Felices lecturas
GEMMA LIENAS a El País del 31/07/2010
Me hice adicta a la lectura a finales de los años cincuenta, en la misma época en que por la calle y en los tranvías podían leerse letreros que indicaban, bajo multa de céntimos de peseta: prohibido fijar carteles, prohibido escupir, prohibida la palabra soez… En aquella sociedad, en aquella familia, autoritaria y represora, la única forma posible de evadirse de la cárcel virtual eran los libros.
En aquella sociedad autoritaria y represora, la única forma posible de evadirse de la cárcel virtual eran los libros.
Para poder leer con sosiego y escapar a los quehaceres que la vida doméstica nos imponía no sólo a mí sino también a mis tres hermanas menores, me encerraba en el baño durante ratos interminables.
Leyendo me perdía en otra dimensión que nada tenía que ver con los azulejos verde pálido que me rodeaban. Así que, cuando mi madre venía a aporrear la puerta y a reclamar mi colaboración, yo, con dificultad, atravesaba capas y capas de conciencia hasta regresar a los golpes indignados. Y con el trasero enrojecido y aires de dignidad ofendida, salía del baño para ponerme a quitar el polvo prometiéndome que, de mayor, jamás perdería el tiempo en ese tipo de actividad mientras quedasen en la Tierra libros por leer.
Tal vez por eso me hice escritora: para poder leer horas sin que nadie pudiese recriminármelo, puesto que mi oficio “exige” mucha lectura. Y, claro está, comparto la mirada fascinada del fotógrafo André Kertész sobre el íntimo placer de la lectura, que se manifiesta en un autobús, en una azotea o en un portal en el que se han acumulado montones de hojas de periódicos. Yo misma nunca pude sustraerme al impulso de agacharme sobre una doble página de diario puesta en el suelo recién fregado para leer unos titulares tal vez ya del día anterior.