Tomado de Quizá todo sea un engaño, de Vanessa Tozzato, tesis doctoral sobre los relatos de CFC.
En este cuento, igual que en muchas historias más de la autora, los lugares son simbólicos y no tienen nombre: hay una ciudad, un pueblo costero donde transcurren las vacaciones, un colegio de monjas situado en un punto impreciso, se cita un pueblo de montaña; tampoco se sabe el nombre de la narradora, con la típica indeterminación del estilo de Fernández Cubas. En “Mi hermana Elba”, la ciudad es donde la familia vive lo cotidiano, el pueblo costero representa el lugar del verano, de los juegos, de la infancia, un espacio libre en el cual las hermanas conseguían lo que quisieran. En cambio el colegio de monjas es el espacio de la autoridad, de las reglas; pero estos espacios tendrán un cambio: el colegio, será el sitio donde la protagonista se hallará delante de lo sobrenatural por primera vez y en la playa se desarrollará la desgracia.
La protagonista y narradora de la historia revela una naturaleza egoísta y egocéntrica; una primera señal se intuye cuando decide quedarse muda con el fin de manipular a los padres y conseguir lo que quiere; otra es cuando intenta controlar también el tiempo, dividiéndolo en “pasos” que ella misma establece en su mente para huir del aburrimiento mientras espera a que llegue el momento de ir al colegio de monjas. Cuando se encuentra allí, su mayor deseo es el de sentirse el centro de atención, la nueva que despierta la curiosidad en las compañeras, pero ellas la consideran nada especial, era una entre muchas. Los días que transcurren lentos y sin novedades le resultan inaguantables, y antes encuentra un refugio en la alienación: “[…] me entretuve en imaginar que yo no era yo, y que todo lo que me rodeaba no era más que el fantasma de un largo y tedioso sueño.”[1] Luego decide conformarse con las otras y con la vida en el internado: la adaptación a la masa y a la autoridad es su única manera para sobrevivir.
Lo que marca un cambio en su rutina es el momento en que se hace amiga de Fátima, una chica de catorce años que solía repetir los cursos por sus escasas capacidades, pero en realidad sabía muchas cosas, simplemente ocultaba sus conocimientos a las monjas. Fátima es una figura rebelde, arrogante, pero a las chicas les parecía especial porque “[…] entraba y salía de las zonas prohibidas a las demás con la mayor tranquilidad del mundo.”[2] Como el personaje de Lúnula, también Fátima conoce muchas historias y sabe manejar perfectamente las palabras, lo que le confiere un aura casi mágica, magnética. Fátima es la persona que introduce a la narradora en una diferente dimensión espacio-temporal, representadas por lo que ella llama “escondites”, una especie de hoyos invisibles donde quien entra puede ver sin ser visto. El primer encuentro con un escondite ocurre una noche, cuando la protagonista sigue a la amiga en el noviciado, zona prohibida a las alumnas; las dos recorren los pasillos, entran en los dormitorios de las monjas y luego en la habitación de las novicias, para hurgar en sus cosas y reírse de ellas, para experimentar el desafío a la autoridad y sus prohibiciones. Al oír los pasos de unas novicias, Fátima “se acurrucó en una de las esquinas del cuarto y, con un gesto rapidísimo, me indicó que me sentara a su lado.”[3] En aquella esquina era imposible que las novicias no las vieran, pero fue así porque era un escondite, donde ellas se habían convertido en invisibles. Habían entrado en otra dimensión donde la transgresión del paradigma de realidad regido por las distinciones real/irreal, normal/anormal compartidas, era total. Estos escondites son una ruptura espacio-temporal, una quiebra en nuestro paradigma de realidad; representan en cierta medida una rebelión a la autoridad, no solamente a la de las monjas sino en general a las normas establecidas de tiempo y espacio y muestran cómo puede haber otra dimensión que se superpone a la conocida.
Los escondites son un umbral entre dos dimensiones, el cual tiene el objetivo de provocar una incertidumbre sobre las propias certezas y por consiguiente una sensación de inestabilidad e inquietud acerca de nuestra misma identidad; la realidad que conocemos ya no aparece la única posible ni la sola. En esta duda acerca de la realidad, en esta quiebra se inserta lo fantástico.
