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EL SUEÑO DE UN GIRASOL

Héctor abrió un ojo. Uno solo, pero fue más que suficiente para ver una criatura, negra como la noche, que lo miraba fijamente con sus inmensos ojos amarillos muy abiertos. Tenía el morro aplastado cerquísima de la nariz y una boca sutil que en ese momento había empezado a abrirse lentamente dejando entrever unos largos colmillos afilados…
-Te recuerdo que es hora de levantarse. ¿Quieres llegar otra vez tarde al colegio? -dijo lentamente la criatura, con un marcado acento y tono de total desaprobación.
Después se bajó de un salto de la cama de Héctor y se dirigió a la puerta. Él le tiró la almohada, pero naturalmente no le dio porque el enorme gato negro estaba ya bajando las escaleras.
-Mab está cada vez más insoportable –pensó Héctor, levantándose y poniéndose las zapatillas-. ¿Cómo se atreve? Yo nunca llego tarde a ningún sitio…Bueno, de vez en cuando. ¡Y, además, me gustaría saber desde cuando él es el encargado de despertarme!
Miró el despertador que estaba encima de la mesilla: ¡porras, realmente era hora ya de moverse! ¿Por qué no había sonado el despertador? Pues claro, anoche se me olvidó darle cuerda, pensó mientras atravesaba el rellano para ir al baño. Su baño, grande como un sello, pero solo para él.
Había tenido que insistir durante meses para que sus padres se decidieran a restructurar la buhardilla, pero ahora tenía por fin un cuarto para él solo, con su lavabo personal, su moqueta amarilla, un tablón para su colección de colonias y una claraboya justo encima de la cama, perfectamente para contemplar las estrellas o las gotas de lluvia que caían sobre el cristal.
Una gozada, teniendo en cuenta que antes tenía que compartir el cuarto con su hermano Oliver, quien no conocía el significado de la palabra “lavarse” porqué siempre tenía el baño ocupado con sus experimentos. Y no era nada agradable encontrarse justo después de levantarse una bañera llena de baba verde hirviendo o con que en el váter residía un sapo gigante.
Héctor se miró al espejo. Vio su pelo pelirrojo, sus acostumbrados superrizos que salían disparados a todas direcciones, unos ojos castaños, una nariz chata y un montón de pecas.
¡Qué rollo de pecas! No conocía a nadie que tuviera tantas: en la cara su madre y de Oliver, por ejemplo, había solo un puñadito. Cerró los ojos un momento y, cuando los abrió de nuevo, en su cara no quedaba ni una sola manchita. Era su imaginación.
-¡Héctooor! ¿Todavía no estás listo?-gritó una voz desde las escaleras.
¡Caray, era tarde de verdad!
Se vistió en un segundo, vestido de la cabeza a los pies: una camiseta verde manzana, unos vaqueros bajos de cintura y calcetines azules con rayas verdes como la camiseta. Y por lo que se refería a su pelo, bueno, era cuestión de un solo segundo.
¿Todo en orden? Ah, sí, los libros. Héctor los puso rápidamente en la mochila y se precipitó con la mochila en el hombro, dispuesto a desayunar al vuelo.

Entre la buhardilla y la cocina había dos rampas de escaleras, pero a Héctor no le importaba nada tener que subir y bajar incluso más de diez veces al día.
A Héctor le encantaba su casa, empezando por la cocina que ocupaba buena parte de la parte de la planta baja y olía a galletas y a café.
Pero esa mañana olía también a otra cosa: yogur de algas japonesas tostadas con levadura de cerveza, el último descubrimiento de María. En pocas palabras, una asquerosidad. Una verdadera asquerosidad.
-¡¿Otra vez?!- se lamentó Héctor cuando se sentó ante el tazón rebosante de una cosa blancuzca y gelatinosa de dónde salían unas tiras negras-. ¿Qué es esto? ¿Un nuevo capítulo de la serie Me he comido un extraterrestre?
-¿Decías algo cariño?- preguntó María sonriendo al tiempo que tendía el pan.
No cabía la menor duda: estaba ya pensando en el trabajo que la guardaba. Estaba a cargo de la sección de consejos de una revista femenina y se tomaba su trabajo demasiado en serio. Por desgracia, se tomaba también muy en serio las trágicas recetas de comida <> que publicaba la revista…
-Déjate de historias, Héctor –dijo su padre-. Come y nada de bromas.
Héctor cogió la cuchara poniendo morros.
