Felicitamos a papá, por haber cumplido ya, cuarenta y cuatro años. Le llamamos al trabajo antes de marcharnos al cole, a menos cuarto o así y le cantamos, todos, el cumpleaños feliz. Se alegró mucho, y quedamos en que por la tarde, después del colegio, me esperaría en el coche, doblando la esquina de Pineda. Le contesté que sí y nos despedimos.
A las ocho y veinte, después de haber preparado los libros y la mochila, nos llama el yayo por el interfono para que bajemos, ya que como papá trabaja nos vino a buscar. Nos esperaba abajo, en el descansillo del portal, sujetando la puerta de hierro con la mano izquierda. Como todas las veces que nos recogía, nos metía prisa, en broma y se reía mientras le dábamos un beso mientras mi hermana le decía que yo había sido el tardón y yo le contestaba que fue al revés. Iba vestido, con una gabardina beige, una braga al cuello y como no, llevaba siempre su boina puesta, cuando no la llevaba, vestía un gorro (cuando hacía frío) o un sombrero de paja o gorra si era verano, para ir al huerto. Entonces mi hermana le daba la mano y nos marchábamos hacía el coche (un Rover azul diesel que debería tener unos trece o catorce años) que estaba aparcado con los intermitentes parpadeando en la acera de enfrente, abría la puerta del copiloto y le pasábamos primero yo y después mi hermana las mochilas y nuestras cosas. Siempre lo hacíamos de este modo, porque mi hermana era la primera en bajar del coche, para ir a pineda, y así podía coger sus cosas con más comodidad, mientras que yo me bajaba un poquito más adelante, en la Gran Vía para entrar en Xaloc. Mientras le pasábamos las mochilas, el abuelo siempre me decía:
— ¡Pero bueno! ¡Cuánto pesa esto!¿eh Pichín?.
O si no traíamos muchos libros, exclamaba: — ¡Hoy no llevas muchos libros, Reverte!.
A continuación, nada más de montar en el coche, nos abrochábamos los cinturones y arrancaba. Entonces, como cada mañana, sintonizaba el 102.0 FM y la inconfundible voz de Federico Jiménez Los Santos, la cual me irrita aún, nos amenizaba el recorrido con su programa de política llamado La Mañana explicándonos la actualidad política de nuestro país. Riéndonos de las peripecias de Zetapé, en el gobierno, o de toda la corte de ministros y menestras de Moncloa, con el inconfundible humor y resignación del Grupo Risa. Todas estas cuestiones planteadas en un programa de radio, con personas, como Luis Herrero o el director del Mundo, Pedro J. , entre otros. Así que en pocos minutos, dependiendo del tráfico y de las obras de la zona, llegábamos a nuestro destino.
Con esto, el reloj ya marcaba las nueve menos veinticinco, y entré por la puerta principal, en el colegio. Donde muchos de los papás, pero sobretodo mamás de los chicos, se quedaban para despedirse y charlar con las otras madres de los amigos de sus hijos.
Seguí caminando hacía delante, pasando por el camino que hay entre la garita del conserje, a mano izquierda, y unas cuantas palmeras, a mano derecha. A continuación, me ajusté mejor la bufanda, ya que hacía un frío tremebundo y continué recto, hasta pasar el oratorio, donde me encontré con el Sr. Gutiérrez, mi profesor de música. Nos saludamos tras lo cual le pregunté por la obra que estaba componiendo. Y me contestó que iba muy bien ya que en junio tendría que estar acabada, ya que viajará a Alemania para estrenarla. Continuamos un ratito más charlando y nos fuimos para la puerta del pabellón de 3º y 4º de la ESO. Allí al subir las escalerillas que hay para salvar un pequeño desnivel, y llegar al patio, me encontré a Jordi y a M. M., de pie, imitando cada uno, de la manera más graciosa, a Monsieur N. (una brillantísima persona, que vale su peso en oro, la cual para mi suerte o desgracia era mi tutor) no podía parar de reír, al observar los movimientos de cuello que hacían junto con los gestos y las muecas que imitaban. Entonces me descolgué la mochila y les pedí que pararan, que no era así como se debía hacer. —¡No lo imitáis bien!, dejadme a mí. —les dije. Y comencé a imitarle y a tartamudear como él lo hacía (y sigue haciendo), balbuceando cosas como las que decía él, en clase de religión:
— No pu-e-des tener a Dios por padre si no tienes a la la inglesia porr madre. ¡He dicho!, ¿ha que os he asustado?, No estoy enfadado.
