CAP. XXIX
El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por lacabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de risa, una cosa repugnante de puro ridícula… Su mujer, la Regenta, que era su mujer, su legítimamujer, no ante Dios, ante los hombres, ante ellos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro, ante todas las ternuras desu alma, la Regenta, su hermana del alma, su mujer, su esposa, su humilde esposa… le había engañado, le había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, de reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los pies con un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín libreen los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, él tenía quecallar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las manos atadas… ¿Quién le tenía sujeto? Elmundo entero… Veinte siglos de religión, millones de espíritus ciegos, perezosos, que no veíanel absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo que erasuplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel… cruel… Cientos de papas, docenas deconcilios, miles de pueblos, millones de piedras de catedrales y cruces y conventos… toda lahistoria, toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes..
CAP XXXIX
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
«—¡Confesión general!» —estaba pensando.— Eso es la historia de toda su vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana. Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus
mayores pecados.
«Ni madre ni hijos.»
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. —Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño,
sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublebaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. —¿Qué habría sido de él?— El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias. Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído:
Sábado, sábado, morena, cayó el pajarillo en trena con grillos y con cadenaaa…
Y esto otro:
Estaba la pájara pintaa la sombra de un verde limón…
Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a
sus hijuelos…
Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.
Julian, he intentado averiguar que davía hacer de deberes para mañana, pero mis compañeros no me lo han sabido explicar, es por esoque hoy te estaba buscando por el instituto. ¿Seria posible que me lo explicaras tu?
Gracias