Author Archives: nfranch

El fin previsible

Como un barco a la deriva
Sin timón ni navegante,
Transcurre mi triste vida
En un mundo itinerante.
 
Yo, sola en pleno desierto
Rodeada de temores,
La velocidad del día
La lentitud de las noches,
Por todo lo que no sabes
Y por lo que desconoces.
 
Esas sombras que me abruman,
Que tanto me desconciertan.
Luces que apenas alumbran
Ojos entre las tinieblas.
 
No comprendo lo que viene
Me extraña lo que acontece,
Sólo quiero que mi alma
Me fuerce a ser consciente.
 
Distinguir día de noche,
El devenir de la suerte
El futuro del presente.
…Sentir lo que no se siente.
 
Puede que el final me llegue
Por fin podré conocerlo
No es peor ni diferente
Dejar acabar la vida
Y recibir a la muerte.

                            Pseudònim: Llum


Revoloteo

Está ahí, sentada, observándome fijamente.
Simula leer el periódico, pero de una forma bien poco sutil. Ni siquiera pasa de página. Es más, sus ojos se posan sobre mí sin el más mínimo disimulo.
¿Por qué me observa? No acabo de entenderlo.
No acostumbro a sentirme observado cuando alguien lo hace, hasta que me llaman la atención, me saludan y me comentan que llevan espiándome desde hace rato. Ciertas mujeres han llegado al punto de tenerme tirria por ello, por no tener un detector de miradas en mi espalda, una especie de antenita que perciba cuando alguien me mira durante más de dos segundos. No soy tan sensible.
Pero esta vez es difícil.
Es como si ocho mil ojos se dirigieran al unísono hacia mí, como si otearan hasta el último rincón de mi cuerpo. Odio esa sensación de desnudez ante la pasiva mirada de alguien. Odio la frialdad con la que me miran algunos mientras se frotan las manos y sonríen, como el ser que tengo delante. No puedo alzar la vista. Más por el temor a no saber con qué me encontraré.
Agh, odio las moscas. Sobre todo las mal educadas, como la que me mira.