Jordi A. y M. M, no paraban de reír, entonces se añadió al carro Joan, quien nos recordó aquello que pasó una vez en el curso anterior. Sería pasado navidades, cuando empezó aquella ordinaria y aburrida clase de matemáticas, sino fuera por que mientras monsieur N., estaba explicando en la pizarra, una ecuación de segundo grado, S. A. levantó la mano, para decirle que no lo entendía. Entonces recitó una vez más, su lema favorito: — Pasitos de bebé, chico, pasitos de bebé. Y empezó a explicarlo de nuevo, con todos los pasos que antes se había saltado, y con extra de indicaciones. Pero otra vez mi amigo S. A. levantó la mano y para volverle a decir que no lo entendía, a continuación se lo volvió a explicar, pero aún así no logró entendió. Por eso el profesor pensó que quizás el niño tenía sordera y dijo, medio preguntando, medio vociferando:
—¡¿Lo digo más alto?! — Pero no le contestó, entonces lo volvió a repetir, — ¡¿Lo digo más alto?! — y se subió a una silla, mientras la gente se reía y le
contestaba que sí, por eso volvió a repetirlo otra vez pero con más énfasis mientras se subía en su mesa y le contestaban: ¡Ssííííí! Pero entonces él se quedó callado y contestó, con la gente mirándole inmóvil y callada como una tumba, — Huy, no, que nos van a llamar la atención. Así que las risas y el cachondeo se apoderó del aula, pero por poco tiempo ya que se puso serio y nos dijo que las tonterías SOLO las decía él. Acto seguido volvimos a sacar los cuadernos y ha sumergirnos en el aburrido e interminable mundo de los números.
Entre tanta broma allí a fuera, con mis amigos, dieron las nueve menos cinco y el profesor de guardia, que hoy era “El Sargent”, abrió las puertas del pabellón.
Entramos todos los de ESO 2 a pelotón, como si fueran las rebajas de enero.
En clase, mientras deshacíamos las mochilas, acababa de entrar el Sr. Román, para dar clase de Español, pero como el día anterior hicimos el dichoso psicotécnico, hoy tuvimos que continuar haciéndolo, hasta acabarlo. Por eso, repitió otra vez las normas para realizar el tes y lo repartió.
—Ya sabéis, no lo podéis hacer con boli. Tenéis que pintar los óvalos con el lápiz, para que el lector láser pueda puntuarlo. No empecéis hasta que yo lo indique. — nos radiotransmitió con su peculiar tono de voz, un poco chulesca.
Este primer tes del día, consistía en marcar la respuesta correcta: A, B, C, D o E, que representaban distintas figuras en 3D. Según correspondiera con el dibujo sobre plano en 2D que te mostraban para averiguar la solución. Este cuestionario, era un poco bastante más complejo para quien esto de la representación en tres dimensiones no lo viera muy claro, como es el caso del narrador.
Este, no me ha resultado del todo difícil, aunque en este campo no sea un “crack”, el difícil llegó después. Teníamos treinta minutos para resolver más de cien problemas matemáticos y elegir una de las cinco respuestas correctas. La mayoría de los problemas eran bastante complicados, y las soluciones aún más desconcertantes.
Cuando hubimos acabado esto, me marché a misa, en la ECA con la intención de escabullirme del controlillo de mates de nuestro querido Monsieur N. . Me explico: todo comenzó cuatro días atrás, el lunes, cuando nuestro “profe” de mates acabó su fructífera e inaguantable clase, para todo ser racional, cuando nos entregó unos cuantos folios fotocopiados de un libro suyo, sobre los papas del siglo XVI, para que respondiéramos a unas pocas cuestiones (pudiendo ver las hojas), el jueves, es decir, el pasado 21 de diciembre. Me leí en casa las tres primeras hojas, pero no la cuarta. Entonces el día de antes del control, pensé en llevarme a casa las famosas fotocopias para leérmelas mejor. Pero al día siguiente preparé la mochila sin acordarme de meterlas dentro de la mochila de tal modo que las olvidé. Y por esa razón, se me ocurrió la magnifica idea de ir a misa, bajo el pretexto de preparar mejor la navidad (que tampoco era del todo falso). Pero al volver del oratorio, Juanjo o Jota-jota como le llama el “Sr. De las tres Bes” (por lo del Bueno, Bonito, Barato que solía decir), se rió al decirme que no me había servido de nada, porque se había olvidado las preguntas y lo prorrogó para después del almuerzo. Parece que este profe, me hubiera leído el pensamiento o que fuera pura casualidad. En fin, que me salió el tiro por la culata.
