Las grasas

Tanto en la dieta humana como en la composición química de su organismo, se pueden considerar tres tipos de grasas:

a) Triglicéridos: Son el resultado de la unión de una molécula de glicerol con tres moléculas de ácidos grasos. Constituyen la forma química de almacenamiento de las grasa y representan el 95 98% tanto de las grasas que consumimos como de las grasas que poseemos en nuestro organismo. Su función principal es almacenar energía. También pueden ser utilizados como precursores de otras sustancias (fosfolípidos, colesterol, etc.).

b) Fosfolípidos: Son triglicéridos en los que una molécula de ácido graso ha sido sustituida por un ion fosfato unido, a su vez, a una amina. Poseen carga eléctrica y su principal función es la de constituir, junto con el colesterol, la estructura lipídica de todas las membranas celulares, incluidas las de los diferentes orgánulos contenidos en las células.

c) Colesterol: No existe en el reino vegetal. Se halla presente en nuestra dieta, pero también es sintetizado por nuestro organismo. Al igual que los fosfolípidos, también sirve de precursor en la biosíntesis de importantes moléculas como los ácidos biliares sintetizados en el hígado, las hormonas esteroideas (glucocorticoides, mineralocorticoides y hormonas sexuales) y vitamina D, entre otras.

Desde un punto de vista nutricional, cuando hablamos de grasas nos referimos a los triglicéridos, de ahí que digamos que la función principal de las grasas (o lípidos) es servir como almacén de energía. La grasa es también el vehículo a través del cual nuestro intestino absorbe las vitaminas liposolubles, de las que la A y la D son las más importantes.

También desde un punto de vista nutricional, la grasa podemos clasificarla en saturada e insaturada según la naturaleza de los ácidos grasos que la componen. Son ácidos grasos saturados aquéllos en los que todos los átomos de carbono están unidos entre sí por medio de enlaces sencillos. En los ácidos grasos insaturados, siempre hay un doble enlace (monoinsaturados) o más de uno (poliinsaturados) a lo largo de la cadena hidrocarbonada. Esa diferencia estructural determina que el efecto fisiológico que provoca el consumo de una grasa u otra sea también diferente.

Así, las grasas saturadas incrementan el colesterol total de la sangre, aumentando la fracción de colesterol unido a lipoproteínas de baja densidad (LDL) y disminuyen la fracción de colesterol que aparece unido a lipoproteínas de alta densidad (HDL). Las LDL aumentan el riesgo de padecer arteriosclerosis mientras que las HDL lo reducen.

Los ácidos grasos saturados son el principal componente de la grasa de los animales terrestres y de la grasa de algunos vegetales (coco, palma, palmiste), muy empleados hasta hace tiempo en la preparación de bollería industrial por su bajo coste. En la dieta de los países occidentales, ocupa un lugar preferente el consumo de huevos, carne, leche y derivados lácteos como la mantequilla, la nata, los yogures o el queso. La grasa de estos alimentos es rica en ácidos grasos saturados y contiene, además, una cantidad apreciable de colesterol.

Las grasas monoinsaturadas ejercen un efecto contrario al de las grasas saturadas sobre las lipoproteínas sanguíneas, disminuyendo las LDL y aumentando las HDL. Son, por tanto, cardioprotectoras. Abundan tanto en el reino animal (por ejemplo, en la grasa del cerdo), como en el reino vegetal. El ácido graso monoinsaturado más abundante en los alimentos (por no decir casi exclusivo) es el ácido oleico, principal componente del aceite de oliva (casi un 80%).

Los beneficios del consumo de aceite de oliva son todavía objeto de estudio. Su alto contenido en ácido oleico lo convierte en el más adecuado para las frituras por dos motivos fundamentales: primero, porque es más resistente a la descomposición química que provocan las altas temperaturas y, segundo, porque es menos adsorbido por la superficie de los alimentos que se fríen en él, lo que aumenta la digestibilidad de éstos y disminuye su valor calórico final. Tiene también un efecto de contracción de la vesícula biliar, lo que dificulta la formación de cálculos. Facilita también la absorción de metales como el calcio, el hierro, el cinc o el magnesio. En cuanto a su efecto sobre el perfil lipídico, el aceite de oliva disminuye la cantidad total de colesterol, rebajando la fracción de LDL y aumentando la fracción antiaterogénica de HDL. Esta última parece manifestar, en este caso, una mayor capacidad para “limpiar” de colesterol las placas de ateroma. A todo esto hay que añadir las cualidades organolépticas del aceite de oliva virgen que dan ese olor y ese sabor, tan exquisito y característico a la vez, a los alimentos cocinados en él.

En cuanto a las grasas poliinsaturadas, su efecto fisiológico varía según el alimento del que los obtenemos. La grasa del pescado y de los mamíferos marinos como la ballena, la foca o el cachalote, aunque en parte es saturada, está constituida mayoritariamente por ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga y con numerosas insaturaciones (dobles enlaces). Estas grasas típicas de los animales marinos son las responsables de la protección cardiovascular de que disfrutan las personas que las consumen. En la época en la que todavía se creía que la grasa de origen animal era, con independencia de su origen, toda ella perjudicial para el sistema cardiovascular, supuso una enorme sorpresa la comprobación de que los esquimales, que se alimentan exclusivamente de carne y grasa animal, exhibían una de las tasas más bajas de mortalidad por enfermedad cardiovascular (menos del 5% de las defunciones frente a casi un 50% de los países desarrollados). Hoy sabemos que el consumo de pescado disminuye el colesterol y los triglicéridos (grasa neutra) de la sangre. También reduce la agregación plaquetaria, lo que dificulta la formación de trombos y de la placa de ateroma de las paredes vasculares.

Los ácidos grasos poliinsaturados de semillas (entre los que se encuentra el ácido linoleico, un ácido graso esencial que no somos capaces de sintetizar), disminuyen el colesterol total y la concentración de las LDL aterogénicas, pero también rebajan simultáneamente la concentración de las HDL protectoras.

Las grasas poliinsaturadas tienen el inconveniente de que se oxidan con facilidad, interviniendo en procesos de formación de radicales que son nocivos para nuestra salud. Aunque nuestro organismo puede desactivar tales procesos por medio de substancias antioxidantes como las vitaminas C y E o el selenio, no es prudente abusar de las grasas poliinsaturadas.

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