33.- El naturalismo de Emilia Pardo Bazán.

TEXTO A)

Cap. IX.

A la que no se podían poner tachas era a Rita, la hermana mayor. Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza del rostro como la cumplida proporción del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa y masculina prole que debía rendir; bien como el agricultor que ante un terreno fértil no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, pero calcula aproximadamente la cosecha que podrá rendir al terminarse el estío.

TEXTO B)

Cap. XI.

Atendiendo a la niña, Nucha se reanimaba. Cuidábala con febril actividad. Todo se lo quería hacer ella, sin ceder al ama más que la parte material de la cría. El ama, decía ella, era un tonel lleno de leche que estaba allí para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni más ni menos. La comparación del tonel es exactísima: el ama tenía hechura, color e inteligencia de tonel. Poseía también, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entretenía en llenarle el plato o la taza a reverter, en ponerle delante medio pan, cebándola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino por distintas razones, para un etnógrafo investigador. Máximo Juncal refirió a Julián pormenores interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía – valle situado en los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal – las mujeres se distinguen por sus condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos, destripan terrones con la misma furia que antes combatían; andan medio en cueros, luciendo sus fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en sus hombros de cariátide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de varón, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce años, volviendo sólo al país un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas cumplido su oficio de machos de colmena. A veces, en Portugal, reciben nuevas de infidelidades conyugales, y, pasando la frontera una noche, acuchillan a los amantes dormidos: éste fue el crimen del Tuerto protegido por Barbacana, cuya historia había contado también Juncal. No obstante, las hembras de Castrodorna suelen ser tan honestas como selváticas. El ama no desmentía su raza por la anchura desmesurada de las caderas y redondez de los rudos miembros. Costó un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde, que no le cubría la desnuda pantorrilla, por otra más cumplida y decorosa, consintiéndole únicamente el justillo, prenda clásica de ama de cría, que deja rebosar las repletas ubres, y los característicos pendientes de enorme argolla, el torquis romano conservado desde tiempo inmemorial en el valle. Fue una lid obligarle a poner los zapatos a diario, porque todas sus congéneres los reservan para las fiestas repicadas; fue una penitencia enseñarle el nombre y uso de cada objeto, aún de los más sencillos y corrientes; fue pensar en lo excusado convencerla de que la niña que criaba era un ser delicado y frágil, que no se podía traer mal envuelto en retales de bayeta grana, dentro de una banasta mullida de helechos, y dejarse a la sombra de un roble, a merced del viento, del sol y de la lluvia, como los recién nacidos del valle de Castrodorna; y Máximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higiénicos lo era también de las milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y salía del paso apelando a su lectura más reciente.

EPB escribe sus mejores novelas entre 1883 y 1887, cuando el naturalismo triunfa en España. Son los años en que el liberal Sagasta gobierna y la censura instaurada poco antes por Cánovas sufre cierta relajación. Las grandes novelas decimonónicas españolas se publican en esta década: La regenta, Fortunata y Jacinta y Los pazos de Ulloa, las tres influidas por la poética del Naturalismo.

Aparte de las características ideológicas, una gran influencia naturalista fue el principio de composición: aspirar a una novela de argumento verosímil, objetiva, que retratase la realidad sin imponer un punto de vista doctrinal al lector. La técnica flaubertiana del estilo indirecto libre servirá a este efecto.

En España, el naturalismo entró poco a poco desde la década de los setenta. En general, fue un fenómeno mal entendido, apreciado como la recopilación de vicios escabrosos y patológicos, que ofrecía una visión pesimista de la existencia, sin lugar para el humor. Solo fue Clarín, al principio, quien supo ver en las novelas naturalistas un poderoso instrumento de indagación de la vida y del hombre contemporáneos.

EPB ya en 1881, en el prólogo a Un viaje de novios, se muestra partidaria de la “moderna escuela francesa”, aunque no la llama naturalista, y acepta que una novela deba ser un “estudio social, psicológico, histórico».

EPB escribió a favor del naturalismo con sus artículos de La cuestión palpitante, 1883, recopilación de artículos prologada por Clarín. Aunque EPB era ferviente católica y se oponía al determinismo, no ocultaba su admiración por Zola, que “lograba que nos forjásemos la ilusión de ver pensar al héroe”. Por tanto, EPB aceptó la vertiente artística del naturalismo. El propio Zola se extrañó de la adhesión de la autora española, achacándola a que “el naturalismo de esta señora s puramente formal, artístico y literario”.

Por tanto, EPB no fue nunca una naturalista ortodoxa («no soy idealista, ni realista, ni naturalista, sino ecléctica»). Ella creía en un “realismo armónico o sincrético”, es decir, que no renunciase ni a los hallazgos románticos ni a los naturalistas en ningún sentido. Con el tiempo, EPB vivió en París y conoció a Zola: “Ante un mercado, una taberna ,una mina, un almacén, un huerto abandonado, Zola verá vivir con extraña vida, con vida imaginaria (…) y les prestará una personalidad simbólica que ha de conservar siempre”.

EPB señalaba las grandes limitaciones del pensamiento de Zola: su visión materialista del hombre y su concepción utilitaria de la novela. Lo primero le parecía radicalmente condenable desde el pensamiento cristiano («Escribir como si Cristo no hubiese existido, ni su doctrina hubiese sido promulgada jamás, fue el error capital de la escuela»); lo segundo iba en contra de uno de los presupuestos más queridos de su credo estético: «el objeto del arte no es defender ni ofender la moral, es realizar la belleza». También, criticó de Zola que confiase en los hallazgos de Charles Darwin, incompatibles con la visión cristiana de la existencia.

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