Al acabar el recreo, volvimos otra vez a entrar en el aula, dónde hicimos otro tes que ahora no me acuerdo en que consistía, pero que como lo habíamos acabado antes de tiempo, el profesor decidió empezar la clase que le correspondía ofrecernos si no se hubieran realizado estas pruebas. Por eso, copiando en la libreta de catalán las formulas de física que el “Sr. Conty” escribía en la pizarra, ya que como muchos de la clase no había traído los libros de esta materia por el motivo que antes he explicado, dieron la una y media y salimos al patio, donde charlamos hasta la hora de comer.
Como hace ya dos días, P. Ñ y yo hemos sido capitanes de mesa, y lo seremos, desafortunadamente, hasta el fin del segundo trimestre. Entre mis obligaciones y deberes como Chef de la table se encuentra mi más temida misión: servir los horribles canelones rellenos de… [tres puntos ya que prefiero no indicar de que estaban y siguen estando rellenos los canelones de mi colegio, ni tampoco de que estarán rellenos esos horribles “peixets”, por eso y para que nadie se sienta ofendido, lo dejo todo a la imaginación del lector] y a continuación, cuando Ruphus, “El Percha”, a quien le gritamos cuando nos enfadamos con él: ¡más alto que un pino y más tonto que un pepino. “Lucky Luke”, quién se está creando amistades “peligrosas” y también, como no, su excelencia, mi amigo y colega Aitor “Efe-O” (F de Fdez. y O de Olmo), que desde que soy yo capitán, exige que se le sirva y trate de una forma tan magnífica, refinada y exquisita, que hasta ahora desconocía que fuere un erudito en estas materia y menos que hiciese gala de ellas. Así que el tradicional “pollastre de Nadal” fue servido, con todo su esplendor: unos muslitos de pollo, demasiado huesudos y sin carne que aún teniéndola, estaría repleta de venillas y vasos sanguíneos varios como prueba de la poco cocción que ha recibido (cosa que detesto aunque haya muchos que se coman un “chuletón”de dos a tres centímetros de grosor, chorreando sangre al cortarlo). Por lo tanto yo no probé bocado aquel día, puesto que tal exquisitez no estaba hecha para mi paladar. Decidí reservarme para el postre. Que por ser el último día de colegio del año 2006, nos sirvieron polvorones y tabletitas de turrón, que me comí encantado.
Tras recoger la mesa y colocar las sillas encima amontonadas en un rincón de la sala, bajé al patio y realicé (como todas las tardes) la visita al Santísimo.
Al salir, me esperaban, como habitualmente hacían, J. B, Javi y M. A., o cualquiera de los de la clase y hablábamos sobre los profesores o cosas así, hasta que con su ensordecedor alarido, sonaba la sirena para recordarnos que debíamos volver a clase. Lo peor ya había pasado, sólo quedaban dos horitas para acabar el cole, y terminar el tes, que únicamente nos quedaba por hacer la sección de orientación profesional. Unas ciento cuarenta y pico preguntas del estilo: ¿Te gustaría tener relación con la naturaleza y el medio ambiente? ¿Ayudar a su conservación, ya sea vigilándolo como limpiándolo y en caso de ser necesario, colaborar en las tareas de extinción? Sí, quiero.
Pim pam, pim pam, las terminé en un “pliss”, ya que no tenia más que redondear uno de los cuatro óvalos que había. Las opciones a elegir eran: me gusta, tengo dudas, no me gusta o no se en qué consiste ese trabajo.
Cuando acabamos esto último, el profe nos dejó hacer lo que quisiéramos. Yo me pasé el resto de clase haciendo dibujitos en la libreta de informática hasta que empezó la siguiente temida y escalofriante hora, que era la de Religión.
Monsieur N. entró en clase con cara de estreñido y nos rogó que nos dirigiéramos a la sala de audiovisuales, que haríamos la pruebecita, que por descuido, se olvidó en el despacho. Con el consiguiente aborto de mi plan de escapatoria. Así que como pude, conteste las preguntas y como tardamos solamente diez minutillos, decidió que podía ser bueno que acabáramos de ver el vídeo de Thomas Bécket, que permanecía en el fotograma número ¡ Ya ni me acuerdo!, mientras el protagonista estaba siendo arrestado por los soldados de Su Majestad el Rey de Inglaterra.
