-Gomorra. Roberto Saviano. 2006. Complemento a “Parlem de drogues”, salida 28/1/13.

También en esto los clanes de Secondigliano van por delante de los demás, y la ventaja es preciosa. Aquí están los Visitantes: los heroinómanos. Los llaman como a los personajes de la serie televisiva de los años ochenta que comían ratas y, bajo una epidermis aparentemente humana, escondían escamas verduscas y viscosas. A los Visitantes los usan como cobayas, cobayas humanos, para experimentar los cortes: comprobar si un corte es dañino, qué reacciones provoca, hasta dónde pueden estirar
el polvo. Cuando los «cortadores» necesitan muchos cobayas, bajan los precios. De veinte euros la dosis, descienden hasta diez. Se corre la voz y los heroinómanos vienen hasta las Marcas y Lucania por pocas dosis. La heroína es un mercado que ha sufrido un colapso brutal. Los heroinómanos, los yonquis, son cada vez menos. Están desesperados. Montan en los autobuses tambaleándose, bajan y suben en los trenes, viajan de noche, hacen autostop, recorren kilómetros a pie. Pero la heroína más barata del continente merece todos los esfuerzos. Los «cortadores» de los clanes recogen a los Visitantes, les regalan una dosis y esperan. En una conversación telefónica reproducida en la orden de custodia cautelar en prisión de marzo de 2005, dictada por el Tribunal de Nápoles, dos hablan de la organización de una prueba, un test con cobayas humanos para probar el corte de la sustancia. Primero se llaman para organizarla:
—Les quitas cinco camisetas… ¿para las pruebas de alergia? Al cabo de un rato se vuelven a llamar:
—¿Has probado el coche?
—Sí…
Refiriéndose, evidentemente, a si había hecho la prueba.
—Sí. ¡Madre mía, colega, una maravilla! Somos los número uno, tendrán que cerrar todos.
Estaban exultantes, contentísimos de que los cobayas no hubieran muerto, más aún, de que hubieran disfrutado mucho. Un corte acertado duplica la venta; si es de la mejor calidad, enseguida es solicitado en el mercado nacional y se hunde a la competencia.
Hasta que no leí este intercambio de frases, no comprendí la escena que había presenciado tiempo atrás. Entonces no lograba comprender qué estaba ocurriendo en realidad delante de mis ojos. Por la zona de Miano, cerca de Scampia, había una decena de Visitantes. Los habían convocado en un descampado, frente a unas naves. Había ido a parar allí no por casualidad, sino porque suponía que sintiendo el hálito de lo real, el caliente, el más auténtico posible, se puede llegar a comprender el fondo de las cosas. No estoy seguro de que sea fundamental observar y estar presente para
conocer las cosas, pero es fundamental estar presente pan que las cosas te conozcan a ti. Había un tipo bien vestido, incluso diría que impecablemente vestido, con un traje blanco, una camisa azul y unos zapatos deportivos recién estrenados. Desplegó un paño de ante sobre el capó del coche. Dentro había unas cuantas jeringuillas. Los Visitantes se acercaron empujándose. Parecía una de esas escenas —idénticas, calcadas, siempre iguales desde hace años— que muestran los telediarios cuando en África llega un camión con sacos de harina. Pero un Visitante se puso a gritar:
—No, no la cojo. Si la regaláis, no la cojo… Queréis matarnos…
Bastó con la sospecha de uno para que los demás se alejaran de inmediato. El tipo parecía no tener ganas de convencer a nadie y esperaba. De vez en cuando escupía al suelo el polvo que los visitantes levantaban al andar y que se le pegaba a los dientes. Con todo, uno se acercó; uno no, una pareja. Temblaban, estaban realmente en el límite. Tenían el mono, como suele decirse. Él tenía las venas de los brazos inutilizables; se quitó los zapatos, pero las plantas de los pies también estaban destrozadas. La chica cogió una jeringuilla del paño y se la puso en la boca para sujetarla mientras le desabrochaba la camisa, lentamente, como si tuviera cien botones, y después clavó la aguja bajo el cuello. La jeringuilla contenía coca. Hacerla fluir por la sangre permite ver en muy poco tiempo si el corte funciona o está mal hecho, si es demasiado puro o de mala calidad. Al cabo de un momento, el chico empezó a tambalearse, le salió un poco de espuma por la comisura de los labios y cayó. En el suelo empezó a tener convulsiones. Luego se tumbó boca arriba rígido y cerró los ojos. El tipo vestido de blanco empezó a telefonear con el móvil.