Pseudònim: John Misma


Teoría de lo infinito

El hombre desesperado despierta. Abre los ojos con lentitud, quizá para sentir en menor grado el peso de la realidad, quizá para evitar el dolor en los ojos (provocado por la luz provinente de una ventana mal situada, ¿qué clase de idiota pone una ventana justo de cara a la cama?), o quizá simplemente por costumbre. No se mueve por miedo a que algo le suceda. ¿Quién le ha arrancado de los brazos del plácido sueño que lo acunaba? Algún motivo habrá para despertarse, ¿no?
Oh, sí, el trabajo.
A base de pesados movimientos y gestos lentos, consigue levantarse y a duras penas alcanzar el lavabo. El hombre desesperado se mira: las ojeras son cada día más acentuadas, empiezan a aparecerle arrugas en la frente, alguna cana surge de su larga cabellera, y su barba ha alcanzado una medida de un palmo. Cualquiera le tomaría por un anciano milenario, a excepción de aquellos que le conocen y que saben que nació hará cosa de treinta y cinco años. Evita una lágrima al pensar en ello.
Toma café (de una marca barata, no está la economía como para ponerse exigente). Vuelve a levantarse, algo más activo (que no animado), y se acerca a la ventana.
El hombre desesperado coge aire. Pone la mano en la manilla de la ventana. Cierra los ojos con fuerza, vuelve a respirar, y abre la ventana. Aún con los ojos cerrados, se apoya en el alfeizar. Escucha una voz abajo. «¡Eh, mirad todos arriba, es él!» Aplausos, gritos, silbidos. Miles, millones de voces hablando a la vez. Exigir, exigir, exigir, ¿es que no saben hacer nada más?
El hombre desesperado abre los ojos y los mira con una cara entre siniestra y cansada. Los fanáticos le devuelven la mirada, aunque ellos sonríen. El hombre desesperado pone la mirada sobre uno de ellos, no se para a pensar en quién. Le señala. El fan corre hacia el portal de su casa (entre otros de los personajes que agitan los brazos a su alrededor y que gritan “¡me llama a mí! ¡aparta, idiota!”). Le abre la puerta (otros intentan adentrarse en la portería; los de seguridad lo impiden), y espera a que suba. Rato después, vuelve a sonar el timbre. Abre. «Hola, Dios.», dice el fan. El hombre desesperado empieza a sentirse incómodo. Algún listillo de turno le puso ese mote. El resto de listillos le siguió la corriente (así quizá seguirían aparentando ser inteligentes).
«Es un honor estar aquí con usted en este su hogar, oh gran sabio, todas las palabras son…» Bla, bla, bla, cállate, piensa el hombre desesperado, gente como tú merecería estar pudriéndose en un callejón, piérdete… «…y quizá no sea demasiado por mi parte, pero he traído este humilde regalo para su persona, si quisiera…» ¿Un puñetero pastel? ¿Qué va a hacer el hombre desesperado con un asqueroso pastel hecho a mano? Siéntate, hijo, le dice. ¿Qué te sucede? «Verá, tengo un hijo enfermo que…» ¡Oh, por favor, otro enfermo no, cualquier cosa menos eso! Cuando el fan acaba de explicarle sus problemas, le mira con un fingido interés. Mira, dice el hombre desesperado, el destino de tu hijo ha sido el de estar enfermo. Si alterara este hecho, tendría que alterar el pasado, el presente y el futuro del cosmos todo. «Oh, ya veo… Perdone las molestias, padre Dios. Un honor poder charlar con usted.». El fan se va, dirigiendo su última mirada al pastel.
El hombre desesperado se acerca a la ventana. Vuelve a mirar a la multitud: las caras sonrientes de aquellos que aguardan su decisión, la del fan que ha entrado hace un rato, las de aquellos que escuchan lo que el fan explica que ha sucedido en el salón del hombre desesperado, las de las personas con síndrome de tourette que gritan injurias y a continuación se tapan la boca (con los bolsillos rebosando haloperidol), las de aquellos sin dientes, con la nariz grande, con las orejas de soplillo, ji ji, ese señor de ahí tiene una sola ceja (sí, el hombre desesperado tiene que pensar en pequeños detalles que le alegren el día para seguir una rutina que nunca, nunca jamás acabará).
Vuelve a coger aire y a expulsarlo lentamente. «¿Por qué si eres tan justo tengo yo que estar gordo?», suena abajo. No puede decirles que les creó por accidente, porque entonces se ofenderían. Así que se resigna, y hace pasar al siguiente.

Pseudònim: John Misma


Esperándote junto al mar

Cierro los ojos y me vuelvo a encontrar
en aquél momento,
aquél lugar,
aquél puerto desde el que te vi marchar,
mientras a mis pies rompían las olas…

Me dejaste sentado
en una playa sin mar,
vanamente intentando recordar,
qué olor desprenden las rosas.

Ingratamente te hiciste a la mar,
despojándome de todo recuerdo que pueda evocar,
imaginando de las sirenas el cantar,
de las tempestades las olas.

Aún espero junto al mar,
sentado aún en aquél lugar,
oteando el horizonte sin cesar,
mientras a mis pies rompen las olas…

