7 de Enero de 2008


Te despiertas a las 10.00 de la mañana, maldiciendo a quien inventó el despertador, cuyo nombre apenas distingues, pero reconoces al acto viendo la forma de sus letras. Es tu despertador CASIO, aquél que te regalaron tus amigos la cuarta vez que te dormiste y llegaste tarde a clase. Tanteas con tu mano la superficie situada detrás de tu cabeza. Dos gruesos Harry Potter, el libro nuevo que te han traído “Los Reyes”, tu móvil, el mp4 y ya por fin, tus gafas. Gruesas, de pasta verde oscuro, con el inequívoco símbolo RV en una de las patillas. Y es que, ¿qué sería de ti sin tus gafas Roberto Verino?
Te levantas y miras a tu alrededor. Es tu último día de vacaciones. Disfrútalo.
Aunque…¿cómo no hacerlo?
Tienes tu portátil nuevo, tus cientos de juegos y juguetes que siempre acabarás dejando de lado por tus también nuevos juegos de videoconsolas. Te mueres de ganas por cantar con el nuevo karaoke que te han regalado para tu PlayStation. Corre, ve y juega con él, pasa el mayor número de horas posible ante el televisor, pues dentro de pocos meses, también él se sumará a la inmensa torre de juegos que atesoras en un rincón de tu habitación, olvidados debido al olvido que ellos mismos provocan, a la expectación que trae consigo cada nuevo ejemplar cuando sale por primera vez al mercado. En el momento en que llega a tu casa, ya se le ha asignado un lugar de reposo. Suya es la cima de la torre (los últimos serán los primeros, ¿no?).

De camino al comedor te topas con tu hermano pequeño, que te dice que ni se te ocurra ocupar la tele, porque ahora le toca a él ver la película emitida anoche, grabada con el genial reproductor-grabadora de DVD último modelo. Discutís. Pero,  ¿qué se ha creído? ¡Ahora te toca a ti cantar!
Al final te sales con la tuya, mientras tu hermano, enfadado, se conforma con ir a su habitación a jugar a su nuevo juego de ordenador.
Enciendes la televisión y conectas los micrófonos al aparato. Alzas la cabeza y te quedas mirando un anuncio que te encanta. Y entonces aparecen. Dos enormes y profundos ojos negros que te miran desde el fondo de sus cuencas de piel pálida y demacrada. Y luego otros, y otros…cientos de ojos negros que te observan mientras pones el disco en la videoconsola, y que te siguen observando, omniscientes, mientras seleccionas el modo de juego y las canciones que deseas cantar. Te miran incluso cuando entonas las letras que aparecen en pantalla, y también cuando completas las diferentes fases del juego satisfactoriamente. Y, surgida de algún extraño lugar de tu ser, una pregunta se alza ante tu mente; mientras yo me dedico a superar fases,  ¿cúantos de esos ojos intentarán superar la muerte? Y te sientes mal. Cierras los ojos y respiras hondo, sacudes tu cabeza varias veces. Pero el dolor sigue ahí. Dolor provocado por la colisión entre razón y sentimientos. Dolor fuertemente arraigado en tu alma, en tu propia naturaleza. Un dolor profundo y antiguo que rivaliza con tu esencia más primitiva: la supervivencia. Cubres ese dolor con diferentes mentiras (no es culpa mía,  ¿yo qué podría hacer?), lo tranquilizas y te mientes a ti mismo diciendo que se ha ido, que lo has apagado. Pero la fiera solamente esta herida. Esperará a otros ojos que la llamen al combate.

Ya más tranquilo, apagas la consola y avisas a tu hermano de que ya puede ver la tele. Abandonas el comedor con la música de un anuncio que desconoces retorciéndote las entrañas, el cual, sin embargo, consigue que tu hermano cante su escalofriante letra:
“todos queremos más, todos queremos más, y más y más, y mucho más”. Y unas palabras te vienen a la mente, un vago recuerdo de una densa clase de Filosofia, sobre las características esenciales del ser humano. Inadaptación, cadena que nos ata a nuestra propia especie, que nos obliga a socializarnos y a compartir, por nuestra gran necesidad de recepción. Plasticidad, surgida de nuestros contactos con nuestros semejantes y que nos hace estar en continuo estado de cambio, provocado por los mensajes que recibimos del entorno. Y, por último, y resultado de las otras dos, insatisfacción, ése gran lobo hambriento que devora todo lo que se cruza en su camino.

El resto de la mañana transcurre sin más incidentes.

Pero llega la tarde, y, con ella, de nuevo el lobo hambriento. Toca sesión de rebajas! Sales de casa a las 15.00 y te unes a la manada. Ves bolsas naranjas de Bershka, azules con grandes U’s blancas (¡no hace falta leerlas para saber que son de Adolfo Domínguez!), y otros muchos contaminantes contenedores de autosatisfacción momentánea.
Entras al centro comercial, subes a la 2ª planta y vuelas hacia la entrada de Zara. Una vez dentro, empieza la pelea. Nos entregamos y fomentamos la cultura del consumismo, aquella única, que no admite diversidad (pues está tristemente globalizada), y ante la cual defino una única actitud general: la hipocresía. Y es que,  ¿quién no se ha comprado nunca nada en las rebajas?(¿y quién no las ha criticado el resto del año?).

Y allí estás tú, al final de una larga cola que lleva a los probadores, con tres pantalones y un jersey que has conseguido extraer de un estante escondido tras la jauría. Menuda cosa más inútil, la cola. ¿Por qué intentar mantener un orden, si ése orden te impide continuar comprando? Así que dejas a tu madre guardándote el sitio y te dedicas a mirar más cosas…
¡Por fin en el vestuario! Te pruebas los primeros pantalones, los marrones que tanto te han gustado…no te caben. ¡Pero si es una 42, la misma que uso de pantalón vaquero! Pues no, no te cabe. Y vuelves al sitio donde lo has cogido, buscando desesperadamente una 44. Y una hilera de 38s te mira con etiqueta burlona y cintura anaeróbica. ¿Qué adulto puede empaquetarse en una 38? Como seres humanos poseemos unas características biológicas propias, y la mayoría de hombres, por el hecho de serlo, son más anchos que una 38, del mismo modo que la biología de la mujer no puede ser entendida sin curvas. Y entonces ves el poder del consumismo, creado por la sociedad, una sociedad que te rodea y te presiona (y aprisiona). Y, ahogado, sales del establecimiento sólo con el jersey, dejando atrás los pantalones, y pensando, compadecido, en aquellos pobres que, tan presionados por el entorno, por su sociedad, por ése pantalón de la talla 38, llenan las salas de urgencias e internados con anemias, anorexias, bulimias, u ocupan cómodos (y caros) divanes en salas de psicoanalistas.

Y, sin poder evitarlo, los vuelves a ver en ellos. Ahí están de nuevo: dos brillantes ojos negros.

Sinònim: Scherzando

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