En si, la película no estaba del todo mal, el que estaba un poquito mal, y no precisamente de salud, era mi profesor y tutor, ya mencionado anteriormente. Ya que sus comentarios sobre religión, provocaban y ahora mismo están provocando aún, una sensación de rebeldía, indignación y asco; que le hacían a uno querer dejar de ser cristiano y poder tener a mano un par de tapones para los oídos. No exagero, ni una gota, con estas palabras y afirmaciones que con total objetividad he descrito en estas líneas. Esta persona que se metía en embolados de aquí te espero, hablándonos sobre los papas del siglo XVI ( o del siglo deciseis, como decía él) con tal desvergüenza y manipulando, modelando a su favor la historia de la humanidad y de la iglesia, alabando a unos papas como los Borgia u otros de ese estilo, afirmando que eran muy buenas y bellas personas, etc, etc. Entonces, mientras yo me mordía la lengua y guardaba silencio, un compañero mío levantó la mano y le contestó que eso era falso, que esos papas tuvieron hijos y se acostaban con prostitutas; que ellos, no cumplían lo que predicaban. Por eso, mientras S. A. decía esto, Monsieur N. le interrumpió y le contesto, de buen rollo:
—Bueno tío, admito que estos papas fueran un poco “macarrillas”, ¿eh? Unos melenas como decís vosotros, pero eso lo fueron antes de ser papas.
— Entonces, apeló Sergio, reconoce que lo fueron y que lo fueron siendo obispos, usted ya me entiende, antes de ser papa.
Después de haber escuchado tales palabras en ese contexto chulesco con tan poco respeto hacía el profesor, según el profesor. Éste se encolerizó primero, pero continuó por el buen camino y le explicó o le intentó hacer creer (tanto a él, como a nosotros), que si lo decía, era por que de esto sabía un rato, que se había documentado y estudiado el tema.
—Si no te fías de tu profesor, querido S. A., mal vamos. Y por eso, por no creerme, me vas a hacer un trabajo sobre los papas de ese siglo, del deciseis para pasado fiestas.
—Sí, si —le contestó él —ya se lo haré.
—¡¿Cómo dices?! ¿Te estás burlando de mí? Me lo vas a hacer para mañana, aunque sea fiesta.
Así que enfadado, mi compañero, no tuvo más remedio que aguantar el castigo otorgado sin mediar palabra.
Por cierto, se me olvidaba, justo cuando sonaba el timbre y nos poníamos los abrigos, nuestro agotado y cansado tutor, nos repartió las notas y las felicitaciones de Navidad. Cómo me conoce y me tiene ganas de pillar, no me dijo nada sobre el dibujo que había sido seleccionado para los Crhistmas de este año, ya que sabía que fui yo el ganador del concurso, al contrario que los demás profesores del cole, como el de matemáticas (Sr. Sedal) que aunque el muy osado, va a por mí y a por más del noventa y siete por ciento de la clase, me felicitó por el resultado.
Así es que después de felicitar la Navidad y desear mis mejores intenciones para el año 2007, a todos mis compañeros y profesores, incluyendo a mi tutor, me marché hacia Pineda, con la mochila sobre los hombros… Sí, es que el saber pesa, como me dijo el Sr. Lobezno hace dos cursos, aunque como le contesté:
— El saber pesa, señor, pero no en la mochila, sino en la cabeza.
Mi padre, mientras yo iba camino al coche, me esperaba apoyado sobre una farola de la calle por la que llegaba. Por eso, me alegré de verle y le di un beso, después de felicitarle.
— ¡Qué! — le dije—¿No notas ya el peso de otro año más en la sien, papá?
— Pues de momento parece que no —me contestó mientras reía.
Nici
Cena, del mismo día que el anterior.
Mientras estaba mirando sellos en la página francesa de La Poste, sonó el timbre del portal. Mamá que estaba en la cocina, preparando no se qué, les abrió la puerta a los yayos; que venían para felicitar a papá por su cumpleaños.
Por eso prepararon café y merendamos juntos. Y cuando ya eran las ocho y media papá nos alegró con la sorpresa de ir a celebrarlo con los yayos a la Vecchia Trattoria.