Además, en “Mi hermana Elba”, otra causa de inquietud corresponde también al hecho de que quienes conocen esta dimensión paralela pueden adquirir la invisibilidad y ver sin ser vistos; esto les confiere un poder sobre los otros: pueden controlarlos a su antojo, gracias a la mirada invisible. Aquí las muchachas desafían la que normalmente tiene este poder, la autoridad, porque adquieren ellas mismas la capacidad de control, y esto confirma la idea de que los escondites representan una rebelión contra la autoridad en general: la del paradigma de realidad y la del poder, en este caso el de los adultos.
La protagonista se da cuenta de que la hermana puede resultarle útil para estrechar aún más la amistad con Fátima: Elba, pese a su retraso mental, tiene unas capacidades asombrosas para encontrar los escondites, y descubre nada menos que los “caminos chiquitos”, unos pasajes invisibles que le permiten desplazarse en un instante de un lugar a otro, algo que ni ella ni Fátima logran localizar. Elba es una criatura rara, su nombre tiene un origen celta y significa “la que viene de la montañas”[4], se siente más cómoda en la realidad paralela, entre escondites y caminos chiquitos, donde puede manifestar las capacidades que no le reconocen en el mundo “normal”; allí la consideran como una niña retrasada, en cambio en la otra dimensión, donde todo puede estar al revés,[5] sus problemas se convierten en poderes mágicos que aumentan cada día más; la narradora lo relata en las cartas que envía a Fátima durante las vacaciones de verano: “«No sé cómo lo hace», le escribí en una ocasión, «pero el reloj de la escalera se detiene cuando ella lo mira fijamente.»”108
Elba es como Alicia, que se halla en un mundo paralelo, donde el tiempo es una entidad que ella puede gobernar. Fátima en cambio, a medida que el verano procede, le escribe cada vez menos a la narradora y vuelve al colegio de monjas profundamente distinta, física y carácterialmente porque ha crecido, pero en este caso parece más una metamorfosis, desde un estado de niña a uno de joven mujer, todo en el breve período de un verano. Ahora ya no le interesa entrar en los escondites y lo mismo le pasará a la protagonista también.
Por tanto, entre el mundo de la infancia y el de los adultos hay un umbral; el proceso de abandono de los escondites sería el abandono de la infancia con sus juegos y la entrada en la edad adulta, como una metamorfosis de crisálida a mariposa, en un mundo donde ya no queda espacio para la irracionalidad. La autoridad de la realidad, que la narradora y Fátima habían desafiado y puesto en discusión, ahora se aceptan por completo. Ya no hay espacio para los escondites, porque la realidad paralela ha dejado de aparecer más interesante que la “normal”; ahora es ésta con sus posibilidades la que despierta la curiosidad en las muchachas y los escondites quedan en el olvido, igual que Elba. A la protagonista le interesan las cosas de “este” mundo: los amigos, las vacaciones y el primo de una amiga suya, Damián, quien despierta su primer deseo sexual. Elba en cambio sigue en la infancia, donde probablemente su retraso mental la mantendrá para siempre, y al mismo tiempo se queda también en una realidad paralela, la de los escondites y de los caminos chiquitos.
[1] Fernández Cubas, ob, cit., p. 59.
[2] Ibídem, p. 60.
[3] Ibídem, p. 64.
[4] La montaña a menudo simboliza, en la poética de Cristina Fernández Cubas, el lugar de las brujas y de lo desconocido. Por ejemplo en el cuento titulado “Los altillos de Brumal”, Brumal es una misteriosa aldea situada en la montaña.
[5] El mismo motivo de una dimensión en la cual todo está al revés aparece también en “Los altillos de Brumal”; en Brumal hasta el nombre de la protagonista se pronunciaba al revés. La autora suele nombrar a los personajes sólo si esto sirve de alguna manera al relato o si el narrador es extradiegético. 108 Fernández Cubas, ob. cit., p. 68.