—Yo diría que está muerto… Sí, vale, le hago el masaje…
Empezó a pisar con el botín el pecho del chico. Levantaba la rodilla y después dejaba caer la pierna con brusquedad. Hacía el masaje cardiaco dando patadas. La chica, a su lado, mascullaba unas palabras que se le quedaban pegadas a los labios:
—Lo haces mal, lo haces mal. Le estás haciendo daño…
Mientras tanto, intentaba, con la fuerza de un colín. Alejarlo del cuerpo de su novio. Pero el tipo estaba incómodo, casi atemorizado por la presencia de ella y de los Visitantes en general:
—No me toques… das asco… No te atrevas a acercarte a mí… ¡no me toques o te disparo!
Continuó dando patadas contra el pecho del chico; luego, con el pie apoyado en su esternón, telefoneó de nuevo:
—Creo que este la ha palmado. Ah, el pañuelo… espera que no encuentro…
Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, lo mojó con agua de una botella y lo mantuvo extendido sobre los labios del chico. Si respiraba, aunque fuera muy débilmente, agujerearía el kleenex y de ese modo demostraría que aún estaba vivo. Una precaución que había tomado porque no quería ni rozar aquel cuerpo. Llamó por última vez:
—Está muerto. Tenemos que hacerlo más ligero…
El tipo montó en el coche, cuyo conductor no había parado ni un segundo de saltar sobre el asiento, bailando al ritmo de una música de la que yo no conseguía oír ni el más leve rumor, pese a que se movía como si estuviera a todo volumen. En unos minutos, todos se alejaron del cuerpo paseando por ese fragmento de polvo. El chico quedó tendido en el suelo. Y su novia lloriqueando. Su lamento también se quedaba pegado a los labios, como si la única forma de expresión vocal que permitiera la heroína fuese una cantinela ronca.
No conseguí entender por qué lo hizo, pero la chica se bajó los pantalones del chándal y, agachándose justo encima de la cara del chico, le orinó en la cara. El pañuelo se le pegó a los labios y a la nariz. Al poco, el chico pareció recobrar el conocimiento: se pasó una mano por la nariz y la boca, como cuando te quitas el agua de la cara al salir del mar. Este Lázaro de Miano resucitado por efecto de quién sabe qué sustancia contenida en la orina se levantó lentamente. Juro que, si no hubiera estado tan desconcertado por la situación, habría proclamado a gritos que era un milagro. En cambio, me puse a caminar arriba y abajo. Lo hago siempre cuando no entiendo qué pasa, cuando no sé qué hacer. Ocupo espacio, nerviosamente. Eso debió de llamar la atención, pues los Visitantes empezaron a acercarse a mí gritando. Creían que tenía alguna relación con el tipo que casi mata a aquel chico. Me gritaban:
—Tú… tú… querías matarlo…
Me alcanzaron; aceleré el paso para dejarlos atrás, pero continuaban siguiéndome, recogiendo del suelo porquerías de toda clase y tirándolas contra iní.Yo no había hecho nada. Pero, si no eres un yonqui, eres un camello. De pronto apareció un camión. Salían a decenas de los depósitos todas las mañanas. Frenó a mi lado, y oí una voz que me llamaba. Era Pasquale .Abrió la portezuela y me hizo subir. No era un ángel de la guarda que salva a su protegido; éramos más bien dos ratones que recorren la misma alcantarilla y se tiran de la cola.
Pasquale me miró con la severidad del padre previsor. Esa expresión que basta por sí sola y ni siquiera tiene que perder tiempo pronunciándose para reprender. Yo, en cambio, le miraba las manos. Cada vez más rojas, agrietadas, cortadas en los nudillos y con las palmas blancas. Es dificil que unas yemas acostumbradas a las sedas y los terciopelos de la alta costura puedan adaptarse a diez horas al volante de un camión. Pasquale hablaba, pero seguían distrayéndome las imágenes de los Visitantes. Monos. Ni siquiera monos. Cobayas. Para probar el corte de una droga que recorrerá media Europa y no puede exponerse a matar a alguien. Cobayas humanos que permitirán a los romanos, los napolitanos, los abruzos, los lucanios y los boloñeses no acabar mal, no perder sangre por la nariz ni echar espuma por la boca. Un Visitante muerto en Secondigliano es solo un enésimo desesperado sobre el que nadie hará indagaciones. Ya será mucho si lo recogen del suelo, le limpian la cara de vómito y de orina y lo entierran. En otros lugares se harían análisis, investigaciones, conjeturas sobre la muerte. Aquí, simplemente: sobredosis.

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