Los escasos transeúntes miran con disimulo al hombre sentado en el banco. No es la primera vez que ven a un negro en la calle, pero no es nada frecuente en esta selecta colonia residencial de las afueras y se preguntan cómo le habrá dejado entrar el permanente servicio de seguridad.
El hombre ya está acostumbrado a esos recelos. Lo que le preocupa es su hijo, un chiquitín que se entretiene a solas arrojando guijarros al hoyo que acaba de hacer en la tierra. Su color es más claro que el del padre y en la graciosa carita, coronada por su cabello crespo, lucen ojos inteligentes concentrados en acertar con sus lanzamientos. Ni se le ocurre acercarse al grupo de niños blancos que juegan en la glorieta algo más allá.
«Bien pronto ha aprendido a no intentar juntarse con ellos», piensa el padre con amargura. Pero aleja la idea, demasiado persistente en sus reflexiones, y vuelve su inquieta mirada hacia donde hace un rato ha entrado su mujer. Por encima del seto y la valla, que ocultan la planta baja, asoma un chalet con pretensiones. Sobre el banco está el periódico encontrado por la mañana en una papelera de la calle. Es de hoy y aunque el hombre no entiende bien todavía el español se sabe de memoria el anuncio leído horas antes por su mujer, con voz súbitamente animada:
-«Se necesita matrimonio para criada y jornalero»… ¡Vamos a vedo! Jardinero, ¡ya lo creo!
Él no ha hecho otra cosa en su vida que doblarse sobre la tierra, sembrar, escardar, recoger. Claro que allá son otros cultivos, pero las plantas crecen igual en todas partes… ¿Les darán elempleo? Se fuerza a tener esperanzas. Su mujer es mauritana, apenas morena, casi como esas filipinas o dominicanas que han visto por estas calles limpias y silenciosas. Además es agraciada y muy lista, sabe hablar bien… Pero ¿por qué tarda tanto? ¿Será eso buena señal?… Al menos no la han despedido en la misma puerta, como otras veces.
De pronto advierte un ligero movimiento en el visillo de una de las ventanas. Sólo dura un instante; no alcanza a ver a la persona que ha movido el blanco lienzo. Pero sabe que alguien le ha mirado. Le han visto… Se le derrumba el corazón: ya no espera nada. El niño, como si se diera cuenta de todo, interrumpe el juego y mira inquieto a su padre.
Se abre la puerta de la verja y sale la mujer. Una cabeza vencida, un paso titubeante. No dice nada al sentarse en el banco al Iado del hombre. Se nota su esfuerzo para no llorar y el niño se acerca temeroso, dejando caer los guijarros por entre sus dedos.
El hombre toma la mano femenina entre las suyas, grandes, fuertes, de palma rosada bajo el negro dorso.
-No lo comprendo -murmura la mujer- … Parecían ya interesados… Todo iba bien… De pronto apareció por la escalera una señora mayor y cambió todo… No sé…
El hombre oprime la mano temblorosa pero no explica lo sucedido: es lo de siempre. La madre sonríe al pequeño para tranquilizarle.
-Han dicho que me mandarán recado pronto.
-La casa es bonita, madre.
El hombre calla. De pronto le ha caído encima todo lo que durante un rato se esforzó por olvidar. Todo: desde los meses de separación al lograr ella entrar en este país llamada por un pariente, mientras él ahorraba para venir con el niño, hasta los apuros más recientes, casi ya sin dinero, fracasando en todos sus intentos de encontrar trabajo. Lo último fueron esos cinturones de cuero que intentó vender, exponiéndolos sobre un trapo en el suelo de la calle: no interesaron a nadie. Acabará como otros, vendiendo droga. Hay que comer; no pueden seguir así.
El sol está ya muy bajo y se siente frío. La chabola está al otro lado de la ciudad y llevan todo el día andando al hilo de los anuncios. El hombre se levanta y le vuelve el dolor de sus pies: le cansa más este asfalto que la tierra de allá. También le dolerán al niño.
-Ven, Bdala; padre te va a llevar.
Sube al chico sobre sus hombros y camina con la mujer al lado. Se colarán en el Metro sin pagar. En la estación cercana a la elegante colonia no habrá vigilante. «y aunque lo haya», piensa, ceñudo.
Algo más adelante, en el pórtico de otro chalet, se alza un decorado árbol de Noel, iluminado con lucecitas intermitentes. Bdala ya ha visto otros, pero éste le llama la atención.
-¿Por qué ponen eso?
-Es su fiesta; la de ellos -contesta, áspero, el hombre.
Pero la madre ve en eso una manera de distraer al niño, de alejarle cualquier pensamiento sombrío. Conoce la historia: la contaba el padre blanco cuando ella, sin saberlo su familia musulmana, acudía a la misión porque daban pan y chocolate.
-Es en recuerdo de que hace muchos, muchos años, nació su Dios, ¿sabes? Sus padres andaban buscando un refugio donde el hijo les pudiera nacer, un albergue cualquiera, aunque fuese un pesebre, porque no tenían nada. Iban de un portal a otro, pidiendo ayuda, pero nadie los amparaba, no les abrían en ninguna casa. Hasta que..,
-Entonces ¿iban como nosotros?
La cándida pregunta infantil hace callar a la madre, clavándose en su corazón. Imposible hablar ahora de ángeles cantando y de pastores con ofrendas. Además aquella madre del cuento viajaba al menos en un asno…
-Sí, hijo. Como nosotros.
El padre no dice nada. Ya se divisa la boca del Metro, allá al fondo del paseo. «Al menos que no haya vigilantes)), piensa.
Jose Luis Sanpedro publicado en “Érase una vez la Paz”