entre la cena? –¡Ah, claro! -dijo el anciano-.

Si tú quieres.

“¿Si yo quiero?”, pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo? El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio.

Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio (*)

(*) Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). (}N. de la T.})

completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá.

Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena.

La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.

–Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? -preguntó ella.

El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.

–¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres.

“Sí, en este momento, eso es lo que quiero”, se dijo ella para sus adentros.

–¿Desea algo más el señor? –No, nada más -respondió el anciano tras pensárselo unos instantes.

Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. “¡Qué bien vestido va!”, pensó ella. “Y tiene muy buen porte para su edad.” –Entonces, con su permiso…

–No, espera un momento -dijo el anciano.

–Sí. ¿Qué desea? –Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? -preguntó el anciano-. Me gustaría hablar contigo.

“¿Jovencita?” Al oírlo, se ruborizó.

–Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos -dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.

–Por cierto, ¿cuántos años tienes? -preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.

–Pues ahora tengo veinte -dijo ella.

–¿}Ahora} tienes veinte? -repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija-. Eso de que }ahora tienes veinte} debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad? –Pues no, señor. Los acabo de cumplir. -Y, tras dudar unos instantes, añadió-: En realidad, hoy es mi cumpleaños.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo-. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.

Ella asintió en silencio.

–Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.

–Pues sí, en efecto.

–¡Ya veo! ¡Ya veo! -exclamó el anciano-. ¡Qué bien! ¡Felicidades! –Muchas gracias -dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ôita en el contestador automático.

–Eso hay que celebrarlo -dijo el anciano-. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto? –Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…

–Por un poco de vino no pasa nada.

Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.

El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.

–¡Feliz cumpleaños! -dijo el anciano-. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.

Brindaron los dos.

“Que ninguna sombra la empañe jamás.” Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar? –Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.

–Sí -repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.

–Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena’

Igual que un hada bondadosa.

–Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.

–Incluso así -dijo el anciano-.

Incluso así. Hermosa jovencita.

El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio.

Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.

–Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente -dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito-. ¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece? Ella asintió, no muy convencida.

–Así, pues -dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca-, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.

Ella sacudió precipitadamente la cabeza.

–¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.

El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.

–¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin -dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro-. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.

–¿Un deseo? -dijo ella con voz seca.

–}Algo que tú quieras}. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien -dijo el anciano alzando un dedo en el aire-. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.

–¿Concederme algo que yo desee? El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.

–Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? -dijo el anciano con voz serena.

Ella me mira de frente.

–Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.

–No, claro que no -digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas-. ¿Y qué deseo le pediste? Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.

–No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas.

Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no.

-Asiento en silencio-. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo }tortellini} con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años! Asiento de nuevo.

–Te comprendo -digo.

–Así que formulé un deseo, tal como me decía -me cuenta ella.

El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.

Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.

–¿O sea que éste es tu deseo? –Sí –Es un deseo muy raro para una chica de tu edad -dijo el anciano-.

Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.

–Si no puede ser, pediré algo distinto -dijo ella. Y carraspeó otra vez-. No importa. Pensaré en otra cosa.

–¡Oh, no, no! -dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera-.

No hay ningún problema. En absoluto.

Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica.

?No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad? Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.

–Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no

puedo ni imaginar qué sería de mí.

Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.

–¡Ah, claro! -dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación-. ¡Ah, claro! –¿Mi deseo es posible? –Por supuesto -dijo el anciano-.

Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.

De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo -una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo- que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco.

Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa.

–¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.

–¿Ya se ha cumplido? –Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil -dijo el anciano-.

Feliz cumpleaños, hermosa jovencita.

Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.

Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.

–¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna -le preguntó el camarero joven.

Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.

–¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.

–Oye, ¿y cómo es el dueño? –Pues, no sé. Apenas lo he visto -respondió ella con indiferencia.

Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro.

Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero.

El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.

–No volví a ver al dueño jamás -dice ella-. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.

Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.

–A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.

Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.

–¿Puedo hacerte una pregunta? -le digo-. Aunque, hablando con propiedad, son dos.

–Sí -dice ella-. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco? –No parece que quieras decírmelo.

–¿Eso parece? Asiento.

Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.

–Los deseos no deben contarse a nadie.

–Ni yo pretendo sonsacártelo -digo-. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de }haber elegido el deseo que elegiste}, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: “¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!”.

–La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.

–¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse? –Sí -dice ella-. El tiempo desempeña aquí un papel importante.

–¿Como en la elaboración de algunas comidas? Ella asiente.

Reflexiono un poco al respecto.

Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.

–¿Y la segunda pregunta? -quiero saber.

–¿Cuál era la segunda pregunta? –Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.

Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.

–Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos -me cuenta-. Un niño y una niña.

Y un }setter} irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Esta es mi vida ahora.

–Pues no parece tan mala, la verdad -digo.

–¿Aunque el parachoques tenga dos

abolladuras? –¡Pero si los parachoques están para ser abollados! –Eso tendría que ir en una pegatina -dice ella-. Los parachoques están para ser abollados.

Le miro los labios.

–Lo que quiero decir -prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado- es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma.

Sólo eso.

–Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: “Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma”.

Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.

Ella hinca un codo en la barra y me mira.

–Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido? –¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños? –Sí -dice.

Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.

–Pues no se me ocurre nada -le digo con franqueza-. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.

–¿Nada? ¿En serio? Asiento.

–¿Ni uno? –Ni uno -digo yo.

Ella vuelve a mirarme a los ojos.

Una mirada muy franca y directa.

–Seguro que ya lo habrás pedido -me dice.

–Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. -En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire-. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

0.- Temario y criterios de evaluación.

TEMARIO

1.- La síntesis entre la tradición espiritual oriental y la occidental contemporánea. Haruki Murakami y Sputnik, mi amor.

2.- La novela como análisis de la realidad. Amélie Nothomb y Estupor y temblores.

3.- La idea de infierno a través de la historia de la literatura. Antología de textos.

4.- William Shakespeare y el concepto de tragedia. El rey Lear.

5.- Los cambios en la manera de narrar en el paso del siglo XIX al XX. Kafka, Proust, Joyce.

Las actividades a evaluar en esta asignatura son las siguientes:

a) Una entrega semanal (o casi) de un comentario sobre los textos de clase. 2’5 p.

b) Un examen trimestral sobre las lecturas del curso. 3’5 p.
1r trimestre: Sputnik mi amor de H. Murakami; Estupor y temblores, de A. Nothomb.

c) La realización de una exposición oral sobre el tema que se te indicará. 1’5 p.

Puedes subir dos puntos la nota si demuestras haber leído algunas de las lecturas optativas, a razón de 1 punto por libro, con un máximo de dos puntos.