CAPÍTULO 1. EN TRAFALGAR SQUARE
Willy Winckelmann estaba ansioso por conseguir un nuevo local donde poder ubicar su prestigiosa tienda de golosinas. El antiguo local de la calle Fleet se había quedado demasiado pequeño para abastecer la creciente demanda de dulces, que venía en aumento desde hacía unos cuantos años.
-¿Le interesa alguna zona en concreto, caballero? –preguntó el señor Ullman al tiempo que se hurgaba la nariz con el dedo índice.
Andrew Ullman era uno de los empresarios más reputados de Londres. Como magnate inmobiliario, tenía a su disposición la mayor parte de las viviendas y locales de la ciudad.
-¡Obviamente señor Ullman! Busco una zona frecuentada por niños. Es a ellos a quienes hago felices y lleno de ilusión con mis dulces. –contestó Willy mostrándose algo impaciente.
-Déjeme pensar… –respondió Ullman al tiempo que se manoseaba los genitales apasionadamente.- Tengo uno, en Trafalgar Square, creo que es perfecto para usted. Goza de amplios espacios y cuenta con una ventilación excepcional.
Andrew Ullman abrió uno de los cajones de su gran mesa de roble. Allí tenía los planos del local que le había mencionado al señor Winckelmann. Ullman clavó la mirada en ellos, vaciló unos segundos, y finalmente los cogió cuidadosamente para entregárselos a su cliente.
A simple vista no parecía gran cosa, pero Willy no tardó en descubrir que el local triplicaba el tamaño de su antigua tienda. Willy estaba rebosante de alegría. Acababa de encontrar el local que tanto había estado buscando.
-¡Me parece perfecto que se haya decidido tan rápido! –exclamó Ullman algo excitado.- Pero antes de todo me gustaría comentarle una pequeña curiosidad, un pequeño detalle…
-¡Haga el favor! ¡Ahórrese esas pequeñeces! –contestó Willy enojado.- He estado esperando dos horas y media en su sala de espera, no me caliente la cabeza con detalles superficiales. He de ponerme manos a la obra para abrir el negocio cuanto antes.
Cuatro semanas después la nueva tienda de golosinas del señor Willy Winckelmann ya estaba en marcha.
CAPÍTULO 2. LA DESDICHADA AVENTURA DEL PEQUEÑO BILLY
El pequeño Billy Winfrey, como todas las mañanas, brincaba alegremente por las calles de Londres. Le encantaba comer bombones y chupar caramelos, afición que se veía claramente representada en su oronda y abultada panza. Su madre lo sometía a una rigurosa dieta rica en frutas y verduras, pero el pequeño Billy Winfrey pasaba absolutamente de su madre, de su nutricionista y de todo el mundo. Su único afán en esta vida era comer dulces.
Cuando el chico vio la nueva tienda de golosinas del señor Willy Winckelmann, en Trafalgar Square, se le hizo la boca agua. Su corazón le decía que entrase, pero su estómago se lo exigía desde los rincones más recónditos de sus grasientas entrañas. Billy, esclavo de sus impulsos, entró decidido.
La tienda estaba repleta de golosinas y bombones. El pequeño Billy jamás había visto tantos dulces juntos. Era como un sueño. Su sebosa mano se estaba extendiendo hacía un par de tentadores bomboncillos que se encontraban en una de las estanterías, pero la ausencia del encargado de la tienda le frenó el impulso. Billy era un cerdo glotón, pero no un ladrón.
Si quería llevarse algo a la boca primero debía encontrar al encargado. Quizás se encontraba detrás del mostrador, tras la pequeña puerta azul que estaba entornada…
Billy cruzó el umbral de la puerta. Tras ella se encontraba un pequeño almacén. El joven percibía un olor a chocolate caliente y se imaginaba a sí mismo buceando en un mar de cacao. No había ni dios, pero el chico se sentía en el paraíso.
El vistoso reloj de pared marcaba las doce y media del mediodía. Se estaba haciendo tarde. Eso mismo pensó el pequeño Billy Winfrey antes de que un brutal hachazo en la espalda esparciera sus órganos por el suelo y salpicase la pared de sangre.
CAPÍTULO 3. TURISTAS FRANCESES
Un músico, un dramaturgo y un actor caminaban borrachos y alegres por las calles de Londres. Eran las seis de la tarde y los tres jóvenes bohemios llegados de Francia andaban completamente perdidos en busca de un hospicio donde poder pasar la noche.
-¿Ya hemos llegado al hotel? –preguntó el actor, que sujetaba una botella de ginebra en su mano derecha.
-¡Pero no ves que estamos en la calle, imbécil! –contestó el músico con la voz ronca.
-¿Hemos llegado ya? –preguntó está vez el dramaturgo.
-¡El otro! ¿Pero sois los dos idiotas o que os pasa? –respondió de nuevo el músico, harto de soportar a sus cargantes compañeros.
Gaston Berley, el músico, había bebido tres botellas de vodka aquel día, una cantidad irrisoria e insignificante para un tipo que llevaba pegado a la botella desde los cuatro años. Gaston era prácticamente inmune al alcohol.
Al caer la noche, una extraña serie de coincidencias condujo a los tres bohemios hacía la tienda de golosinas de Willy Winckelmann. No tenían dónde dormir y esperaban que el dueño de aquel negocio les orientara un poco.
El señor Willy Winckelmann se encontraba tras el mostrador con una malévola sonrisa en el rostro.
-¡Oh señor! ¿Puede ayudarnos? –imploró Gaston con un horrible acento francés. -Verá señor, no somos de aquí y andamos buscando un lugar para pasar la noche. ¿Conoce alguno? No quisiéramos dormir en la calle, estamos muertos de frió.
-¿Muertos? –preguntó Willy mientras se frotaba las manos maliciosamente. -¡Igual que el cadáver que tengo escondido en la trastienda!
A los tres bohemios no les pareció extraño ese comentario. Es más, lo identificaban con el humor inglés del que tanto habían oído hablar. Simplemente les parecía una broma en boca de un hombre simpático.
-¡Ya es demasiado tarde para vagabundear en busca de hospicio! Puedo invitarles a dormir en este mismo local –dijo el señor Willy.
Los jóvenes artistas siguieron a Willy hacía el almacén, donde preparó un dormitorio improvisado con tres colchones y un poco de cartón.
-Que duerman bien queridos amigos –dijo Willy al tiempo que apagaba las luces y se marchaba.
Los chicos estaban gratamente sorprendidos ante tanta amabilidad por parte de aquel desconocido. Así pues, se pusieron a pegar ojo pensando en su vieja y añorada Francia.
A altas horas de la madrugada, Berley el músico se levantó para ir al retrete. Estaba medio dormido y su difusa visión no le permitió ver los cadáveres mutilados de sus dos compañeros, que yacían en el suelo con los sesos desparramados por toda la sala. Tampoco se percató de la presencia del señor Willy, quien sostenía un enorme martillo de hierro. Supongo que ya sabéis donde fue a parar el martillito…
CAPÍTULO 4. LA DESESPERACIÓN DE WILLY
Ya era demasiado tarde, pero Willy Winckelmann se acababa de dar cuenta de que había matado a cuatro de sus clientes. Su mente se había vuelto perversa y cruel desde que estaba en aquel nuevo local.
Willy recordó a Andrew Ullman. Recordó que le quería comentar un pequeño detalle sobre el local. Seguramente se refería a lo que estaba experimentando él. Seguramente se refería al trastorno mental que provocaba permanecer más de dos horas en aquel diabólico lugar.
Pseudònim: Ratón Callejero