Libertad
juliaigual | 26 maig 2017Estaba preso. Se sentía preso. A veces no podía evitar pensar en qué podría haber sido de él si no hubiese tomado las decisiones erróneas, las que, en su momento, parecieron más fáciles.
Pero no lo eran.
Ahora miraba por la pequeña rejilla de ventilación que daba al exterior, atisbando un par de pájaros haciendo un nido en un árbol a lo lejos. Pensó en la libertad, aquella que tanto había costado conseguir, y que había perdido por nada.
Algo más de luz, y nada hubiera pasado.
El pequeño cuarto parecía cada vez más oscuro con el paso del tiempo, desde su llegada ocho meses atrás. Era pequeño, de unos cuatro metros cuadrados. Habían metido una cama y un pequeño orinal de mala manera, pero, a pesar de ello, él se negaba a usarlos.
Pero era su castigo, por desobedecer la ley. Por desobedecer a Dios.
La mayoría de días se escuchaba a presos gritar, algo macabro pero a la misma vez reconfortante, pues así se repetía que no estaba solo. Sin embargo, un día dejaron de escucharse sonidos, de verse a los captivos y a sus agresores.
Él se sintió más solo que nunca, privado de dos de sus sentidos: la vista y la audición, que conformaban la vida de aquel entonces.
Algo en él brotaba. Una ilusión, una última esperanza… Algo por lo que luchar. Algo por lo que vivir.
Una luz iluminó la sala, sintiendo el preso su cuerpo quemar bajo ella. Tardó unos segundos en reconocer que la luz era él, y que ya no volvería a estar nunca más solo.
Salió al exterior sin dificultad alguna gracias a la luz y a la seguridad que había adquirido y miró al Cielo, que parecía sonreír a la luz de las estrellas. Antes de poder decir nada, recordó su nombre, mencionado por una mujer a sus espaldas que recibía el nombre de Luna:
Sol, mi amor. Es hora de convocar el siguiente Eclipse.