                 Sinònim: Scherzando

7 de Enero de 2008


Te despiertas a las 10.00 de la mañana, maldiciendo a quien inventó el despertador, cuyo nombre apenas distingues, pero reconoces al acto viendo la forma de sus letras. Es tu despertador CASIO, aquél que te regalaron tus amigos la cuarta vez que te dormiste y llegaste tarde a clase. Tanteas con tu mano la superficie situada detrás de tu cabeza. Dos gruesos Harry Potter, el libro nuevo que te han traído “Los Reyes”, tu móvil, el mp4 y ya por fin, tus gafas. Gruesas, de pasta verde oscuro, con el inequívoco símbolo RV en una de las patillas. Y es que, ¿qué sería de ti sin tus gafas Roberto Verino?
Te levantas y miras a tu alrededor. Es tu último día de vacaciones. Disfrútalo.
Aunque…¿cómo no hacerlo?
Tienes tu portátil nuevo, tus cientos de juegos y juguetes que siempre acabarás dejando de lado por tus también nuevos juegos de videoconsolas. Te mueres de ganas por cantar con el nuevo karaoke que te han regalado para tu PlayStation. Corre, ve y juega con él, pasa el mayor número de horas posible ante el televisor, pues dentro de pocos meses, también él se sumará a la inmensa torre de juegos que atesoras en un rincón de tu habitación, olvidados debido al olvido que ellos mismos provocan, a la expectación que trae consigo cada nuevo ejemplar cuando sale por primera vez al mercado. En el momento en que llega a tu casa, ya se le ha asignado un lugar de reposo. Suya es la cima de la torre (los últimos serán los primeros, ¿no?).

De camino al comedor te topas con tu hermano pequeño, que te dice que ni se te ocurra ocupar la tele, porque ahora le toca a él ver la película emitida anoche, grabada con el genial reproductor-grabadora de DVD último modelo. Discutís. Pero,  ¿qué se ha creído? ¡Ahora te toca a ti cantar!
Al final te sales con la tuya, mientras tu hermano, enfadado, se conforma con ir a su habitación a jugar a su nuevo juego de ordenador.
Enciendes la televisión y conectas los micrófonos al aparato. Alzas la cabeza y te quedas mirando un anuncio que te encanta. Y entonces aparecen. Dos enormes y profundos ojos negros que te miran desde el fondo de sus cuencas de piel pálida y demacrada. Y luego otros, y otros…cientos de ojos negros que te observan mientras pones el disco en la videoconsola, y que te siguen observando, omniscientes, mientras seleccionas el modo de juego y las canciones que deseas cantar. Te miran incluso cuando entonas las letras que aparecen en pantalla, y también cuando completas las diferentes fases del juego satisfactoriamente. Y, surgida de algún extraño lugar de tu ser, una pregunta se alza ante tu mente; mientras yo me dedico a superar fases,  ¿cúantos de esos ojos intentarán superar la muerte? Y te sientes mal. Cierras los ojos y respiras hondo, sacudes tu cabeza varias veces. Pero el dolor sigue ahí. Dolor provocado por la colisión entre razón y sentimientos. Dolor fuertemente arraigado en tu alma, en tu propia naturaleza. Un dolor profundo y antiguo que rivaliza con tu esencia más primitiva: la supervivencia. Cubres ese dolor con diferentes mentiras (no es culpa mía,  ¿yo qué podría hacer?), lo tranquilizas y te mientes a ti mismo diciendo que se ha ido, que lo has apagado. Pero la fiera solamente esta herida. Esperará a otros ojos que la llamen al combate.

Ya más tranquilo, apagas la consola y avisas a tu hermano de que ya puede ver la tele. Abandonas el comedor con la música de un anuncio que desconoces retorciéndote las entrañas, el cual, sin embargo, consigue que tu hermano cante su escalofriante letra:
“todos queremos más, todos queremos más, y más y más, y mucho más”. Y unas palabras te vienen a la mente, un vago recuerdo de una densa clase de Filosofia, sobre las características esenciales del ser humano. Inadaptación, cadena que nos ata a nuestra propia especie, que nos obliga a socializarnos y a compartir, por nuestra gran necesidad de recepción. Plasticidad, surgida de nuestros contactos con nuestros semejantes y que nos hace estar en continuo estado de cambio, provocado por los mensajes que recibimos del entorno. Y, por último, y resultado de las otras dos, insatisfacción, ése gran lobo hambriento que devora todo lo que se cruza en su camino.

El resto de la mañana transcurre sin más incidentes.

