Desciendo hasta la playa, donde las olas me lamen los pies fríamente. El cielo está gris, nublado, acorde con mi estado de ánimo y el motivo que me ha traído hasta aquí, a principios del frío noviembre.
Observo el castillo que queda a mi izquierda y me invita a imaginar historias fantásticas de dragones, príncipes y princesas. Si dirijo mi atención al lado opuesto veo una estatua de una chica de la que se dice que, en su momento, esperó un milagro proveniente del mar azul, tal vez igual que estoy haciendo yo.
El viento me enreda el pelo, humedecido por el clima y por las gotitas que levantan el vuelo de la superficie marina hasta mí. Es frío. Me atraviesa la camisa y los tejanos, dejándome calada hasta los huesos. Lágrimas pequeñas, tímidas como si tuvieran miedo a salir, se atreven a dibujar regueros por mi rostro.
Contemplar el mar tal y como tú y yo solíamos hacer me inunda la mente de recuerdos que se me clavan como punzones y me hieren como balas perdidas que, sin embargo, aciertan en mi corazón; porque esto no debería haber acabado así, porque nunca deberíamos haber dejado de ser un “nosotros” para volver a ser un triste “tú y yo”.
Una gota se deja caer en mi cabeza. Luego otra y otra. A mis espaldas, el paseo se vacía a medida que la lluvia baña las calles. Sin apenas apercibirlo al principio, un torrente de emociones me inunda y doy rienda suelta al llanto. Los sollozos sacuden mi cuerpo, la vista se me vuelve borrosa y mis rodillas se hunden en la arena húmeda. Decido sacarlo todo porque es imposible contener tanta agonía mientras reparas pieza a pieza el corazón que te ha sido roto.
Una vez vacía, me siento y contemplo cómo el mar ruge, enfadado con todo y con nada, y, por primera vez, soy consciente que, aunque sé que lo que fuimos se deshará de manera lenta, imperceptible, tal vez sí sea cierto que la vida sigue si luchas para que siga. Como el mar, que salta, ríe, duerme, ruge y aquí permanece, testigo de derrotas y de victorias olvidadas o mantenidas en secreto.
MARTA QUELLOS, 4A3