Cuando su padre usaba ese tono era mejor no desobedecerle. Pero el yogur tampoco le gustaba a él. Se notaba a la lengua que se lo tragaba solo para no disgustar a su mujer.
-¡Puaj! –Dejó escapar Héctor después de la primera cucharada-. Sabe a huevo pocho aderezado con pasta de dientes y moscas muerta.
-¿Podrías evitar estar descripciones asquerosas mientras como, please?
La pregunta venía del estante de la alacena en el que Mab estaba comiendo un gigantesco plato de huevos fritos con panceta, su desayuno habitual. Un desayuno a la inglesa, naturalmente, porque el gato había llegado a casa los Regina de una recóndita y lejana aldea de New York. Desde entonces habían pasado muchos años, pero Mab no había perdido el acento “Newish”.
Sí, Héctor, no seas tan asquerosito –intervino Oliver, levantando la nariz de la taza-. Y además los huevos pochos no están tan malos. En China se los comen.
El resto de la familia se lo quedó mirando con aire estupefacto: aunque todos sabían que Oliver comía pan y números, era difícil a acostumbrase a la idea de un chico de siete años, decididamente más bajito que la media incluso con seis centímetros de plirrojo de punta que le salían de la cabeza, fuera una especie de calculadora humana.
-¿Sabes, Amador? –Dijo María Regina, observando a su hijo-. A veces me pregunto a quién habrá salido este niño…
-A mí no, seguro –sonrió su marido-. Yo soy bibliotecario, y los números no han sido nunca mi fuerte.
-Ni el mío –intervino Héctor, que había tenido siempre problemas con las matemáticas.
-Ejem… -De la alacena llegó un dedicado golpe de tos-. ¿Puedo aventurar la hipótesis de que el pequeño haya salido a mí? De hecho no sé si o he contado alguna vez que cuando era joven me licencié summa cum lauderita en matemáticas pura en la universidad de…
-Sí, abuela, nos lo has contado ya veinte veces, gracias –la interrumpió Héctor.
-¡Venga, chicos, coged las chaquetas! –Dijo alegremente la abuela Linda-. ¿Qué os parece si os acompaño al colegio?
Héctor y Oliver salieron disparados hacia el recibidor donde en un perchero colgaban sus chaquetas.
Gracias, abuela! pensó Héctor poniéndose su chaqueta azul marino. ¡Adiós yogur extraterrestre con algas adictivas! Estaban salvados y había incluso la posibilidad de que por el camino se escapara el desayuno decente.

Fue cuando salieron de “Antes Limonada, ahora Dulces”-, la pastelería de la señora Inma donde se habían comido bollos rellenos de crema, y se dirigieron hacia la estrecha calle con los campos de girasoles cuando Héctor se dio cuenta de una cosa.
La abuela llevaba puesto el sombrero de las grandes ocasiones. Linda poseía miles de sombreros para todos los días del año. Cada uno, tenía un significado preciso, y este quería decir más o menos ¡qué está a punto de suceder algo importante!
-¡Qué raro! –pensó Héctor. Hace un montón de tiempo que vamos juntos al colegio y la abuela no nos había acompañado nunca.
La miró de arriba abajo y sus ojos grises le devolvieron la mirada. Luego la abuela le guiñó un ojo.
Héctor no comprendía nada. Fue cuando la abuela se paró inmediatamente ante el campo de girasoles del abuelo, que falleció antes de que naciera.
-Abuela, ¿qué haces aquí? Vamos que tengo prisa. Linda le dijo que no con la cabeza.
Héctor se aproximó a su abuela.
Héctor, tu cumpleaños será dentro de un mes, ¿no? –Le preguntó a Héctor.
Sí, ya lo sabes abuela todos los días te lo estoy diciendo- Le respondió Héctor un poco preocupado. -¿Qué te pasa abuela?-pensó.
-Es que… –le dijo, poniéndose bien la bufanda de terciopelo- quiero darte una sorpresa, te enseñaré una cosa muy especial… En ese instante saltó al campo i le dijo a Héctor que la siguiera. Héctor un poco asombrado por la actuación de su abuela la siguió sin decir nada. En aquel momento resbaló.
-¡Aaaay! –se quejó Héctor
-Héctor no hagas tonterías y sígueme, ¡no seas quejica! –murmuró su abuela.
Héctor se levantó sin protestar y luego vio una luz…
Estaba inmóvil, no sabía que hacer, vio que su abuela se adentraba muy convencida de lo que hacía.