Así que allí estábamos, a las nueve en punto, listos para devorar cualquier superficie redonda de masa fina y crujiente con extra de tomate y mozzarella, recién sacada del horno. Tardaron un poquito pero la espera valió la pena. Cuando ya íbamos acabando de comer las pizzas, que las hacen más grandes que un plato de los grandes, y yo no podía dar un bocado mas, mi abuelo me decía que yo estaba desganado y que no tendría fuerza. Todo esto lo decía de broma, claro, y que si había que pegar un puñetazo alguna vez, había que hacerlo. Entonces empezó explicándome una historia que le había ocurrido hace por lo menos treinta y cinco o cuarenta años atrás, cuando él era joven y aún vivía en el pueblo.
—Sabes, Alberto — decía — antes, después de segar o trillar el campo, los jóvenes nos reuníamos en el pocillo1.
— ¿Y para qué os reuníais allí, yayo? — le contesté.
— ¡Qué sé yo! — replicó él — Pues para hablar o esas cosas, digo yo. Por eso, pasé por allí una tarde, y me detuve un rato. Entonces me fijé en que un hombre, con una estaca enorme en la mano derecha, le barrava el paso a otro que venía de la otra calle. Por esa razón, al pasar por allí le voceé:
—¡¿A quién no le han dado en su vida una ostia?!
—¡A mí! — respondió una voz.
De repente…¡Catapún! sonó un tremendo bofetazo ensatándose en la mejilla del otro.
— Entonces, ¿que te dijo ese tío después de la “leche” que le habías atizado? —insistí.
— No me dijo nada, nos marchamos. Cada uno por su lado. Y fíjate si fue fuerte el guantazo que le arreé, que hasta me hice daño en la palma de la mano.
Después del altercado, transcurridos varios días o varias semanas, mi abuelo se volvió a encontrar de nuevo con la misma persona con la que discutió la vez anterior en el pocillo. Pero esta vez estaban fuera del pueblo, a un kilómetro o dos de distancia de este, junto al chorro del río.
— ¡Por aquí no pasas “Jachillo”! — vocifera — ¡Ya te estas dando la vuelta!
— ¡Pero que dices “tonto-pijo”! — le arremetió mi abuelo — Mira que como no te apartes del camino te cojo y te ahogo la cabeza en el río, ¿eh?.
Por suerte, al final no pasó nada e hicieron ambos las paces, ya que la causa de tanto algarabía no había sido nada importante ni grave, por eso se ha quedado como una anécdota que me contó mi abuelo anoche mientras cenábamos.
— Todo esto que te digo del río, era antes, cuando todavía llevaba más agua.
Luego cuando hubo acabado le pregunté quién era aquel hombre del relato, pero lo único que puedo decir, es que aún vive, en Madrid, y viene al pueblo en verano como nosotros. Entonces, cambiando de conversación, me explicó otro relato totalmente diferente aunque transcurrido en la misma época.
Era un día corriente, como otro cualquiera, cuando mi abuelo tenía que presentarse a que le pasaran revista para hacer la guardia, mientras estaba en la mili.
Rápidamente asió del armario el fusil, se lió deprisa las cartucheras con la munición, por el pecho y salió a toda prisa del barracón para ponerse en la fila de los que tenían que pasarles revista. Uno a uno pasó por delante un sargento, por cierto que era catalán, y les miró. Entonces se paró el sargento frente a mi abuelo, diciéndole:
— Pero que “güevos” más grandes tienes “Jorobo” [ pronunciación incorrecta del apellido Jarabo]. Ven y deja el fusil y las cartucheras en su sitio, y te vas a Madrid que hasta la hora de comer no te quiero ver por aquí.
— Sí señor, le respondió mi abuelo encantado, y salió pitando de allí.
Así que vestido con su uniforme salió a ver la ciudad y hasta la hora de comer no regresó.
— Muy bien “Jorobo”, ahora quiero que te marches a Madrid otra vez y no vuelvas hasta la hora de la cena.
— Sí señor claro que sí, se dijo para sus adentros.
Y efectivamente no desobedeció a su sargento y hasta la hora de la cena no volvió, pero cuando se acercaba a la puerta de entrada, corriendo por que empezó a llover, un cabo le paró exigiéndole que le hiciera el saludo, pero entonces…
— ¿Qué pasa aquí cabo? — le preguntó el sargento al que mi abuelo conocía bien.
— Pues vera señor — le contesta el cabo — este soldado se resiste a hacerme el saludo por eso iba a llevármelo a los calabozos, señor.
