Arxiu mensual: maig de 2015

23.- Contenidos y posibles preguntas del último examen de lengua castellana.-

Contenidos:

-HIstoria de la lengua, préstamos lingüísticos

-Eufemismos, tabús y el lenguaje políticamente correcto.

-Sintaxis de la oración subordinada: las sustantivas, adjetivas y adverbiales.

 

Posibles preguntas:

-Identifica y justifica a qué tipo de préstamo lingüístico pertenecen los siguientes préstamos.

-Tipos de “lapsus”…

-Escribe ejemplos de …..ismos (galicismos, germanismos…) y explica además en qué época se incorportan al castellano y qué vocabulario aportan.

-Reescribe el siguiente texto sustituyendo los anglicismos.

-Criterios por los que se acepta un anglicismo

-Sustituye por eufemismos las palabras tabú del siguiente texto.

-ídem, al revés.

– (4 puntos como mínimo) Identifica y justifica de qué tipo de O son las siguiente O subordinadas y e indica también su función sintáctica.

-Escribe un ejemplo de….. ¿O subordinada sustantiva de sujeto? por ejemplo… etc.

22.- Projectes de recerca QB

-El PdR ha de contenir:

a) Una memòria escrita d’unes 30 pàg (mínim) amb la següent estructura inicial:  0.- Introducció (d’on va sorgir la idea, objectius i mètode, quins coneixements de classe utilitzareu..). 1.- Documentació (recerca de projectes similars, lectures, descripcions , hipòtesi inicial…). 2.- Disseny del projecte o treball de camp. Explicat pas a pas. 3.- Conclusions. 

b) Un petit projecte que haureu d’elaborar i ensenyar.

 

GRUPS:

1.- Guillem, Pol, Júlia, Ainara. BIO/ED. FISICA

2.-Albert Vich, Jan, Ignacio, Miguel. TECNO, FÍSICA.

3.- Jordi Vilà, Mourelo, Arnau Rubió, Albert Valverde. INFO, FÍSICA, TECNO.

4.- Mario Coma, Jordi Pastor, Jrodi Leal, Pau Giménez. TECNO.

5.- Laia Corominas, Arnau Rius, Jazmín León, Diogo Diallo. BIO, QUÍMICA.

6.- Maria Salvadó, Andrea Rodríguez, Natàlia, Daniel Guillen, BIO, ED FÍSICA.

7.- Ashmita, Helena, Maria M., Verónica. BIOLOGIA. ANGLÈS.

8.- Ainhoa, Laia, Pilar.

 

 

21.- Preguntas sobre “La lengua de las mariposas”, de Manuel Rivas

1. Al leer el cuento, piensa en el título y en los pasajes donde aparecen las mariposas.  ¿Qué simbolizan las mariposas?  La lengua de las mariposas?  Qué significa el título y por qué llamar este cuento así?  Mira bien también esa primera página del cuento.

2. Cuántos años tal vez tendría el narrador ahora, en el momento de narrar?  Qué tiempo verbal usa para contar la historia?  Qué impacto parece tener esto en el cuento, en lo que decide contar?

3. ¿Cómo era Pardal?  Al leer, añade aquí una lista de sus características.

4. Cómo era el maestro?  Descríbele antes y después del primer día de clase.  Se habla de su posición política, sus opiniones sobre la situación del país?  Al terminar el cuento, piensa en por qué se crea un maestro así?  Simboliza algo el maestro?

5. Para Pardal, cómo imaginaba la escuela antes del primer día?  Con qué se compara? (p.24 del cuento)  Por qué parece haber tenido esta impresión de la escuela?  Quién le había influído y por qué?

6. Qué función tiene la descripción de la trauma que pasó Pardal el primer día que fue a la escuela?  Cómo reaccionan sus padres, el pueblo, el maestro?

7. Cómo describe el pueblo Pardal cuando está encima de la montaña? (p.27 del cuento)  Qué crees que añade a la caracterización del pueblo?  Crees que es contradictoria a la imagen que se ofrece del pueblo al final de la página 27?  Cómo ves la reacción del maestro en este contexto, y qué indica su reacción sobre su propia personalidad y sus principios?

8. Qué importancia tiene haber visto esta experiencia por los ojos de Pardal mismo?  Qué añade a tu lectura y al cuento?

9.  Por qué crees que Rivas (el autor) decide poner este poema en particular como el poema que se lee en clase?  Y por otro lado, qué conotaciones tiene Antonio Machado?

10.  Cuáles son las fuentes de información de la madre sobre el maestro?

11. Qué simboliza el episodio de la mariposa, la cacerola, el angel caído para ti?

12. Después de leer el cuento, cómo entiendes “Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad”?

13.  Por qué crees que hay este interés en bichos?  Por qué Rivas no escogió perros, o países, o arte?  Qué pueden añadir bichos a este cuento, lo que significa, la caracterización de los personajes?

14. Qué revelan las páginas 32-34 sobre el maestro y su personalidad?  Qué es lo que representa el maestro como persona, y para los niños?  Cuáles parecen ser sus principios personales?

15.  La página 33 describe el acto de narrar, su resultado y su impacto.  Qué hace el cuento del maestro para los niños?  Cómo puedes conectar eso con tu propia lectura de este cuento, y lo que el narrador está contando?  Crees que este párrafo representa algo que está intentando decir el narrador sobre su propio acto de contarnos lo que pasó en su niñez?

16. Por qué nunca se olvidará del nombre del pájaro Australiano?

17. Cómo se está desarrollando la relación entre maestro y estudiante?  Cómo describe esa relación el narrador?  Para sus padres, cómo era esa relación?  Según él, qué les daba?  Cómo siente su madre acerca del maestro?