-¡Abuela…! -¡Abuela…! -¿estas…?
Sí, Héctor entra que te quiero enseñar una cosa muy “xula”.
Héctor pensativo, hizo el corazón fuerte y se adentró en aquella cálida luz. Fue como si no tuviera piernas ni brazos, como si pudiera volar como los pájaros. Aquella sensación le gustaba. Cuando llegó al otro lado vio a su abuela que lo estaba esperando.
-¿Cómo es que has tardado tanto? ¿Tenías miedo? –le dijo su abuela en tono burleta.
-Pues… si te digo la verdad, un poco… -le confesó Héctor un poco avergonzado.
Linda se rió de él un buen rato. Después oyó un sonido y se calló.
-Héctor, supongo que te preguntaras que hacemos aquí, ¿verdad?
-Pues sí, me as llevado a este sitió donde solo ai girasoles medio muertos.
-¡Escucha chaval, que tú tampoco haces muy buena pinta! –gritó un girasol que estaba cerca de ellos.
-¡Eso, eso, que antes de comentar deberías mirarte en el espejo! –exclamó otro aún más enfadado.
-¿Qué…qué…me han dicho? ¿Desde cuando pueden hablar los girasoles…? –le preguntó a Linda muy asustado.
-Estos no son girasoles normales, son mis girasoles, ellos pueden hablar por qué son mágicos. Yo soy la reina de este pequeño campo y quiero que tú me ayudes a llevar a cabo una tarea, para que uno de ellos, Tano, que es el más pequeño, pueda volver a sonreír.
-¿Y…eso? ¿Qué le pasa? –le preguntó Héctor a Linda.
-Tu mismo has dicho, que parece medio muerto. Es porqué él nunca ha visto a su familia y ahora que se está haciendo grande, los quiere conocer. –le explicó
-Pero abuela, dime, ¿qué tengo que hacer yo? Si tú eres la reina, ¿por qué me has llamado? –le preguntó.
-Porqué necesito que alguien me ayude, y he pensado en ti. ¿Te parece bien?
-Sí, pero ¿Por qué has pensado en mí y no con Oliver? –preguntó con interés.
-Esta pregunta es fácil de responder, porqué tu hermano es un “chivato.” –le respondió riéndose su abuela.
Fueron unos instantes muy graciosos para Héctor i para Linda, luego la abuela le explicó:
-Tú tienes que acompañar a Tano a ver a su familia, pero para esto se tienen que pasar campos muy peligrosos, y como yo ya soy vieja y tu un muchachito muy fuerte y valiente, quiero que lo acompañes. ¿Lo harás?
-¡Sí! -le contestó con decisión.
-¡Gracias Héctor, te estoy muy agradecida! –le gritó su abuela, muy contenta.
-De nada mujer…espero que no me pase nada… -contestó Héctor un poco preocupado.
-Si haces lo que yo te diga, no tiene por qué pasar nada malo, escúchame: tendrás que llevar esta bolsa con lo que hay dentro, te explico que hay y para que son, hay un trozo de carne que te servirá para entretener a los lobos del bosque, también hay miel que te ayudará a que las hadas malignas del bosque no te hagan nada malo, ni a ti ni a Tano, y finalmente pipas de girasol, que te servirán para hacer mucho más grande la familia de Tano.
-Okey abuela, ¿y cómo llegaremos hasta este valle si no sé por donde se va? –le preguntó
-Tienes que cruzar el bosque y luego verás un camino verde lima, tendrás que seguir asta el final aquel camino. –le dijo.
-Pues ¿a que esperamos, Tano, nos vamos? –Dijo Héctor entusiasmado, por ser el elegido de este viaje tan inesperado.
Tano, que estaba un poco triste le sonrió.
-Gracias Linda, gracias Héctor, si puedo ver a mi familia sería el girasol más afortunado del mundo. –les dijo.
-De nada Tano, no te conozco, pero pareces un buen tipo.
Tano se rió por primera vez en su vida. Todo el mundo se quedo sin palabras. ¿Quién era Héctor? ¿El nuevo sucesor de Linda?
Tano y Héctor se prepararon para salir, Héctor llevaba la bolsa que le había dado su abuela, con agua y bocadillos. Tano no se llevó nada. Los dos, empezaron a andar hacia el bosque donde allí encontrarían el camino verde lima que les conduciría al valle de la Luna.