Pero llega la tarde, y, con ella, de nuevo el lobo hambriento. Toca sesión de rebajas! Sales de casa a las 15.00 y te unes a la manada. Ves bolsas naranjas de Bershka, azules con grandes U’s blancas (¡no hace falta leerlas para saber que son de Adolfo Domínguez!), y otros muchos contaminantes contenedores de autosatisfacción momentánea.
Entras al centro comercial, subes a la 2ª planta y vuelas hacia la entrada de Zara. Una vez dentro, empieza la pelea. Nos entregamos y fomentamos la cultura del consumismo, aquella única, que no admite diversidad (pues está tristemente globalizada), y ante la cual defino una única actitud general: la hipocresía. Y es que,  ¿quién no se ha comprado nunca nada en las rebajas?(¿y quién no las ha criticado el resto del año?).

Y allí estás tú, al final de una larga cola que lleva a los probadores, con tres pantalones y un jersey que has conseguido extraer de un estante escondido tras la jauría. Menuda cosa más inútil, la cola. ¿Por qué intentar mantener un orden, si ése orden te impide continuar comprando? Así que dejas a tu madre guardándote el sitio y te dedicas a mirar más cosas…
¡Por fin en el vestuario! Te pruebas los primeros pantalones, los marrones que tanto te han gustado…no te caben. ¡Pero si es una 42, la misma que uso de pantalón vaquero! Pues no, no te cabe. Y vuelves al sitio donde lo has cogido, buscando desesperadamente una 44. Y una hilera de 38s te mira con etiqueta burlona y cintura anaeróbica. ¿Qué adulto puede empaquetarse en una 38? Como seres humanos poseemos unas características biológicas propias, y la mayoría de hombres, por el hecho de serlo, son más anchos que una 38, del mismo modo que la biología de la mujer no puede ser entendida sin curvas. Y entonces ves el poder del consumismo, creado por la sociedad, una sociedad que te rodea y te presiona (y aprisiona). Y, ahogado, sales del establecimiento sólo con el jersey, dejando atrás los pantalones, y pensando, compadecido, en aquellos pobres que, tan presionados por el entorno, por su sociedad, por ése pantalón de la talla 38, llenan las salas de urgencias e internados con anemias, anorexias, bulimias, u ocupan cómodos (y caros) divanes en salas de psicoanalistas.

Y, sin poder evitarlo, los vuelves a ver en ellos. Ahí están de nuevo: dos brillantes ojos negros.

Sinònim: Scherzando

R.I.P.

La tentación y la curiosidad por conocer el mundo del Hades llevaron al joven y prometedor Freddy Hauser a introducir sus esmirriados dedillos en el diminuto enchufe de la casa de campo de su tío Simon. Los ciento veinte voltios que atravesaron su cuerpo lo enviaron directamente a Deadtown, la tierra de los muertos, un lugar completamente desconocido para nosotros.

Las oscuras y estrechas calles de Deadtown estaban a rebosar de bares. Eran amplios locales donde todos los muertos bebían cerveza eternamente, en silencio y escuchando el Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart. Esa era la eterna rutina de un muerto del siglo veintiuno.

Desde que llegó, el joven Freddy Hauser decidió adoptar una postura rebelde. Tenía la esperanza de encontrarse con un mundo divertido y salvaje como tantas veces había visto reflejado en las películas del gran Tim Burton. No había felicidad en aquellas calles y la idea de quedarse eternamente bebiendo cerveza en un bar le parecía totalmente absurda. No pensaba hacerlo.

Fygelmonder era un cadáver de lo más peculiar y se encargaba de vigilar que todos los recién llegados se adaptasen a las leyes del inframundo. Cuando detectó la postura rebelde de Freddy, Fygelmonder decidió llamar al ejército de esqueletos de Deadtown. No podían permitirse revolucionarios.

De la nada surgió un esquelético ejercito de huesos que avanzó violentamente hacía el joven Freddy Hauser, quien hecho a correr hacía la cumbre del lúgubre y siniestro monte Montaing en busca de refugio. El tenebroso ejército del inframundo corrió tras él asustándolo y llenándolo de temor. 

Pocos minutos después de que Freddy consiguiera ocultarse entre los matorrales del monte Montaing apareció una figura imponente. Era la muerte, un vigoroso esqueleto embutido en una oscura capa y con una guadaña en la mano izquierda. Escapar de la muerte es algo imposible. Eso mismo pensó el joven Freddy Hauser cuando las frías cuchillas de aquella guadaña rasgaron todos sus huesos.