18.  Cuál es la política de los padres de Pardal?  Puedes explicar sus comentarios, sabiendo lo que sabes de la Guerra Civil y la Segunda Republica?

19. Por qué razones (explícitas e implícitas) crees que el padre de Pardal quiere hacerle a Don Gregorio un traje?  Qué revela sobre la personalidad de Don Gregorio su aceptación del traje como regalo (algo que pasó también en cuánto a las meriendas de la madre)?

20. En la página 36 del cuento, se repite una cita.  Dónde se ha visto ya?  Por qué crees que se repite esto?  Qué podría revelar sobre los motivos por narrar o la psicología del narrador?  A dónde va Don Gregorio?

21.  Lee bien la descripción del ambiente en el pueblo (36-37 del cuento).  Cómo se caracteriza el ambiente de pre-guerra?  Escoge dos de las imágenes que más te gusten.  Cómo es diferente el estado de ánimo del maestro (relee la cita en pregunta 20)?

22. Cómo aprenden sus padres de lo que está pasando?  Crees que es significativo la manera en que se enteran?  Por qué mostrar este momento?  Por qué no saltar simplemente a la próxima escena cuando la madre regresa de la misa?

23. Qué significa lo que pasó entre el alcalde y los carabineros?  Qué importancia tiene la manera en que se describe el comienzo de la guerra?  (p.37 del cuento)

24. Cómo está la madre al regresar de la misa?  Y el padre al enterarse de lo que pasa?

25. Por qué crees que de repente, en las últimas páginas, vemos los nombres “reales” del padre y del protagonista?  Qué efecto tiene?

26. Qué tienen que hacer según la madre?  Qué conexión hay entre lo que tiene que hacer el padre y lo que la madre le dice al niño?  Cómo podrías caracterizar este proceso?

27. Quiénes son “los hombres de camisa azul y pistola al cinto”?

28.  Lee como el narrador describe la identidad de los detenidos:  “De algunos no sabía el nombre, pero conocía a todos aquellos rostros…” (40 del cuento).  Qué significa eso para ti?  Qué podría revelar sobre el narrador en tu opinión?

29. Cuál es y cómo explicas la reacción del pueblo?

30. Describe el cambio que sufre el padre.  Escoge las líneas que te parecen revelar ese cambio psicológico.  Cómo se puede explicar este cambio en él?

31. Por qué cambia el niño?  Cuáles son sus motivaciones?  Por qué busca al maestro y no a cualquiera de ellos?  Cómo explicas las palabras que logra decir?

32. Por qué crees que el narrador termina la historia de esta forma?  Pensando en el orden, la estructura de la narrativa, cuáles podrían ser las motivaciones del narrador?  Por qué cuenta esta historia?  Qué revela sobre él?  Por qué crees que usa primera persona para contar lo que pasó?  Qué efecto tiene en tu reacción?

20.- Lectura.- “La lengua de las mariposas” de Manuel Rivas.-

MANUEL RIVAS

 

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS

 

 

—¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas.

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.

—La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.

Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre.

—¡Ya verás cuando vayas a la escuela!

Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal».

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

—¡Ya verás cuando vayas a la escuela!

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía las entrañas.

Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.

—A ver, usted, ¡póngase de pie!

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim.

—¿Cuál es su nombre?

—Pardal.

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las orejas.

—¿Pardal?

No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos.

Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.

Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos.

—Tranquilo, Pardal, ya pasó todo.

Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido cuando se murió la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «Me gusta ese nombre, Pardal.» Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:

—Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.

Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos.

—Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta.

A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

 

Una tarde parda y fría…

 

—Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?

—Una poesía, señor.

—¿Y cómo se titula?

Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado.

—Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación.

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

 

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo y muerto Abel,

junto a una mancha carmín…

 

—Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo? —preguntó el maestro.

—Que llueve sobre mojado, don Gregorio.

 

 

—¿Rezaste? —me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

—Pues sí —dije yo no muy seguro—. Una cosa que hablaba de Caín y Abel.

—Eso está bien —dijo mamá— no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo.

—¿Qué es un ateo?

—Alguien que dice que Dios no existe. —Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

—¿Papá es un ateo?

Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente.

—¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?

Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.

—¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?

—¡Por supuesto!

El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.

—El demonio era un ángel, pero se hizo malo.

La mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.

—Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?

—Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?

—Mucho. Y no pega. El maestro no pega.

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.

—Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo.

Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.

—Las patatas vinieron de América —le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el plato delante.

—¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas —sentenció ella.

—No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz. —Era la primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.

Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía:

—Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal.

Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos:

—No hace falta, señora, yo ya voy comido —insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía—: Gracias, señora, exquisita la merienda.

—Estoy segura de que pasa necesidades —decía mi madre por la noche.

—Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar —sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre—. Ellos son las luces de la República.

—¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.

—¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza.

—Yo voy a misa a rezar —decía mi madre.

—Tú sí, pero el cura no.

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje.

—¿Un traje?

—Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes.

El maestro miró alrededor con desconcierto.

—Es mi oficio —dijo mi padre con una sonrisa.

—Respeto mucho los oficios —dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento.

—¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas.

Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una tormenta.

Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!». Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.

Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.

—¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil.

—¡Santo Cielo! —se persignó mi madre.

—Y aquí —continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen— dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba enfermo.

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.

—Están pasando cosas terribles, Ramón —oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

—Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo.

Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: «Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda». Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».

—Sí que se lo regaló.

—No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!

—No, mamá, no se lo regaló.

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.

—¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!

—Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita! —Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera—. ¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!

Y entonces oí cómo mi padre decía: «¡Traidores!» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!». Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!»

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!» Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso.» Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!»

Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia:

—¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!