¡Tenía que pasar! Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra | 4 Junio, 2011
xgeis | 22 juny 2011Son innumerables las ocasiones en las que hacemos juicios infundados sobre el prójimo. Guiados por las apariencias, por los prejuicios, por los estereotipos o por los intereses, hacemos valoraciones o descalificaciones completamente gratuitas, especialmente sobre aquellas personas a quienes no apreciamos.
A un alumno que es etiquetado como agresivo se le atribuye la autoría de una pelea, incluso en un día que, por enfermedad, no acude al Colegio. A un gitano se le cataloga de vago, sin conocerlo, aunque sea un trabajador infatigable. Algunos inmigrantes estarán bajo sospecha de ser delincuentes a través de una conexión causal arbitraria realizada insistentemente por algunos políticos torpes o malintencionados.
Este proceder no sólo atenta a la lógica sino a la ética. No existe rigor alguno en estas conclusiones, no se utiliza una argumentación consistente y racional para llegar a ellas. Sólo una gratuita precipitación presidida por la antipatía y el rechazo. Tampoco existe respeto a quien se hace objeto de una valoración negativa. El respeto al que toda persona es acreedora por su congénita dignidad.
Explicaré esta idea con una historia elocuente. Muchas personas podríamos reconocernos en ella.
Dos familias viven en una urbanización con jardín compartido. Los hijos de las respectivos matrimonios piden a sus padres que les compren como mascota un animal. A uno de los niños le gustaría tener un conejo. Al otro, un Doberman. Cuando el padre del niño que quiere tener el conejo conoce la petición del amigo de su hijo dice que no es posible hacer el regalo a su hijo porque el Doberman acabará con el conejo en un segundo.
– No, dice la madre, si los vecinos compran un cachorro de Doberman. El perro aprenderá a jugar con el conejo y podrán crecer felices en el jardín cuidados por los niños.
Compran los animales: un conejo y un cachorrito de Doberman. Conviven los animales en el jardín, juegan juntos, corretean sobre el césped. Los niños disfrutan cuidandolos y jugando con ellos. Pasa el tiempo. El Doberman se convierte en un ejemplar magnífico.
Un buen día el Doberman aparece en la casa con el conejo muerto entre las fauces. El cadáver del animalito está lleno de barro y de sangre. Se quedan petrificados. Alguien dice:
– ¡Tenía que pasar!
Están asustados. Piensan en el disgusto del niño vecino. Será terrible para él saber cómo ha muerto su conejo. Deciden lavarlo y colocarlo en la jaula como si estuviera dormido. Al menos evitarán una primera impresión desgarradora. Todos conocen el amor del niño por el animalito.
Los vecinos se han ido a pasar el fin de semana con otros miembros de la familia. Cuando regresan del viaje el domingo por la noche, llaman a la casa de sus vecinos. Después de los saludos protocolarios, el padre dice:
– Qué pena lo que le ha sucedido al conejo.
– ¿Qué le ha sucedido? Hace un momento estaba muy tranquilo en su jaula.
– ¡No puede ser! El conejo murió el viernes y lo enterramos detrás de la casa.
La sorpresa de la familia es tremenda. En ese momento caen en la cuenta de lo sucedido. El Doberman echó de menos a su “amigo”, lo buscó por todo el jardín, lo descubrió a través de su olfato privilegiado, escarbó en la tierra y acudió a la casa para mostrar lo sucedido a su “amigo”, para “preguntar” por las causas y para que alguien le “devolviera la vida” que le habían incomprensiblemente arrebatado.
Al Doberman le atribuyen la muerte del conejo. No le han visto matarlo pero suponen lo que ha sucedido, se lo inventan, establecen un nexo causal falso, proveniente de un estereotipo, de una suposición, de un prejuicio.
La facilidad con la que establecemos esos juicios gratuitos es asombrosa. Incluimos en ellos no sólo hechos sino intenciones. Si ya es difícil juzgar hechos sin haber visto lo sucedido, ¿qué decir de las intenciones? ¿Cómo atribuir a alguien el motivo que le ha llevado a realizar una acción? ¿Cómo hacerlo con tanta facilidad, con tanta alegría, con tanta seguridad?
Los estereotipos influyen mucho en el establecimiento de conclusiones sin fundamento. El estereotipo es una etiqueta que se coloca sobre un grupo y que lleva a generalizaciones tan gratuitas como injustas. También se confeccionan etiquetas individuales: “Esta persona siempre ha sido…”, “este niño es…”. Los comportamientos de ese niño se enjuiciarán desde esa configuración básica.
No es fácil liberarse del mecanismo de fabricación de etiquetas. Es triste e injusto recibir los juicios descalificadores ajenos cuando a uno le han colgado del cuello una etiqueta maldita. Conozco a una familia con varios hijos. Uno de ellos se ganó a pulso el calificativo de vago, pero no se sentía cómodo con él. Decidió demostrar que era capaz de hacer esfuerzos y de tener éxito. Estudió concienzudamente. Cuando acudió con el informe de evaluación y los padres vieron las extraordinarias calificaciones que había obtenido, exclamaron escépticos:
– Te habrás hinchado a copiar.
La reacción supone una condena para el niño. ¿Cómo puede demostrar que sus padres están equivocados? El juicio descalificador se produce no a través del análisis de lo sucedido sino bajo el influjo de una etiqueta, de un estereotipo que pretende explicarlo todo.
– ¡Tenía que pasar!, dicen los dueños del Doberman. Como si de una ley inexorable se tratase. Si esa ley se aplica a toda la especie humana, es fácil que, ante cualquier situación, se busque la peor interpretación de las posibles. La más negativa. De ese mecanismo perverso han surgido muchos refranes castellanos. Uno de los más condensados en estupidez y maldad es el que dice: “Piensa mal y acertarás”.
Extret del bloc de Miguel Angel santos Guerra.
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