Para saber como era su nuevo compañero de viaje, Tano le hizo unas preguntas a Héctor:
¿Cómo es que sin conocerme, me acompañas en este viaje tan peligroso? –le preguntó el girasol interesado.
-Me gusta ayudar a la gente, sin recibir nada a cambio, me hace sentir un hombre. –le contestó riéndose.
-Pues a mi me cae bien la gente que ayuda a los demás. –se rió.
En aquel momento vieron el camino que los indicaría a casa de Tano, los dos muy ilusionados por haber cruzado ya una parte de su trayecto se fueron corriendo asta donde empezaba el camino.
-¡Bien! Ya hemos cruzado el bosque, ahora según la abuela tendría que pasar algo. –dijo Héctor a su nuevo amigo Tano.
Linda y Héctor habían acertado, en aquel instante dos lobos con aspecto feroz se dirigían hacia los dos amigos, pero Héctor ya preparado con el trozo de carne en la mano, no tenía miedo. Los lobos parecían hambrientos y cuando vieron el trozo de carne de Héctor se fueron corriendo hacia él. En aquel instante el muchacho lanzó el entrecot muy lejos y los lobos como unos muñecos se fueron tras él. Los dos chicos estaban contentos, habían superado su primer obstáculo.
-¡Héctor eres el mejor! No as tenido ni miedo de eso lobos tan feroces, te admiro mucho. –lo aplaudió Tano.
-Es todo gracias a mi abuela, si no me hubiera dado todo esto, nos hubiesen devorado. –le contradijo.
Los dos amigos, después de ese encuentro con los lobos estaban aún más animados. Juntos pasaron un río muy sucio y resbaladizo y luego sin más empezaron a ver luces de colores.
-¿Qué es esto? –preguntó Héctor a Tano.
-Deben de ser las hadas que dijo tu abuela, pero yo me las imaginaba de otra manera, un poco más grandes. –le contestó.
-Yo también, si te digo la verdad, pero por si acaso úntate de miel. –le indicó.
-Sí, así lo haré. –le dijo.
En aquel momento vieron pasar un conejo muy bonito, las luces de colores se acercaron al animal i en un segundo, lo mataron. Tano y Héctor estaban desconcertados, ¿cómo podía ser que una cosa tan minúscula pudiera matar en tan poco tiempo un conejo? Los amigos pasaron untados de miel de la cabeza a los pies, nerviosos por lo que les podía pasar, pero la aroma de la miel hacía que las hadas no se acercasen a ellos.
Tano y Héctor estaban a punto de llegar al final de su destino y contentos por su resultado se fueron a bañarse a un lago que había allí cerca. Luego, cuando ya estaban secos emprendieron el camino de nuevo. Siguieron las baldosas verdes hasta que vieron un valle donde tocaba un montón el sol. Tano sonrió de nuevo.
-¡Héctor, esto es el valle de la Luna, mi casa! –le exclamó llorando de alegría
-¡Vamos Tano! ¿A que esperas? Ve con tu familia. –le dijo.
-Quiero que me acompañes, por favor. –le rogó su amigo.
-De acuerdo, pero no llores, sino me haces llorar a mi. –le contestó
Tano y Héctor muy contento bajaron hasta el valle y allí vieron una pequeña familia de girasoles.
-¡Papá, mamá, hermanos! –gritó Tano.
La familia de girasoles se giró hacia él y una gran alegría los invadió.
-¡Hijo!, pensábamos que no volveríamos a verte nunca jamás. –le dijeron llorando sus padres.
-¡Pues estabais equivocados! Gracias a Héctor y Linda he podido volver con vosotros, ¡mi familia!
Los padres de Tano miraron a Héctor con cara de alegría y le dijeron gracias con una sonrisa. En aquel momento Héctor se acordó que su abuela la había dado pipas de girasol para dárselas a los padres de Tano, y así lo hizo, cogió las pipas y las dejó al lado de la madre, sin decir nada.
Luego volvió a ver una luz, y apareció su abuela.
-Héctor, has sido muy valiente y por eso quiero darte el cargo de rey de los girasoles a ti. -Le dijo.
Héctor solo pudo decir: <> Fue un día muy divertido, hizo un nuevo amigo, y era rey, no podía pedir nada más. Mientras tanto, cuando cerró los ojos un momento, sintió una calidez, como la primera vez que fue al país de los girasoles, y cuando los volvió a abrir, ya estaba de nuevo de camino al colegio.

Mar Borràs