Freddy despertó de aquella pesadilla. Volvió al mundo real. Estaba sentado en un bar, tomando una cerveza, lentamente, escuchando el Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart…

                                      Pseudònim: Ratón Callejero


Si algún día me pierdo

Si algún día me pierdo
Búscame solo en un lugar
Un lugar amado
Por el que se ha marchado

Solo allí iré
Solo allí moriré
Y solo allí me enterraré

Probablemente me marche
Si cambiar no puedo
Y antes de partir algo diré
¿Quién sabe lo que haré?

Por ese sendero
De pequeña caminé
Y antes de que muera
Por ese sendero volveré

Mi tierra,
Tierra querida y perdida
Amada y desconocida.

 

                    La Pitón

El clásico

Ring Ring… Se acaba la clase de sociales, llega el fin de semana y no es uno cualquiera. Se juega el clásico de fútbol español, posiblemente el partido más visto en toda la nación. Salimos de clase y nosotros, los alumnos, empezamos a discutir y defender nuestros colores; no es para menos. No importa lo que entiendas o dejes de entender del deporte rey, más bien lo que importa aquí, es el sentimiento que pueda tener cada uno hacia su equipo. El partido es el domingo a las 19:00 h. Después de interminables batallas, PPV es el canal que se ha hecho con los derechos para transmitir el partido. Este fin de semana, mi padre, otro amante del fútbol y por supuesto del Barça, viene a ver conmigo el encuentro.

En las noticias, en el apartado de los deportes, no se habla nada más que no sea el partido; “El Madrid ha llegado al aeropuerto del Prat en medio de un recibimiento hostil de los aficionados”. En las ruedas de prensa previas al gran duelo, Rijkaard y Schuster ya han cruzado las primeras frases y ya todo empieza a caldearse. Al fin, hoy sábado, después de una buena comida y una buena siesta, mi padre y yo nos dirigimos al coche para iniciar el camino hacía el Camp Nou. En el ambiente se huele esa sensación de fútbol, de partido “grande”. Ponemos la radio y escuchamos, como siempre, nuestro fiel “amigo” Pepe Domingo (Un purito). No para de repetir lo mismo una y otra vez; “Hoy es un partido estelar, un partido para las estrellas”.

Son aproximadamente las 18:00 h. y después de aparcar, andamos hacía el estadio. El ambiente es impresionante y la gente ya empieza a cantar los típicos cánticos. Esto es un Barça-Madrid.  

 

                                          Pseudònim: Surf

Pasión de un blanquiazul

Estábamos a 16 de mayo, empezaba a tener frío, el cambio de temperatura no era el mismo que en la ciudad condal, estaba en Glasgow.

Mi padre y yo teníamos dos entradas para ver la final de la UEFA, donde nuestro equipo, el Espanyol, se las vería con el temible equipo andaluz.

Después de comer en el hostal donde nos encontrábamos, el autocar nos llevó hasta el estadio. Eran las cinco de la tarde y había un ambiente impresionante. Un poco mas tarde mi padre y yo decidimos canjear las entradas por pasar a la otra parte de las enormes rejas. Antes de llegar a la gradería, nos esperaban unas cuantas escaleras por subir. Tenía una sensación increíble, se podía oler perfectamente la húmeda hierba, ese olor que todos sentimos antes de presenciar un autentico partido. Al fondo ya veía la puerta que daba al estadio y a nuestros asientos, podía distinguir los focos enormes que daban luz al acontecimiento. Cada vez estaba mas cerca, cada vez notaba vibrar mas el estadio y cada vez mi corazón latía mas deprisa. Justo antes de llegar, cerré los ojos. No había problema de que me tropezara con un escalón, mi papá me tenía cogido de la mano y bien vigilado. Al fin, traspasé esa puerta aún con los ojos cerrados, al abrirlos… comenzó mi sueño.

Estaba ante una “Final cup”, como ponía en mi entrada.

Pseudònim: Surf