— ¿Pero es qué está usted tonto cabo? ¡¿Cómo pretende que le haga el saludo a usted si por la escuela pasan al día decenas y decenas de generales y ellos se niegan a que les hagan el saludo y a ti, que no eres nadie, quieres que te lo haga?!
Para aclarar al lector, aclaro que se les hacía el saludo a los superiores porque se trataba de la escuela del estado mayor y como ya sabrán ustedes, pasan por allí al día, un montón de generales y gente de muy alto rango, que si los soldados tuviesen que hacerles el saludo, se pasarían el día levantando y bajando enérgicamente la mano cada vez que vieran a alguno de éstos.
— ¡Ábrale la puerta, que está empezando a gotear!
Mi abuelo y este hombre se llevaron muy bien. Hasta el punto de que el sargento invitó le invitó a almorzar siempre que quisiera donde comían los sargentos. Y así, mi abuelo, muchas mañanas se pasaba por allí a tomar algún tentempié y charlar un rato. Otro día al yayo, un día le llevó a su habitación y le explicó:
— Félix, ¿ves este botijo lleno de vino? Pues te pediría que cada mañana fueras a la cocina y de mi parte pidieras que te lo llenaran de tinto y lo dejaras en aquel estante.
Por eso mientras iba a buscarlo en la cocina había días que entre él y sus amigos hablando se lo trincaban y lo volvían a llenar para su amigo el sargento.
—Fíjate, Alberto, que el sargento del que te hablo, decía que había estado en el pueblo. De dónde eres “Jorobo”, me decía en lugar de Jarabo, de un pueblo de Cuenca que no conocerás, le contesté. ¿Pero de qué pueblo?, que yo he estado en muchos, y puede ser que lo haya visto. Soy de La Peraleja, le dije, a dieciocho kilómetros de Huete. Pues sí que he estado allí, me contestó mientras describía con todo lujo de detalles las afueras del pueblo, dónde ahora están construyendo una casa rural. Y en lo alto del cerro, hay una preciosa ermita blanca y subiendo para la iglesia de san Miguel Arcángel hay unas escaleras muy pinas a las que las llaman la Cuesta Simón y más arriba están “las escuelas” y de ahí se puede bajar a la plaza por la calle de la fuente del avellano ( donde vive “el Conejo”, el abuelo de mi amigo francés Alexis).
Pues me lo voy a tener que creer, le dije riendo. Creételo que es verdad.
Así hubo acabado de explicarme esto mi abuelo, que empezaron a sonar en mi cabeza los primeros versos de una de las poesías, que durante este caluroso verano que hemos dejado atrás, me recitó Faustino, vecino del pueblo de mi madre y de mis abuelos, que vive al lado de la tienda de Encarnita. Con este poema, que hace referencia a este precioso pueblo conquense, titulado: Experiencia de una excursión, al pueblo de La Perpleja, termino este relato. Dice así:
Fue una bonita excursión, Yo te prometo volver,
Que hice con unos amigos, pueblo de La Perpleja,
Tan nobles de corazón, para así poderte ver,
Que de ello fuimos testigos. Pues sin ti, mi alma se queja.
Esa provincia de Cuenca, Gran hombre el que nos llevó,
La que baña el río Júcar, Altruista y desprendido,
Hasta es hermosa y flamenca, magnífico se portó,
Dulce como el blanco azúcar. Y fue de nobleza henchido.
Pueblecito acogedor, No se menciona su nombre,
Llamado La Perpleja, no creo que esto le duela,
Que aquel que la ve de amor, de nombre se llama Ángel*,
El alma henchida le deja. Y de apellido Tudela.
Tiene una preciosa ermita, ¡Adiós Perpleja hermosa!
Que con su Virgen del Monte, Pueblo de Cuenca, la que ancha,
Lleva en su imagen bendita, es lo mismo que una rosa,
Como el más bello horizonte. ¡De esa Castilla-La Mancha!
Es Marcelino Del Saz, Frugal y rica comida,
De este pueblo compañero, adornada del buen vino,
Que siempre ha sido capaz, que es de dioses la bebida,
De entregarse por entero. Y ese queso tan divino.
Pasamos un feliz día, En fin, que no olvidaré,
Y junto a otros compañeros, ese día tan hermoso,
Todos con gran armonía, y muy pronto volveré,
Alegres y bullangueros. ¡A visitarte amoroso!
Nos recogieron muy bien,
En ese pueblo bonito,
Al que doy mi parabién,
Y a todos les felicito.
Nici