El hombre desesperado despierta. Abre los ojos con lentitud, quizá para sentir en menor grado el peso de la realidad, quizá para evitar el dolor en los ojos (provocado por la luz provinente de una ventana mal situada, ¿qué clase de idiota pone una ventana justo de cara a la cama?), o quizá simplemente por costumbre. No se mueve por miedo a que algo le suceda. ¿Quién le ha arrancado de los brazos del plácido sueño que lo acunaba? Algún motivo habrá para despertarse, ¿no?
Oh, sí, el trabajo.
A base de pesados movimientos y gestos lentos, consigue levantarse y a duras penas alcanzar el lavabo. El hombre desesperado se mira: las ojeras son cada día más acentuadas, empiezan a aparecerle arrugas en la frente, alguna cana surge de su larga cabellera, y su barba ha alcanzado una medida de un palmo. Cualquiera le tomaría por un anciano milenario, a excepción de aquellos que le conocen y que saben que nació hará cosa de treinta y cinco años. Evita una lágrima al pensar en ello.
Toma café (de una marca barata, no está la economía como para ponerse exigente). Vuelve a levantarse, algo más activo (que no animado), y se acerca a la ventana.
El hombre desesperado coge aire. Pone la mano en la manilla de la ventana. Cierra los ojos con fuerza, vuelve a respirar, y abre la ventana. Aún con los ojos cerrados, se apoya en el alfeizar. Escucha una voz abajo. «¡Eh, mirad todos arriba, es él!» Aplausos, gritos, silbidos. Miles, millones de voces hablando a la vez. Exigir, exigir, exigir, ¿es que no saben hacer nada más?
El hombre desesperado abre los ojos y los mira con una cara entre siniestra y cansada. Los fanáticos le devuelven la mirada, aunque ellos sonríen. El hombre desesperado pone la mirada sobre uno de ellos, no se para a pensar en quién. Le señala. El fan corre hacia el portal de su casa (entre otros de los personajes que agitan los brazos a su alrededor y que gritan “¡me llama a mí! ¡aparta, idiota!”). Le abre la puerta (otros intentan adentrarse en la portería; los de seguridad lo impiden), y espera a que suba. Rato después, vuelve a sonar el timbre. Abre. «Hola, Dios.», dice el fan. El hombre desesperado empieza a sentirse incómodo. Algún listillo de turno le puso ese mote. El resto de listillos le siguió la corriente (así quizá seguirían aparentando ser inteligentes).
«Es un honor estar aquí con usted en este su hogar, oh gran sabio, todas las palabras son…» Bla, bla, bla, cállate, piensa el hombre desesperado, gente como tú merecería estar pudriéndose en un callejón, piérdete… «…y quizá no sea demasiado por mi parte, pero he traído este humilde regalo para su persona, si quisiera…» ¿Un puñetero pastel? ¿Qué va a hacer el hombre desesperado con un asqueroso pastel hecho a mano? Siéntate, hijo, le dice. ¿Qué te sucede? «Verá, tengo un hijo enfermo que…» ¡Oh, por favor, otro enfermo no, cualquier cosa menos eso! Cuando el fan acaba de explicarle sus problemas, le mira con un fingido interés. Mira, dice el hombre desesperado, el destino de tu hijo ha sido el de estar enfermo. Si alterara este hecho, tendría que alterar el pasado, el presente y el futuro del cosmos todo. «Oh, ya veo… Perdone las molestias, padre Dios. Un honor poder charlar con usted.». El fan se va, dirigiendo su última mirada al pastel.
El hombre desesperado se acerca a la ventana. Vuelve a mirar a la multitud: las caras sonrientes de aquellos que aguardan su decisión, la del fan que ha entrado hace un rato, las de aquellos que escuchan lo que el fan explica que ha sucedido en el salón del hombre desesperado, las de las personas con síndrome de tourette que gritan injurias y a continuación se tapan la boca (con los bolsillos rebosando haloperidol), las de aquellos sin dientes, con la nariz grande, con las orejas de soplillo, ji ji, ese señor de ahí tiene una sola ceja (sí, el hombre desesperado tiene que pensar en pequeños detalles que le alegren el día para seguir una rutina que nunca, nunca jamás acabará).
Vuelve a coger aire y a expulsarlo lentamente. «¿Por qué si eres tan justo tengo yo que estar gordo?», suena abajo. No puede decirles que les creó por accidente, porque entonces se ofenderían. Así que se resigna, y hace pasar al siguiente.
Pseudònim: John Misma